La forma en que se valora la religión en muchos países occidentales tiene bastante de incoherente: cuando comparece en el espacio público provoca un mohín de sospecha, o al menos de cierto desdén, como si fuera un desagradable borrón en el vistoso lienzo de las sociedades “emancipadas”; al mismo tiempo, se la mira con complacencia o incluso con ternura dentro del ámbito privado, sobre todo si quien la practica pertenece a la categoría de los débiles o los perdedores.
Como nos recuerdan muchas películas, es bonito e inspirador que rece un pobre, un enfermo o un desgraciado (eso sí, en su casa y sin hacer demasiado ruido). Pero ¿por qué habría de hacerlo una persona “normal”, ante quien la vida se muestra completamente disponible?
Este tipo de planteamientos admiten, pues, el papel “terapéutico” de la religión, pero a cambio de desdeñar su aportación antropológica, social y metafísica sin tomarse la molestia de discutirla.
Las cárceles son un ámbito interesante para estudiar el efecto “restaurativo” de la religión. Aunque se trata de espacios de titularidad y gestión pública, hasta en la laicista Francia existen capellanes y servicios religiosos dentro de los presidios. Y esto es así no solo como una muestra de tolerancia, sino porque se considera que la religión puede ser una herramienta para la reinserción de los presos (ciertamente, esta confianza, que es clara respecto a las confesiones cristianas, no lo es tanto cuando se trata del islam).
Byron Johnson ha dedicado gran parte de su carrera académica a investigar los efectos positivos de la religión a nivel individual y social. Además de ser profesor de Ciencias Sociales en la Baylor University (Texas, EE.UU.), dirige en esa misma universidad el Instituto para los Estudios Religiosos, es codirector del Centro para la Fe y el Bien Común de la Universidad de Pepperdine y ha participado en la fundación del Instituto para la Libertad Religiosa (con sede en Washington) y del Human Flourishing Program, de la Universidad de Harvard, junto con Tyler VanderWeele.
La práctica de la religión mejora el comportamiento de los presos durante su estancia, y reduce la reincidencia en el crimen después
Johnson ha dedicado especial atención a los efectos de la religión en los presos. Para ello, ha visitado cárceles de distintos continentes. Allí ha documentado, con las mejores herramientas de la investigación sociológica, cómo la fe tiene un impacto muy beneficioso en sus vidas, durante su reclusión y después.
Menos reincidencia, mejor comportamiento, más esperanza
Uno de los efectos más visibles –y más fácilmente cuantificables– es la menor reincidencia en el crimen que se da entre los presos que entre rejas llevaron una vida religiosa más activa. Las distintas investigaciones del equipo de Johnson han documentado esta relación en presidios de distintas partes del mundo, desde Estados Unidos a Sudáfrica o Colombia, por lo que se puede decir que este efecto no depende de la cultura nacional. Igualmente, el impacto de la religión se observa tanto en presos condenados por delitos leves y que cumplieron condenas de tan solo unos meses, como en otros que han cometido delitos graves, y fueron recluidos en cárceles de máxima seguridad.
Pero los efectos positivos no se quedan solo en la reducción de la reincidencia. Las investigaciones de Johnson muestran que, incluso en presos que han sido condenados a cadena perpetua, y que por tanto no tienen esperanza de salir, la práctica de la religión entre rejas provoca un aumento del “comportamiento pro-social”: más generosidad y ayuda a otros presos, mayor capacidad de perdonar, más participación en actividades grupales voluntarias dentro de la cárcel, etc.
En muchos de ellos el cambio es incluso más profundo, pues afecta a la identidad, y no solo al comportamiento. En declaraciones a Aceprensa, Johnson explica que una mayoría de los presos, especialmente los que afrontan condenas más largas, arrastran muchas heridas en su biografía. Encontrarse con Dios y sentirse perdonados y queridos por él les permite reconciliarse con su “yo del pasado”. No se trata, con todo, de una indulgencia ingenua o complaciente. De hecho, el concepto de “rendición de cuentas” (reconocer los errores cometidos, que frecuentemente tuvieron consecuencias graves para otras personas y para ellos mismos) es importante para poder construir un “yo del presente” sano, que les permita mirar su vida con realismo pero “sin desesperación”.
Así, pueden imaginar un “yo futuro” en el que proyectarse, algo que un buen número de ellos no habían hecho nunca. Como explica Johnson, este es el caso de muchos reclusos que fueron miembros de bandas violentas, y que “no esperaban llegar a los 25 años”.
Florecimiento humano: no solo bienestar o lazos sociales
Con todo, el efecto transformador de la religión se ve, mejor que en ningún otro caso, entre los condenados a la pena capital. Aquí, la esperanza a la que abre la puerta la religión no es la de reconstruir sus vidas de cara al futuro fuera de cárcel, sino –como explica Johnson– al futuro en sentido más radical: “la vida eterna”. Es esta esperanza la que actúa entonces como verdadera “fuente de sentido”.
Johnson cuenta, a este respecto, una conversación que mantuvo con un preso que esperaba su ejecución en el corredor de la muerte. Cuando le preguntó cómo era posible mantener tanta paz de espíritu en esa situación, el reo le contestó que, en realidad, todo el mundo tiene su propia sentencia de muerte, solo que él ya conocía la fecha de cumplimiento de la suya.
Johnson cita este caso como un ejemplo claro de verdadero “florecimiento humano” (human flourishing), un concepto que ha investigado a fondo desde el Human Flourising Program.
El efecto positivo de la religión en los presos no se reduce a los lazos comunitarios que genera
En algunos ámbitos –especialmente en el Occidente secularizado– a veces se entiende este término en un sentido un tanto reduccionista, como sinónimo de bienestar físico y emocional. Sin embargo –explica Johnson–, el florecimiento humano es compatible con el sufrimiento, con la reclusión o incluso con la certeza de una muerte cercana, como le demuestra su investigación en las cárceles.
Otras veces, al pensar en el florecimiento humano, se pone el acento en el papel que tienen los vínculos sociales (amistades, familia, participación en la vida pública, etc) para lograr una vida plena. Aplicando este concepto a la religión, hay quien, reconociéndola un efecto positivo, lo atribuyen únicamente a los lazos comunitarios que facilita (sentido de pertenencia a un grupo, vida parroquial junto al resto de feligreses), por lo que ese impacto se podría conseguir igualmente mediante otras intervenciones “socializantes”.
Johnson no minusvalora el papel “comunitario” de la vida religiosa. De hecho, recalca la importancia de que los reos, al abandonar la prisión, encuentren grupos de apoyo que puedan dar continuidad a los lazos creados entre rejas en torno a la religión. “La propia Biblia manda no dejar de reunirse para rezar. No estamos hechos para vivir aislados, y no hay duda de que las comunidades religiosas son muy poderosas como redes de apoyo”. Sin embargo, su investigación muestra que la fe en sí misma (y en particular la conciencia de “ser responsables antes Dios”) tiene un papel beneficioso en la vida de los reos durante su reclusión y después de ella, más allá de los lazos sociales. Si solo importara lo comunitario de la religión, –explica–, los efectos no serían tan hondos y perdurables. “Es la relación personal con Dios la que ayuda a muchos presos a tomar importantes decisiones para su vida cuando se presentan los dilemas, la posibilidad de desviarse del camino correcto”.
Si funciona dentro de las cárceles, ¿por qué no fuera?
La investigación de Johnson suscita una pregunta: si la religión tiene en los presos estos efectos positivos, tanto a nivel personal como a nivel social, ¿por qué no podría tenerlos también en los ciudadanos libres? ¿Por qué esa suspicacia hacia la presencia de lo religioso en el ámbito público?
Más allá de los debates “académicos” en torno a las distintas formas de entender la separación entre Iglesia y Estado (una separación, explica Johnson, que en Estados Unidos se entiende como una forma de salvaguardar sobre todo la independencia de la primera respecto al segundo, no al revés como en Europa), existe, según el investigador estadounidense, una “hostilidad real” a la religión en muchos países del mundo.
Esta hostilidad sería entendible “si la evidencia científica sobre sus efectos mostrara que provoca más daños que beneficios”. Sin embargo, explica Johnson, aunque evidentemente la religión o –determinadas personas religiosas– han podido causar heridas profundas a algunos, la investigación apunta más bien a la realidad contraria: ser creyente se asocia a una mayor actividad filantrópica, mejor salud matrimonial y familiar, más esperanza de vida, o más participación en la vida política. Entonces, ¿por qué no nos basamos en los datos para diseñar las leyes o los programas sociales?