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Una noción ampliada de justicia laboral

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Con motivo de la sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (28 abril-2 mayo 2017), el santo Padre envió un mensaje, fechado el 24 de abril, dirigido a su presidente, la Prof. Margaret Archer. El tema de la sesión era: “Hacia una sociedad participativa: nuevas vías para la integración social y cultural”. Hemos seleccionado algunos párrafos especialmente significativos.

Podemos decir que la sociedad es ante todo un proceso participativo: de bienes, de roles, de estatutos, de ventajas y desventajas, de beneficios y cargas, de obligaciones y deberes. Las personas son “partners”, es decir, “toman parte” en la medida en que la sociedad distribuye esas partes. Dado que la sociedad es una realidad participativa para el intercambio mutuo, tenemos que imaginarla, a la vez, como un todo irreductible y como un sistema de interacción entre las personas. La justicia, entonces, se puede considerar la virtud de los individuos y de las instituciones, que, respetando los derechos legítimos, se encaminan a promover el bien de aquellos que toman parte.

Ampliar la noción de justicia

El primer punto sobre el que deseo llamar vuestra atención es la ampliación, hoy necesaria, de la noción tradicional de la justicia, que no puede ser restringida al juicio sobre la distribución de la riqueza, sino que debe llegar hasta el momento de su producción. No es suficiente, por lo tanto, reclamar “la justa merced al obrero”, como nos había recomendado la Rerum novarum (1891). También hay que preguntarse si el proceso de producción se lleva a cabo o no en conformidad con la dignidad del trabajo humano; si acoge o no los derechos humanos fundamentales; si es compatible o no con la norma moral. Ya en la Gaudium et spes se lee en el n. 67: “Por tanto, es necesario adaptar todo el proceso de producción a las necesidades de la persona y a sus formas de vida”. El trabajo no es un mero factor de producción que, como tal, debe adaptarse a las necesidades del proceso productivo con el fin de aumentar la eficiencia. Por el contrario, es el proceso de producción el que debe ser organizado de una manera que permita el crecimiento humano de las personas y la armonía de los tiempos de la vida familiar y laboral.

(…) Por eso, la doctrina social de la Iglesia insta a encontrar maneras de poner en práctica la fraternidad como un principio regulador del orden económico. (…) El llamamiento es el de remediar el error de la cultura contemporánea que nos ha hecho creer que una sociedad democrática puede progresar separando el código de la eficiencia –que por sí sola sería suficiente para regular las relaciones entre los seres humanos en la esfera económica– y el código de la solidaridad –que regularía las interrelaciones dentro de la esfera social–. Esta dicotomía ha empobrecido nuestras sociedades.

(…) Mientras que la solidaridad es el principio de la planificación social que permite a los desiguales llegar a ser iguales, la fraternidad permite a los iguales ser personas diversas. La fraternidad permite a las personas que son iguales en su esencia, dignidad, libertad y en sus derechos fundamentales, participar de formas diferentes en el bien común de acuerdo con su capacidad, su plan de vida, su vocación, su trabajo o su carisma de servicio. Desde el comienzo de mi pontificado he querido mostrar que “en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros” (Evangelii gaudium, 179). (…)

No disolver la auténtica fraternidad

Lo que es más inquietante hoy en día es la exclusión y la marginación de la mayoría de las personas de una participación más equitativa en la distribución a escala nacional y planetaria de los bienes, tanto de mercado como no mercantiles, como la dignidad, la libertad, el conocimiento, la pertenencia, la integración, la paz. (…) A pesar de que vivimos en un mundo donde la riqueza es abundante, muchas personas siguen siendo víctimas de la pobreza y de la exclusión social. Las disparidades –junto con las guerras de dominación y el cambio climático– son las causas de la mayor migración forzosa de la historia, que afecta a más de 65 millones de seres humanos. Pensemos también en la creciente tragedia de las nuevas esclavitudes en las formas de trabajo forzado, de prostitución, de tráfico de órganos, que son verdaderos crímenes contra la humanidad. (…)

No es capaz de futuro una sociedad en la que se disuelve la verdadera fraternidad; es decir, no es capaz de progresar la sociedad en la que sólo existe el “dar para recibir” o el “tener que dar”. Por eso, ni la visión del mundo liberal-individualista, en la que todo (o casi) es trueque, ni la visión centrada en el Estado en la que todo (o casi) es obligación, son guías seguras para llevarnos a superar la desigualdad, la inequidad y la exclusión en que nuestras sociedades están sumidas. Se trata de buscar una salida a la alternativa sofocante entre la tesis neoliberal y la neoestatalista. (…)

Desarrollo humano integral

(…) Luchar por el desarrollo integral significa comprometerse en la ampliación del espacio de la dignidad y la libertad de las personas: la libertad entendida, sin embargo, no sólo en sentido negativo como la ausencia de impedimentos, ni tampoco sólo en el sentido positivo como posibilidad de elección. Hay que añadir la libertad “para”, es decir, la libertad de seguir la propia vocación de bien tanto personal como social. La idea clave es que la libertad va de la mano con la responsabilidad de proteger el bien público y promover la dignidad, la libertad y el bienestar de los demás, hasta llegar a los pobres, a los excluidos y a las generaciones futuras. Es esta perspectiva la que, si en las condiciones históricas actuales, nos hace superar las diatribas estériles en el ámbito cultural y los conflictos perjudiciales a nivel político, nos haría encontrar el consenso necesario para nuevos proyectos.

El camino indicado por la doctrina social de la Iglesia parte del reconocimiento de que el trabajo, incluso antes que un derecho, es una capacidad y una irreprimible necesidad de la persona. Es la capacidad humana de transformar la realidad para participar en la obra de la creación y la conservación realizada por Dios, y haciendo así, de construirse a sí mismo. Reconocer que el trabajo es una capacidad innata y una necesidad fundamental es una declaración mucho más fuerte que decir que es un derecho. Y esto porque, como la historia enseña, los derechos pueden ser suspendidos o incluso negados; las capacidades, las aptitudes y las necesidades, si son fundamentales, no.

A este respecto se puede hacer referencia al pensamiento clásico, desde Aristóteles a Tomás de Aquino, sobre el actuar. Ese pensamiento distingue dos tipos de actividades: el hacer transitivo y el actuar inmanente. (…) Ahora bien, ya que en el hombre no existe una actividad tan transitiva que no sea también inmanente, se deduce que la persona tiene la prioridad frente a su acción y por lo tanto frente a su trabajo.

La primera consecuencia se expresa bien con la clásica afirmación operari sequitur esse [el obrar sigue al ser] (…) Cuando el trabajo ya no es expresión de la persona, porque ya no incluye el sentido de lo que está haciendo, el trabajo se convierte en esclavitud; la persona puede ser sustituida por una máquina.

Buscar nuevos caminos

La segunda consecuencia pone en cuestión la noción de justicia laboral. El trabajo justo es el que no sólo garantiza una remuneración justa, sino que corresponde a la vocación de la persona y por lo tanto es capaz de desarrollar sus capacidades. (…) El lugar de trabajo no es simplemente el lugar en que se transforman determinados elementos, de acuerdo con ciertas reglas y procedimientos, en productos; es también el lugar en el que se forman (o transforman) el carácter y la virtud del trabajador. (…)

Por último, no puedo dejar de mencionar los graves riesgos asociados con la invasión, en los niveles más altos de la cultura y la educación, tanto en las universidades como en las escuelas, de las posiciones del individualismo libertario. (…) Niega la validez del bien común, ya que presupone, por un lado, que la idea misma de “común” implica la constricción de al menos algunos individuos; por otro, que la noción de “bien” priva a la libertad de su esencia.

La radicalización del individualismo en términos libertarios, y por lo tanto anti-sociales, conduce a la conclusión de que cada uno tiene el “derecho” de expandirse hasta donde su poder se lo permita incluso al precio de la exclusión y la marginación de la mayoría más vulnerable. (…)

El siglo XV fue el siglo del primer humanismo; a principios del siglo XXI se advierte cada vez más fuerte la necesidad de un nuevo humanismo. (…) El aumento endémico de las desigualdades sociales, el tema de la migración, los conflictos de identidad, las nuevas formas de esclavitud, la cuestión ambiental, los problemas de biopolítica y de bioderecho son sólo algunas de las cuestiones que hablan del malestar de hoy. Frente a estos desafíos, la mera actualización de las viejas categorías de pensamiento o el recurso a técnicas sofisticadas de decisión colectiva no son suficientes; es necesario buscar nuevos caminos inspirados en el mensaje de Cristo.

(…) En la medida en que el Señor reine en nosotros y entre nosotros, podremos participar en la vida divina y seremos unos para otros “instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 5). Esta es el deseo que os manifiesto y que acompaño con mi oración para que en la Academia de Ciencias Sociales no falte nunca la ayuda vivificadora del Espíritu.

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