Quien ame el árbol, sobre todo en su sitio natural, el bosque, disfrutará de esta voluminosa novela –casi 850 páginas–, de Annie Prouxl (Connecticut, 1935) y hasta sentirá que se acabe. Entre otras cosas, porque el final no es precisamente lo mejor.
La historia va de dos sagas familiares, desde 1693 hasta 2013. Una saga desciende de un francés, René Sel, que se casa con una india micmac, en las proximidades del actual estado de Maine. Son sucesivas familias que tienen que ver el avance de los colonos y sobre todo de la actividad de una poderosa industria maderera, fundada por el iniciador de la otra saga, los Duquet, luego Duke.
En medio pasan sucesos capitales como la apropiación por Inglaterra de Nueva Francia (Canadá), la independencia de los Estados Unidos, la guerra de Secesión, las dos guerras mundiales, la depresión… Pero ese es el trasfondo, dado por supuesto, solo mencionado.
Teniendo que referirse a tantas personas, casi cien, es lógico que Proulx no pueda profundizar en muchas de ellas. Pero cuando lo hace –así con el micmac Kuntav o su mágico hijo, Jinot, o, de la otra saga, el poderoso James Duke o la enérgica, activa y cerebral Lavinia, su única hija– la novela alcanza momentos de gran calidad.

En medio, los árboles. Los bosques del bello pino blanco del Maine (Pinus strobus), talados, conducidos hasta los aserraderos y luego a los puertos para suministrar madera a medio mundo. Y cuando ya apenas quedan en Maine, van por más junto a los grandes lagos, en Detroit. Y después a la costa del noroeste.
No solo. Las grandes compañías madereras se enteran de que hay bosques distintos en Nueva Zelanda. Y allá van para derribar los soberbios kauris, los rimus… Y hasta los bosques tropicales de Sudamérica.
Durante siglos, casi todo se hacía con madera y los bosques estaban allí, indefensos, sin que hubiera la más mínima idea de la gestión del bosque, de reforestación. En la novela, solo trabaja en eso el marido de Lavinia, el alemán Dieter, y luego algunos de sus descendientes.
No me ha gustado nada el ataque a lo católico (lo que es casi una cláusula de estilo en algunos novelistas de hoy), en este caso afirmando que los curas y monjas (¿todos?) maltrataban a los indios y abusaban de ellos. Extraña que en una novela tan detallista se haga una generalización injusta, como todas las generalizaciones. Son tres o cuatro alusiones, pero sobraban.