Personalismo frente a individualismo

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Equívocos y malentendidos sobre dos mentalidades
Personalismo e individualismo son dos mentalidades con frecuencia confundidas, quizá porque suelen utilizar una misma terminología. En este artículo de Cormac Burke, juez de la Rota Romana, publicado en Studi Cattolici (n. 396, II-1994) y aquí sintetizado, el autor pone de manifiesto la oposición irreductible entre personalismo e individualismo, y muestra los efectos disgregadores del espíritu individualista en la vida de la Iglesia.

La communio es el tema central dominante del Concilio Vaticano II, que presenta a la Iglesia como la comunión del pueblo de Dios, abierta a todos los hombres. Iniciativa y fuerzas divinas para reunir a todos en la unidad. Pero al mismo tiempo que el Concilio propone esta communio, coloca también las bases para desarrollar una vigorosa visión personalista de la vida humana.

El Vaticano II no se centra únicamente sobre la comunidad, sino también sobre la persona. Es bien sabido que el magisterio de Juan Pablo II no sólo insiste continuamente sobre la comunión humana y eclesial, sino que también se caracteriza por una filosofía personalista bien fundada y desarrollada.

Esta combinación de elementos -la comunidad como ideal y meta, la persona como punto de referencia-, se realiza de un modo armónico, si entendemos adecuadamente la naturaleza auténtica del personalismo.

La esencia del personalismo

El personalismo constituye una visión del hombre que subraya su dignidad como hijo de Dios. Descubre en el dinamismo que lo caracteriza una llamada a la autorrealización, abrazando libremente los valores trascendentes y duraderos. El personalismo concede especial importancia a la libertad personal: la propia y la de los demás, y por consiguiente tiene una conciencia muy viva de la responsabilidad personal.

El personalismo traza una penetrante visión de la dignidad y de los derechos de la persona, e invita a todos los hombres a defenderlos frente a cualquier violación perpetrada contra uno mismo o contra los demás. Propone al mismo tiempo que quien es consciente de sus propios derechos, debe tener también presentes sus propios deberes.

Por consiguiente, quien tiene un verdadero espíritu personalista es consciente de la dignidad y de los derechos de los demás no menos que de los suyos. Le parece natural comportarse respetuosamente con los demás, en los que ve a hermanos y hermanas en Cristo, hijos del mismo Padre. El personalismo insiste de modo particular en los deberes con el prójimo y considera su cumplimiento como un medio de desarrollo personal y de autorrealización.

La idea de entrega, de donación personal, está dentro de la esencia del personalismo, hasta el punto de que el documento personalista clave del Vaticano II afirma: «El hombre no puede encontrarse plenamente si no es a través de un sincero don de sí mismo» (Gaudium et spes, n. 5).

La naturaleza humana tiene un carácter esencialmente relacional. La persona crece y se enriquece relacionándose con los demás de modo abierto y generosamente receptivo: la alternativa es el aislamiento social y la alienación humana.

Abierto a la comunión

Es evidente que esta conciencia de los valores presentes en los demás constituye un sólido fundamento y una gran ayuda para la edificación de la comunidad. En el verdadero personalismo se da una alianza natural entre la persona y la comunidad. La participación personalista en la comunidad no implica una relación de interés con interés, sino de persona a persona, radicada en la conciencia de la dignidad y de los derechos que se tienen en común.

De este modo se ve que personalismo y comunidad se orientan hacia la misma dirección. El personalismo cristiano propone una vocación fundamental de cada uno a la comunión. El desarrollo de la vida personal en comunión con Cristo exige una lucha continua contra el egocentrismo; y esto lleva al cristiano a estar más abierto a la comunión con los demás. Se entiende entonces cómo el personalismo no sólo es compatible con la comunidad, sino que constituye la condición de cualquier comunidad sana y dinámica. Una comunidad no fundada sobre el respeto de la dignidad de la persona acaba por convertirse en una masa sin alma, en un campo de concentración o en un Estado totalitario.

El individualismo contra la comunidad

El personalismo cristiano, así entendido, debe distinguirse de otra corriente filosófica -y del estilo de vida que en ella se basa- que durante muchos años ha caracterizado al mundo occidental: el individualismo laicista. Es sumamente importante distinguirlo, porque el individualismo podría fácilmente ser confundido con el personalismo (sobre todo por el hecho de que determinadas formas de individualismo utilizan una terminología personalista). Son dos realidades no sólo distintas sino contrapuestas entre sí.

El individualismo es enemigo de la comunidad. Pone en su ápice al individuo, como bien fundamental, y afirma que los intereses de la comunidad y de la sociedad deben subordinarse al individuo. Donde los intereses del individuo entran en conflicto con los de los demás o con los de la comunidad, el individualista antepondrá siempre el propio interés.

En cierto modo, puede señalarse que el individualismo se presenta como una versión mutilada y falsa del personalismo. Habla también de derechos, pero no de deberes. Exige libertad de acción, pero no acepta la responsabilidad por los propios actos. Toma al individuo, y no a la verdad, como norma de moralidad. Sus juicios suelen ser subjetivos. Favorece la libre decisión en los comportamientos, sin preocuparse de las exigencias de la vida social. Se preocupa de sí mismo, no de los demás, a menos que los intereses ajenos no coincidan con los propios. Defiende los derechos ajenos sólo cuando puede hacerlo sin coste personal. Nunca tutelará un derecho del prójimo si esto implica un deber personal.

Vemos, pues, que el subjetivismo es totalmente individualista y se opone a la communio. De hecho, una moralidad completamente subjetiva disuelve la comunidad humana. Si me resulta lícito seguir siempre «lo que resulta un bien para mí», independientemente de que sea ofensivo para los demás, las bases de cualquier solidaridad social se derrumban rápidamente.

Sólo unido por los intereses

El individualismo es enemigo del desarrollo y de la realización de la persona. No es bueno que el hombre esté solo, o que piense y se comporte como si fuese autosuficiente. El hombre puede realizarse sólo a través de relaciones de apertura, de respeto y de donación hacia los demás, y no con el aislamiento, la indiferencia egoísta o la explotación de los demás.

Con otras palabras, al individualismo le falta el respeto hacia los demás (de modo particular, hacia la libertad ajena) y carece del espíritu de servicio. Los únicos vínculos que crea con los demás son los que unen a los que tienen los mismos intereses (de aquí que su concepto de sociedad sea el de un conjunto de individuos asociados para conseguir un interés pragmático, o por simple necesidad). Allí donde el individualista no ve con claridad su propio beneficio, no se pondrá de acuerdo con los demás. Lo que resulta destructivo para cualquier verdadera comunidad.

Todas estas observaciones conducen a una conclusión muy importante: se puede ser personalista y al mismo tiempo estar bien radicado e integrado en la comunidad. Por el contrario, no se puede ser individualista y gozar de un auténtico espíritu comunitario. No haber aferrado esta realidad ha constituido uno de los principales obstáculos a la renovación perfilada por el Concilio Vaticano II. De hecho, no pocos intentos postconciliares de renovación han fracasado porque estaban animados no por un personalismo auténticamente cristiano, sino por un espíritu individualista. Veamos algunos ejemplos.

Ámbitos de oposición

Doctrina. La dicotomía entre personalismo e individualismo resalta con claridad en la oposición entre un pluralismo correctamente entendido y el disenso radical. El sano pluralismo (distintos modos de analizar o de aplicar verdades fundamentales que se creen con una fe común) es un signo de respeto tanto en relación con la verdad como frente a los derechos de los demás. Es también una expresión de vitalidad de la misma comunidad. El disenso -entendido como rechazo de una doctrina claramente propuesta por el Magisterio en su servicio al pueblo de Dios- denota una incapacidad de pensar en sintonía con la comunidad, y de conservarse unidos a la Mente de Cristo, que nos llega a lo largo de la historia a través de los canales que el Señor mismo ha establecido con ese fin.

Este disenso -esencialmente individualista- constituye hoy uno de los elementos más poderosos que tienden hacia la ruptura de la comunidad. La investigación teológica, en el espíritu de la communio, es una investigación de los principios y de las verdades comunes que me vinculan a los demás en Cristo. El pensador solitario, que no sigue otra directiva que la propia mente, se deja arrastrar por su propio pensamiento al aislamiento y a una soledad cada vez mayor.

Las relaciones intereclesiales. En el juego entre las dos grandes cuestiones del catolicismo -unidad y variedad-, es inevitable que se produzcan ciertas tensiones: por ejemplo, entre comunidades locales y autoridad diocesana, o entre las Iglesias particulares de un país y la Santa Sede. Sin embargo, cuando la conciencia eclesial es sana y fuerte, tales tensiones tienen ordinariamente escasa importancia y duran poco. En cambio, una continua reivindicación de derechos locales revela el olvido del precepto de la unidad para toda la Iglesia -señalado con viva solicitud por Jesucristo en la Última Cena-, y que sigue siendo una obligación de lealtad para cualquier cristiano.

Personalismo conyugal. Un cierto pseudopersonalismo contemporáneo considera que el matrimonio debe ser desprovisto de las limitaciones institucionales: donación exclusiva, vínculo permanente, apertura a la procreación. En los últimos años se ha producido una fuerte contestación, también dentro de la Iglesia, contra la llamada «visión institucional» del matrimonio, proponiendo que sea sustituida por una visión «personalista» más flexible y abierta. Para quienes sostienen esta tesis, el concepto «institucional» del matrimonio incluye la apertura a la procreación (y en esto aciertan) pero excluye el personalismo (y aquí se equivocan).

Esa antropología errada tiene numerosas consecuencias graves. En primer lugar, el concepto de matrimonio contraceptivo, que se propone erigir una comunidad conyugal limitada o cerrada. Quien está animado por un verdadero personalismo no se preocupa sólo de sus derechos, sino también de sus deberes hacia los demás, y tiende a promover una actitud abierta a la vida.

El individualismo, en cambio, considera la posibilidad de una nueva vida no como algo positivo -como un bien en sí mismo-, sino que la somete a discusión: «¿será un bien para mí?». La relación conyugal contraceptiva es «anticomunitaria», porque no actualiza una unión real entre los esposos, sino que mina la posibilidad de formar una comunión interpersonal madura y llena de amor.

Del mismo modo, el concepto de elección irrevocable es extraño al individualismo, que entiende cualquier vínculo permanente como una amenaza para la autonomía personal. El cristianismo, en cambio, ve en la donación completa de sí mismo un valor genuino, la expresión más alta de la dignidad y de la libertad de la persona, como también una condición esencial para alcanzar la madurez humana.

La liturgia. Es un ámbito en el que los peligros son particularmente grandes, ya que no es difícil crear experiencias de vida «comunitaria» sanas en apariencia, pero meramente exteriores, mientras que el espíritu de los participantes sigue siendo individualista.

Lo que realmente hemos de buscar en la liturgia es, en definitiva, la experiencia de estar en comunión con Cristo -sobre todo por medio de su pasión y muerte redentoras-, y con todos sus fieles de los distintos países y épocas históricas.

El feminismo. Existe un legítimo feminismo cristiano -con base personalista-, que subraya la personal y especial dignidad de la mujer, así como sus derechos y sus deberes.

Pero el movimiento feminista moderno, en sus líneas generales, no es personalista sino individualista. Reclama derechos que no se corresponden -cuando no están en abierta contradicción- con la dignidad de la mujer y su papel en la sociedad. El feminismo contemporáneo no habla nunca de «servicio» o de «deberes» en cuyo cumplimiento la mujer contribuye a la comunidad, mientras actualiza su propia vocación. Ese radical individualismo, que propone una autonomía sin ningún tipo de dependencia, explica la fragmentación y las divisiones del movimiento feminista actual.

El espíritu de servicio. Esta disponibilidad -otro de los grandes temas del Vaticano II- se exige de modo particular al sacerdote, ya que ha sido llamado al servicio de un modo vocacional específico, a imitación de Jesucristo. Debe estar a completa disposición del pueblo en todo lo que se refiere a los derechos de los fieles.

Un santo orgullo de ser servidor de todos revela la victoria sobre el individualismo. Quien quiere servir, quiere estar disponible e identificable para el servicio: ésta es la explicación de la necesidad del hábito clerical o religioso en los lugares públicos.

La disciplina, estrechamente conectada con el espíritu de servicio, es esencial para cualquier miembro del pueblo de Dios, y de un modo particular para los que tienen vocación de servicio. Los derechos del pueblo pueden ser tutelados sólo si existe una disposición favorable a la obediencia. Un trabajo de equipo como es el movimiento vital que une a los que tienen la misión de guiar con los que libremente deben seguirles, exige disciplina. Esa unión operativa edifica la comunidad y estimula el dinamismo necesario para la renovación personal y eclesial.

Para alcanzar la renovación

La renovación comienza cuando la persona descubre o crea vínculos con la comunidad; cuando está dispuesta a enfrentarse contra las tendencias individualistas y egoístas que todos llevamos dentro, que van contra la communio y pretenden separarnos de los demás; cuando se combate contra los elementos disgregadores, en favor de los demás; cuando se está dispuesto a servir al prójimo, a respetar sus derechos y a cumplir con las propias obligaciones; cuando se adquiere conciencia de que la comunidad fundada por el Señor es jerárquica, y exige por tanto esfuerzo para aceptar la autoridad como salvaguarda de la libertad del pueblo.

Es evidente que el antídoto contra el individualismo y la raíz de la comunión se resumen en la amistad personal y en la unión de cada uno con Cristo. Sin una renovación personal, todos los esfuerzos para alcanzar una comunión externa se limitarán a unos vínculos extrínsecos, constantemente amenazados por el individualismo. La vida de oración personal (y no sólo colectiva), está en la base de una renovación auténticamente cristiana, y lo mismo puede decirse de la vida de penitencia y de la renuncia a sí mismo. No es sino la confirmación de la paradoja evangélica: sólo quien pierde su vida la encontrará, en sí mismo y en los demás.

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