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Futuro incierto

Futuro incierto

GÉNERO

Anagrama. Barcelona (1993). 134 págs. 1.300 ptas.

El autor, profesor de Sociología en la Universidad Complutense, ofrece una nueva descripción de la crisis cultural y social -no sólo política y económica- que padece el mundo occidental, con oportunas referencias a la situación de España. El ensayo, breve y claro, es un paradigma de las pautas de opinión dominantes en el sector cultural que se suele expresar en periódicos como El País, en el que colabora frecuentemente el autor. En este caso, se acentúa la tendencia antirreligiosa y anticatólica, con manifestaciones muy agresivas.

Entre los síntomas de la crisis, se incluyen fenómenos conocidos como la depresión económica, el europeísmo, la ausencia de liderazgos mundiales, el incremento de las intolerancias (racismos, xenofobias), la presencia creciente de la corrupción pública, el declinar de las ideologías, la falta de compromiso en la joven generación y la pasividad social, la caída de los índices de lectura, el fracaso del sistema escolar, la anomia familiar y social…

Ante la magnitud de los problemas, Gil Calvo rechaza dos posibles respuestas: la deserción escéptica y nihilista; y la nostalgia reaccionaria de dioses y absolutos. Reconoce la necesidad de una moral, pero no admite la idea de «rearme», sino que apuesta por un «sentido moral radicalmente desarmado, agnóstico, pacífico y civil». Pone toda su confianza en la acción libre de los hombres: no hay salvación fuera de la autorrealización personal. Y descalifica, más con adjetivos despectivos que con argumentos, los valores que proceden del espíritu, caricaturizándolos sumariamente como concepciones fatalistas, providencialistas o conspirativas: lo religioso es siempre «fundamentalismo», y lo católico -palabra ausente en el libro-, «vaticanista».

No se ofrece justificación alguna de ese excluir a los católicos de la apasionante aventura de construir el futuro de Occidente. El autor parece incapaz de advertir que el creyente auténtico, al vivir la coherente fidelidad de la fe, se aleja por completo de fundamentalismos fanáticos: porque el fanatismo no es exceso de fe, sino carencia de caridad, es decir, de comprensión y respeto para quienes piensan de modo diverso.

Este desprecio radical de las convicciones religiosas no acaba tampoco por ser congruente en un «tolerante materialista ilustrado», como se autodescribe el autor. En cambio, muestra quizá el talón de Aquiles de su apuesta central por la creatividad de la acción humana, porque la priva de una gran fuente de inspiración, y no parece plausible prescindir de ninguna, cuando la crisis es tan honda: ¿cómo va a regenerarse a sí misma una clase política proclive a corromper el sistema?; ¿renunciará espontáneamente al lucro inmediato la cultura económica del casino y el corto plazo?; ¿por qué confiar acríticamente en que la Ilustración y la modernidad renacerán de sus propias miserias?

En el fondo, la aceptación de las reglas formales de procedimiento -valor ético esencial de la sociedad civil democrática- exige algún tipo de fundamentación filosófica y espiritual. Sólo ella puede aportar visión de futuro y entusiasmo real para la construcción de una moral civil pacífica, y también buena conciencia ante la coactividad ineludible en toda forma de convivencia entre los hombres.

Salvador Bernal

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