El viejo juez, Edward Feathers, una leyenda entre los abogados y magistrados británicos después de toda una vida en Hong Kong, fue apodado “El viejo Filth” a pesar de su reconocida integridad y su cortesía inalterable. El relato comienza cuando vive retirado en una casa de campo en Dorset y su esposa de toda la vida, Betty, ha fallecido ya. La narración va y viene adelante y atrás, para ir señalando los episodios que marcaron afectivamente su vida: primeros años con una niñera malaya, la casa de acogida donde vivió en Inglaterra, estancia en el colegio y en Oxford, relaciones con distintas personas, la forma en que pasó la segunda Guerra Mundial, etc.
Lo característico del argumento es que tanto Filth como su esposa, y muchas personas que forman parte de su círculo de amistades, son “huérfanos del Imperio”: hijos de funcionarios británicos nacidos en Oriente pero que fueron enviados a Inglaterra para ser educados. Y su núcleo lo resume así un personaje: “La mayoría [de los huérfanos del Imperio] jamás aprendió a querer a nadie en toda su vida. Pero nunca se quejaban, pues contaban con una red de seguridad: el Imperio. Fueras donde fueses portabas la Corona, y fueras donde fueses encontrabas a tus iguales”.
La narración es excelente –aunque tal vez podría estar menos fragmentada–, los diálogos son vivos y agudos, las descripciones nunca están forzadas. Por supuesto, no faltan los toques de buen humor británico, como cuando se indica que al Filth anciano no le gusta el servicio dominical de las diez del día de Navidad porque “tenía que aguantar el alboroto de los niños y todo el mundo le estrechaba la mano a todo el mundo y el párroco se llamaba Lucy”. Del mismo modo, los secretos del pasado que van desvelándose se presentan de manera incisiva pero de forma elegante.
Aunque son bastantes los personajes que desfilan por la historia, y algunos como Señor, el tutor de Filth en el colegio, dejan huella con pocas apariciones, Filth ocupa casi por completo el escenario de una forma que recuerda un poco a la del mayordomo Stevens en Los restos del día, de Ishiguro.
La razón por la que sólo él está perfilado, su aislamiento, forma parte de la novela porque así se desarrolló su vida. Lo explica él mismo cuando habla con una chica joven, abogada, que no ha querido ni quiere tener hijos, y le dice por qué Betty y él no los tuvieron: “Si no has recibido amor en la infancia, nunca sabrás querer a un niño. Se requiere ese conocimiento previo. La ignorancia puede llevarte a infligir dolor. Después de los cuatro años y medio nadie me quiso. Imagina el padre que habría sido con esos antecedentes”.