A Terry Eagleton, que ha reconocido su compromiso con el marxismo clásico en tiempos posideológicos, le gusta la polémica. El tema que ha elegido para este libro no es inocente: la cultura se ha convertido en un talismán para toda suerte de reivindicaciones, en un término sagrado que se ha ido progresivamente ampliando, hasta desbancar, ya en el campo político, la lucha por mejorar las condiciones materiales de vida.
Para un marxista tan coherente como pretende ser Eagleton, la divergencia entre cultura y naturaleza, propia del posmodernismo, independiza a las obras del espíritu de su entramado material y, por tanto, disuelve el potencial crítico y emancipador asociado precisamente a lo cultural. Sin embargo, su vocación liberadora también se ha debilitado con motivo de la irrupción de la industria cultural, que ha hecho más fácil el acceso a la cultura, pero ha devaluado su sentido, convirtiendo su consumo en un factor de distinción social más.
Eagleton deplora el relativismo paradójico que resulta de la “política identitaria” y de convertir la “diferencia cultural” en un absoluto. Embiste sarcásticamente contra las tendencias “políticamente correctas” de la nueva izquierda, a la que saca los colores por abanderar cruzadas artificiosas y etéreas –el género, la diversidad, e incluso, podríamos decir, el ateísmo– que preocupan a la clase acomodada y culta, sí, pero desgraciadamente eclipsan las reclamaciones de clase y las asociadas con el poder, la justicia material y la lucha contra la miseria.
Sin necesidad de estar de acuerdo con sus premisas, ni con sus conclusiones, hay que reconocer al pensador británico la valentía de pensar a contracorriente. En el caso de la cultura, ha conseguido extender la sombra de la sospecha sobre aquellas propuestas ideológicas que juegan con el término y lo vacían de su auténtico significado.
