Quienes tuvieran ocasión de seguir por televisión el Concierto de Año Nuevo de 2022, vieron a un Daniel Barenboim mucho más apagado de lo habitual. Sus movimientos no carecían de precisión, pero sí de la soltura a que nos tenía acostumbrados. De hecho, pocas semanas después, el afamado director de orquesta anunció su retirada, prácticamente total, de los escenarios, aquejado de una enfermedad de carácter neurológico cuya naturaleza nunca ha precisado. Quizás por ello, y como celebración de su ochenta cumpleaños, la editorial Acantilado ha decidido oportunamente recuperar este volumen, que se publicó en inglés en 2008; supone una reflexión del propio Barenboim sobre su legado como músico y como persona, y se ha puesto tristemente más de actualidad, si cabe, con el reciente conflicto palestino-israelí.
La existencia de Daniel Barenboim se puede definir de muchas maneras, pero nunca como anodina o común. Nacido en Buenos Aires en 1942, de padres judíos, se manifestó muy pronto como un niño prodigio del piano, y ya en la madurez, como un afamado director que estuvo cerca de arrebatar a sir Simon Rattle la batuta de la Filarmónica de Berlín, y que ha hecho las delicias de los abonados, entre otras, de la Orquesta Sinfónica de Chicago, y más recientemente, de la Ópera de la capital alemana. Su recorrido por países, festivales e idiomas le ha llevado a acumular las nacionalidades argentina, israelí, palestina y española, y también a tratar de desentrañar el sentido más profundo de la música, que expone con suma claridad en estas páginas. Para él, se trata de un arte con un lenguaje propio, más hondo que el de las palabras, y cuyo aprendizaje resulta vital para el completo desarrollo del ser humano.
La música abre la mente a un universo de significados universales que subrayan lo que tienen en común todos los hombres y mujeres, y fomentan tanto una especie de ciudadanía global de corte intelectual, como un espíritu de tolerancia difícil de derribar. De ahí arrancó precisamente el proyecto que Barenboim puso en marcha, junto al intelectual palestino-estadounidense Edward Said, en 2004: la West-Eastern Divan Orchestra, compuesta por jóvenes músicos israelíes y palestinos que, junto a instrumentistas de otras nacionalidades, se reúnen para tocar en los escenarios y con los solistas más selectos –su última grabación, hasta la fecha, ha sido con la afamada pianista argentina Marta Argerich–.
Con este libro, Barenboim se coloca a la altura de los grandes directores-pensadores del s. XX, encabezados por su admirado Wilhelm Furtwängler, a quien pudo conocer de adolescente. Para este director, la historia de su arte es la de aquellos compositores que, más allá de sus cualidades personales, han sabido avanzar en la expresión y el lenguaje musicales: de ahí que prefiera a Schubert sobre Brahms, o que se atreviera a tocar el Tristán e Isolda de Wagner en Israel, el año 2001, en medio de la polémica. Pero precisamente por ello, su concepción de la dirección orquestal está más cerca de Furtwängler que de las modas actuales, al colocar la emoción y el sentido por encima de la técnica, algo que le lleva a despreciar movimientos tan en boga como el historicismo.
El volumen –que consta de dos partes: una de reflexiones más generales y otra con una selección de artículos aparecidos en prensa– hace difícil distinguir entre el pensamiento musical y el cariño de Barenboim por su orquesta juvenil, que se cuela irremisiblemente en medio de sus reflexiones, en forma de anécdotas y ejemplos. Aun así, el libro, escrito en un lenguaje claro y nada especializado, hará las delicias de cualquier aficionado a la música.