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Prensa y religión: ¿un choque de culturas?

publicado
DURACIÓN LECTURA: 15min.

La Iglesia católica como objeto de información
Muchas veces los malentendidos entre prensa e Iglesia se deben a que el periodista intenta aplicar marcos interpretativos inadecuados; otras, a que el lenguaje utilizado en documentos o declaraciones de la Iglesia provocan malas interpretaciones al trasladarse al gran público. Pero no debe haber choque de culturas, si hay profesionalidad, sostiene Diego Contreras en su libro recién publicado: «La Iglesia católica en la prensa» (1), del que reproducimos unos párrafos.

Se puede decir que la práctica periodística muestra a veces un déficit para reflejar, en un texto breve, sencillo y atractivo, una realidad compleja; y aún las realidades más simples las expone con un sello característico. A la vista de esas limitaciones, se entiende que algunos sostengan que los criterios periodísticos habituales no son los más idóneos para enfocar contenidos de naturaleza religiosa. Se argumenta, por ejemplo, que con el solo bagaje de los valores noticiosos es difícil cubrir adecuadamente un tema delicado, donde el matiz es muy importante. La religión no es el único campo que tolera mal esas estrecheces. Ocurre algo parecido con el mundo de las ideas o con la actividad científica en general.

El periodista que sigue la actividad de la Iglesia debe conocer sus características; al menos, cómo se considera la Iglesia a sí misma en los documentos autorizados. Esa referencia le permite confrontarse con datos objetivos y no con una genérica noción de Iglesia, que podría estar marcada por su visión personal (la idea de Iglesia de quien escribe).

Un punto de partida necesario para comprender a la Iglesia es contemplarla como una realidad «constituida por un elemento humano y otro divino», visible y espiritual a la vez (Concilio Vaticano II, «Lumen Gentium», n. 8). Son dos facetas que se integran: una no existe ni se entiende sin la otra. En este sentido, puede ser útil recurrir a la metáfora del iceberg: la prensa da cuenta de lo que asoma, pero para captar la naturaleza de la Iglesia hay que tener presente también lo que no se ve, pues esa dimensión ayuda a explicar su lógica de actuación.

Peculiaridades de la Iglesia

Es preciso comprender esa lógica de fondo, pues no coincide con la lógica de una empresa ni con la de un partido político, ni tan siquiera con la de otras realidades religiosas, aunque tengan elementos comunes. El problema se plantea cuando algunos de esos rasgos característicos de la Iglesia católica chocan con los criterios usuales de una sociedad, como la occidental, basada sobre el gobierno de la opinión pública.

Se enumeran a continuación algunas peculiaridades de la Iglesia que pueden resultar problemáticas en relación con la actividad periodística:

1. La Iglesia cuenta con un depósito de doctrina, que incluye una visión sobre el hombre como criatura de Dios. Es un depósito que no puede modificar arbitrariamente, sino solo explicitar mejor: exponerlo del modo más claro posible, según aconsejen las circunstancias históricas. Ese cuerpo doctrinal procede de la Sagrada Escritura y la tradición apostólica, interpretadas por el Magisterio de la Iglesia. La existencia de verdades inmutables parece chocar con el carácter frágil e histórico de la mayoría de las verdades humanas (las ciencias, por ejemplo, hacen progresos, se actualizan, etc.). En los casos más extremos, cuando se asume una visión relativista, lo que se pone en tela de juicio es la misma existencia de verdades; o, al menos, cuesta aceptar la superioridad de unas verdades sobre otras, pues parecería contrario al principio de igualdad.

2. Las enseñanzas de la Iglesia en materias de fe y moral son, a veces, complejas y muy matizadas. Es preciso exponerlas con el vocabulario adecuado, que es con frecuencia «técnico», lo que implica -para su adecuada comprensión- un bagaje de conocimientos previos del que carece buena parte de la sociedad actual. Esa complejidad es un escollo, pues los textos periodísticos privilegian las historias breves, sencillas, con impacto, etc., en las que es laborioso reflejar esos matices.

No democracia, sino comunión

3. La Iglesia no sigue en su organización el modelo democrático, sino el de la comunión: es decir, el de la unidad, que no es sinónimo de «consenso político». Elemento esencial de la unidad es el Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, a quien Cristo eligió como cabeza de sus apóstoles (cuyos sucesores son los obispos). La prensa en una sociedad democrática tiende -posiblemente, sin ser consciente de ello- a imponer criterios democráticos en todas las organizaciones. Le cuesta entender a una sociedad jerárquica como la Iglesia, cuyos líderes no son elegidos por el pueblo. Ve como censura lo que signifique mantener el «control» de las enseñanzas. En consecuencia, suele tratar a los disidentes (por ejemplo, los teólogos que contradicen al Magisterio de la Iglesia) como adalides de la libertad; no comprende el ingrediente de infidelidad a un depósito, del que no se es propietario, que entrañan con frecuencia esos comportamientos.

4. Al mismo tiempo, y en contra de la percepción que a veces pueda existir, la Iglesia tiene una organización muy autónoma y descentralizada, pues los obispos en unión con el Papa son pastores de su propia jurisdicción y no simples «directores de sucursales». El Papa interviene para garantizar la comunión y el depósito de la fe, pero no lo hace al modo «eficientista» del presidente de una empresa. Esa estructura peculiar puede provocar en ocasiones la sensación de escasa eficacia, poca rapidez o incluso falta de coordinación.

5. Un aspecto particularmente confuso para la opinión pública es la cuestión de la infalibilidad del Papa, pues a veces se identifica con una patente de libre arbitrariedad que contrastaría con la independencia de juicio del hombre contemporáneo. El Papa es infalible cuando declara «ex cathedra» que una afirmación que concierne la fe o la moral pertenece al depósito de la Revelación. Infalible no significa que lo «sabe todo», sino que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo cuando define esa verdad. La misma propiedad la poseen los concilios ecuménicos, en unión con el Papa, y las enseñanzas del magisterio ordinario y universal (es decir, cuando aun sin haber un acto solemne, todos los obispos coinciden en que alguna verdad debe considerarse como definitiva). (…) Con frecuencia, lo que en realidad se cuestiona no es tanto la infalibilidad sino la primacía del Papa.

Lo esencial y lo opinable

6. En la doctrina de la Iglesia (…) hay un amplio campo de cuestiones abiertas, en las que es legítima la diversidad de opiniones. Una de las misiones del magisterio de la Iglesia es precisamente fijar esas fronteras: distinguir lo que es esencial a la doctrina de Cristo, lo que se deriva de esa doctrina y los campos de libre discusión. (…) Existe el riesgo de nivelar todas las intervenciones, de modo que se puede acabar dando el mismo peso, por ejemplo, a un artículo publicado en un semanario católico que a una encíclica del Papa. Ambos se presentan como «lo que dice la Iglesia».

7. Si bien algunas enseñanzas prácticas de la doctrina de la Iglesia no admiten excepciones (por ejemplo, el rechazo del aborto), en otros casos se trata de principios generales que toca a las personas concretas aplicar, una vez valoradas las circunstancias, pues se pueden llevar a la práctica de modos diversos. Ahí se incluyen los principios de moral social (doctrina social de la Iglesia), los cuales no ofrecen modos de aplicación unívocos.

8. La prensa está acostumbrada a cubrir la actuación de los políticos, cuyo arte básico es la maniobra (sin dar a esta expresión necesariamente un contenido negativo) y dependen de la popularidad, pues su radio de acción es a corto plazo: son características que no se pueden trasladar tal cual a la Iglesia.

9. Los veinte siglos de historia de la Iglesia ofrecen un ejemplo elocuente de que su doctrina, muchas veces «impopular», no ha sido inventada por los hombres, pues de lo contrario se hubiera adaptado a las corrientes y a las presiones del momento. También muestra que, a pesar de las circunstancias históricas adversas y de los errores de los propios hombres, la Iglesia se sigue difundiendo por todo el mundo, al margen de las culturas, razas, etc., dando lugar a ejemplos de santidad y de dedicación al prójimo reconocidos unánimemente. Sin embargo, en ocasiones la atención periodística se concentra en episodios históricos que exigen una explicación compleja, como el «caso Galileo», la inquisición, las cruzadas y, últimamente, el holocausto hebreo. Se acaban así formando estereotipos en los que se identifican las actuaciones -reales o presuntas- de las personas con los dictámenes de la fe; y se reduce una historia dos veces milenaria a cuatro clichés.

(…) Subrayar la diversidad intrínseca del cristianismo no quiere decir que se propugne un tratamiento periodístico privilegiado. Lo que parece necesario es ser conscientes de esas características -de esa lógica- para entender el comportamiento de las personas y para no enfocar la realidad de la Iglesia con criterios que serían más adecuados para otro tipo de instituciones. Para conseguirlo no se requiere tener fe, sino una profesionalidad basada en la honradez, porque también aquí hay que dar a cada uno lo suyo, que en este caso se traduce en tratar a cada realidad conforme a lo que es.

_____________________(1) Diego Contreras. «La Iglesia católica en la prensa». EUNSA. Pamplona (2004). 379 págs. 22 €.Mecanismos de distorsiónEn la Asamblea de delegados de medios de comunicación social de las diócesis españolas, Diego Contreras, profesor de análisis y práctica de la información en la Facultad de Comunicación de la Universidad Pontifica de la Santa Cruz (Roma), pronunció una ponencia sobre la información religiosa, a la que pertenecen estos párrafos.

Ante un texto difícil o una respuesta matizada, la réplica periodística puede ser buscar el interés por otras vías, con el pretexto de la rapidez y la necesidad de simplificar (frecuentes coartadas de la pereza profesional). Tales distorsiones se dan en todos los ámbitos periodísticos, pero tal vez en las informaciones que se refieren a la Iglesia católica aparecen con una impunidad que sería implanteable en campos como la información económica.

Los artificios que constriñen la realidad con el fin de hacerla más noticiable, a la vez que la deforman, son muy variados. Con ánimo sintético, se podrían destacar los tres siguientes:

1) Tendencia a informar de los ecos y respuestas que provocan las declaraciones de la jerarquía eclesiástica, al tiempo que se soslaya cuál fue efectivamente el contenido original de la declaración.

De un documento teológicamente denso se pueden escribir decenas de informaciones y artículos sin que se ofrezca al lector qué dice el documento: se privilegian las reacciones sobre lo que «se supone» que dice, de modo que se crea una discusión sobre una base muchas veces inexistente. Se asiste en ocasiones a una especie de «efecto Pavlov»: basta oír de qué se habla para reaccionar de una determinada manera, activando los estereotipos y dejando de lado el contenido efectivo.

Esta conducta no se limita a documentos teológicos. Recuerdo que, en 1993, Juan Pablo II escribió una carta al arzobispo de Sarajevo para pedirle que la Iglesia local fuera solidaria con las mujeres violadas durante el conflicto bélico (casi todas musulmanas), ayudándoles en lo posible a acoger la vida inocente nacida en ellas como fruto de la violencia. El contenido de la carta fue transformado por algunos medios en una orden perentoria del Papa a las mujeres bosnias, con la que les decía que estaban obligadas a dar a luz. Esas interpretaciones se contagiaron a otros medios, de modo que una delicada invitación a la solidaridad -no dejar solas a esas mujeres- que Juan Pablo II dirigía a la comunidad católica se convirtió en un «mandato» dictado por el fanatismo. Se creó un «caso virtual» sin base en la realidad. Hubiera bastado leer el mensaje del Papa, que fue publicado y constaba de tan solo un folio.

2) Presentación de datos ciertos incrustados en interpretaciones verosímiles, pero falsas.

Aunque no es un fenómeno nuevo, en los últimos tiempos está proliferando la publicación de informaciones en las que hay algunos datos verdaderos, pero el conjunto es falso, aunque con apariencias de verosimilitud. Son informaciones construidas desde el propio escritorio por medio, por ejemplo, de la «descontextualización»: la noticia saca de quicio un aspecto, una frase, etc. de modo que se le otorga un significado nuevo y más interesante. Si en la misma noticia se ofreciera el contexto, perdería valor noticioso.

Otro modo de producir informaciones falsas con datos ciertos es la «yuxtaposición»: en el texto se ponen en relación dos aspectos que, en realidad, están separados; de ese enfrentamiento artificioso surge la «chispa» de la noticiabilidad. Puede tratarse de dilemas (verdaderos o falsos), contrastes, paradojas, o simples hechos entre los que no hay conexión.

3) Recursos estilísticos con los que se busca conseguir la apariencia de que el texto se basa en informaciones recabadas por el periodista

Se juega aquí, por ejemplo, con el uso de las citas y de las fuentes, pero presentadas de modo genérico. En muchos casos, detrás de frases hechas como «según los observadores» o «según fuentes eclesiásticas», se entrevé al propio periodista, que se sirve de esas expresiones como de un recurso retórico, pues siente el «imperativo» profesional de adjudicar a otros lo que son sus propios comentarios y puntos de vista. Se escriben textos de opinión con la apariencia externa de textos informativos.

Con el uso de fuentes anónimas se da además un fenómeno curioso: esas alusiones pierden su carácter de anonimato cuando pasan de un diario a otro; ya no importa si el origen fue un «se dice», pues se citan como si se tratara de informaciones contrastadas.

En el ámbito de la información sobre la Iglesia católica se llega a veces a la conclusión de que «interesa» presentar el mundo eclesiástico como opaco, impenetrable o poco diáfano. Al margen del grado de verdad que pueda contener esa opinión, se usa el estereotipo de «la Iglesia poco transparente» como estrategia con la que se pretende sutilmente justificar el recurso a fuentes no identificadas, con el fin de introducir la propia visión como si se tratara de «datos que se han obtenido». Se recurre a una «flexibilidad» que sería impensable en otros ámbitos de la información.

Es preciso recordar -y casos recientes de abusos periodísticos lo han vuelto a poner de relieve- que es una praxis habitual que se identifique a los autores de las citas, más aún cuando éstas son peyorativas para terceros. En el fondo, la credibilidad del periodista depende, en gran parte, de que las fuentes que utilice sean identificables.

Simplificar sin traicionar

A veces, puede fallar la comprensión de los mensajes, pero en otras ocasiones el fracaso hay que situarlo en el origen. El problema se plantea frecuentemente cuando lo que originan las noticias son documentos o declaraciones institucionales.

Muchos documentos de la Iglesia se dirigen a un receptor teológicamente formado. En esos casos, los redactores del documento no consideran necesario el uso de la argumentación ni la explicación de los términos usados, pues dan por descontado su conocimiento en el receptor. El problema surge al proyectar ese contenido al público general, lo que puede provocar malentendidos en el uso de determinadas expresiones, incluso corrientes. Por ejemplo, si el obispo de una diócesis afirma -ante un determinado comportamiento poco ejemplar de terceras personas-, que es preciso «evitar el escándalo», esa expresión tendrá un significado muy diverso del pretendido: «evitar el escándalo», en su uso teológico, se refiere a evitar aquello que pueda inducir a otros a pecar, mientras que el uso cotidiano se ha deslizado al significado de evitar aquello que pueda dañar la propia imagen.

«Traducir» para el público

Si no sería lógico sacrificar el rigor en aras a una supuesta inteligibilidad, lo que sí parece conveniente es no relegar la dimensión comunicativa a la hora de elaborar y difundir esos documentos. Es preciso conseguir que esas realidades complejas lleguen, en la medida de lo posible, «reelaboradas» al gran público, lo cual exige a veces cualidades expresivas poco comunes. Para el Magisterio no es una materia secundaria, pues no hay que olvidar que incluso los mismos fieles reciben ordinariamente la primera noticia de esos pronunciamientos doctrinales -y, con frecuencia, la única- a través de los medios de comunicación.

Esa reelaboración consiste en «traducir» para el público general un contenido que ha sido previamente pensado en un contexto especializado. En muchos casos, esto requiere pasar del «discurso institucional» (con su estructura rígida, tono aseverativo y terminología unívoca) al tipo discursivo propio de los géneros periodísticos (los cuales poseen otra estructura y usan el lenguaje común).

La «traducción» hay que ofrecerla, sobre todo, por medio de la argumentación -habitualmente ausente en los textos «institucionales»- y a través de marcos interpretativos, metáforas y ejemplos que capten el sentido global del discurso y se puedan plasmar en títulos y primeros párrafos, donde hay poco espacio para el matiz. El desafío es conseguir que esas síntesis no traicionen el contenido real, que se presenta más elaborado en el cuerpo de la información o del artículo.

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