El crepúsculo del deber

TÍTULO ORIGINALLe crépuscule du devoir

GÉNERO

Anagrama. Barcelona (1994). 283 págs. 1.900 ptas. Edición original: Gallimard. París (1994).

Le entrevistan, le publican, le traducen por media Europa. Su retórica brillante le permite descuidar los argumentos. Le producen alergia las raíces cristianas de la cultura occidental. Como botón de muestra, este último libro: El crepúsculo del deber.

Según Lipovetsky, la historia de la ética muestra tres etapas: el deber con fundamento divino, el deber meramente civil, y la sustitución del deber por el individualismo. Así que hemos entrado en la época posmoral, después de superar los antiguos deberes incondicionales.

El libro es una radiografía de los modos de pensar y vivir actuales, aunque el territorio explorado se ciñe a las democracias avanzadas. Ello no impide a Lipovetsky hacer de «su mundo» un criterio absoluto para juicios globales.

El estilo es brillante y sugestivo. La documentación, abundante y precisa, en la línea de la mejor sociología. Pero la sociología no es la ética, aunque Lipovetsky las equipara: dejar constancia de lo que hay, sin pretensión de discutir lo que debería haber (ya hemos dicho que el deber no existe). Pero la descripción del estilo posmoderno de vivir y pensar no es neutra. Lipovetsky se entrega a un apasionado ejercicio maniqueo de calificación y descalificación. Toda la moral basada en el deber -religioso o laico- le parece rigorista, e intransigente, saturada por el imperativo desgarrador de la obligación moral.

Si el laicismo actual está bien dibujado, la historia universal de la moral es sometida por Lipovetsky a dos asombrosas desfiguraciones. Primera: meterla toda entera en el mismo saco. Y segunda: empeñarse en hacer creer que se trata del saco del dogmatismo, del rigorismo, del punto de vista absolutista.

Demasiadas páginas constituyen un apasionado panfleto contra la moral cristiana, concretada en tres puntos claves: la conciencia, la moral sexual y el aborto. Lipovetsky no se molesta en aportar argumentos, y descalifica como «integrismo cristiano» las opiniones diferentes.

A veces da la impresión de que Gilles Lipovetsky vive en el país de las maravillas. Sobre la tumba del deber ha de crecer el «individualismo responsable», una nueva cuadratura del círculo: como si la responsabilidad pudiera sostenerse sin el deber. Semejante optimismo suena a música celestial compuesta para el regreso del buen salvaje, y no precisa a qué cuenta de resultados hay que apuntar el deterioro social que ha suscitado el nuevo afán de reflexión ética.

José Ramón Ayllón

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