Una iglesia protestante en Estambul
Carlos Madrigal es un “peligro público”, con todas sus letras, y es tal vez la primera persona en tan poco envidiable categoría que habla con Aceprensa.
Aunque todo tiene matices: es un peligro público… para el gobierno de Turquía, que preside el nacionalista Recep Tayyip Erdoğan. Carlos Madrigal no ha puesto jamás una bomba, ni llamado a la insurrección. Es una persona normal, tranquila. Está casado, y tiene tres hijos y tres nietos, todos crecidos allí. Su trabajo, más pacífico no puede ser: es pastor de la Iglesia Protestante de Estambul.
Pero es precisamente esta labor, que realiza hace más de tres décadas, la que le ha granjeado la enemistad de una administración que percibe, en todo cristiano nativo o foráneo, un espía al servicio de Occidente para hundir a la nación turca. Su historia se parece a la de muchos que, en un país teóricamente laico, son incómodos para un gobierno empeñado en islamizar a la fuerza las instituciones y la vida pública y privada de sus ciudadanos. Quien no entre el guion, es apartado sin demasiados miramientos legales. Y si es extranjero, sobre él pende la amenaza de expulsión…
— Cuéntenos, por favor, qué ha sucedido en su caso…
— En 2016, tras el fallido intento de golpe de Estado, detuvieron a un pastor norteamericano, lo acusaron de pertenecer a la CIA, de promover el golpe, y lo tuvieron año y medio en prisión. Luego, tras negociaciones con el gobierno de Donald Trump, lo soltaron y lo expulsaron, pero el juicio lo perdió.
A partir de ahí, desde 2019, el gobierno aplica una política particular hacia los pastores o laicos evangélicos: si son extranjeros, les asigna un código que significa que son un peligro para el orden y la seguridad pública. Yo tengo permiso de trabajo como religioso desde 2001. En 2019 tenía que viajar a República Dominicana, y al ir al control de pasaportes, me indicaron que me habían puesto este código.
Entonces rehusé salir del país, porque esto implica que, para entrar de nuevo, tienes que solicitar un visado especial, pero te lo deniegan. Es una expulsión tácita, no oficial. Y fuimos a juicio. Hay unas 60 familias en las que al menos uno de sus miembros ha recibido ese código. Unas 45 ya están fuera del país porque, al regreso, no les dejaban entrar. Un tercio de ellas ha llevado su caso a los tribunales.
— ¿Y cómo va su proceso en particular?
— Hemos perdido, porque hay un informe del Centro Nacional de Inteligencia turco en mi contra, que no le muestran a mi abogado, pues es un documento secreto. Estamos acusados de algo que no sabemos.
Por filtraciones, nos hemos enterado de que nos acusan de proselitismo, que no está prohibido en Turquía, si bien ellos entienden por proselitismo usar medios ilegales para coaccionar a la gente a cambiar de religión. Pero nosotros no hacemos nada de eso.
La otra acusación es la de participar en el encuentro anual de la Alianza Evangélica Turca, que se celebra desde hace 30 años, para las familias de los pastores. Ellos catalogan esa conferencia de “amenaza contra la seguridad pública”.
Desde 2019, el gobierno asigna un código a los evangélicos extranjeros, que los cataloga de peligro para la seguridad pública
— ¿Ha pedido la mediación del gobierno español?
— He contactado con la embajada y, a través de la Federación de Entidades Religiosas y Evangélicas de España (FEREDE), con el Ministerio del Interior, de quien depende la Dirección General de Asuntos Religiosos. También con Josep Borrell [el alto representante de Política Exterior de la UE], por medio de su asistente personal. He hablado además con la embajada de Alemania, del Reino Unido, de EE.UU.
Pero las gestiones que han hecho todos para contactar con el Ministerio del Interior de Turquía han sido infructuosas: tienen que dirigirse a este a través de la cancillería turca, y nadie les responde oficialmente. Algunos funcionarios turcos, off the record, han comentado estos casos con diplomáticos británicos y les han dicho que se trata de “tres o cuatro terroristas que están en el país; no pasa nada si los echamos”.
Los cristianos, moneda de cambio
Vivencias como las de Carlos –y aun peores– aparecen recogidas en un informe de Middle East Concern (MEC) e International Christian Concern (ICC), publicado en diciembre. En él se describen los retos a los que se enfrentan los cristianos en Turquía, donde estadísticamente son una minoría: apenas 160.000 (el 0,2% de la población, cuando a principios del siglo XX eran más del 20%), toda una paradoja en el territorio que acogió a importantes comunidades cristianas desde el siglo I –las siete Iglesias del Apocalipsis, por ejemplo, se ubicaban allí–.
Son pocos, pero, a los ojos de Turquía, ni entre ellos son iguales en derechos. Ankara suele interpretar que el reconocimiento a las Iglesias, previsto en el Tratado de Lausana de 1923, se aplica a aquellas que ya existían en tiempos del imperio otomano, como los ortodoxos griegos, los armenios y los asirios, con lo que la comunidad católica de rito latino y la protestante se salen del “paraguas protector” de la ley y son, a lo más, toleradas.
El documento del MEC y el ICC, que recoge datos e incidentes del período 2016-2020, señala que los cristianos han devenido una suerte de moneda de cambio que Turquía utiliza para lograr concesiones de otros países, como si los creyentes locales fueran rehenes extranjeros. Como muestra, Erdoğan ha dicho que, para reabrir el seminario ortodoxo de Halki (siglo XIX), Grecia tiene que dar ciertos beneficios a los habitantes de etnia turca de la provincia de Tracia (oriente). Atenas ha accedido, y además ha permitido la construcción de mezquitas… Pero Halki permanece cerrado.
Los cristianos, unos 160.000, no sobrepasan el 0,2% de la población turca
Varias son las asignaturas pendientes para con los cristianos, según el informe, publicado el mismo año en que la catedral de Santa Sofía de Estambul fue rededicada al culto islámico por un alto funcionario que, espada en mano, anunció que el edificio sería mezquita “hasta el día de la resurrección”, como lo deseó el sultán Mehmet el Conquistador en el siglo XV. A estas alturas de la historia, por ejemplo, el país aún no cuenta un estatus jurídico adecuado para el resto de religiones que no son el islam, ni les reconoce derechos de ciudadanía a todos los miembros de esas comunidades, ni ha dejado de apropiarse de sus sitios históricos –que en muchos casos son explotados económicamente por las autoridades, sin darles un céntimo a aquellas–, ni ha desterrado del sistema educativo la perspectiva de que todo lo que no es islámico constituye forzosamente un peligro para Turquía.
Bajo amenaza permanente
La percepción de que los cristianos son la “mano negra” de las potencias occidentales es el combustible de buena parte de los ataques contra ellos. Y ha corrido la sangre. Ahí está el asesinato del P. Andrea Santoro en la ciudad de Trabzon (2006), de tres fieles evangélicos en Malatya (2007) y del vicario apostólico Luigi Padovese en Iskenderun (2010).
Sin llegar a episodios tan graves, al pastor Carlos Madrigal no le son ajenas ciertas manifestaciones de hostilidad.
— ¿Ha sufrido Ud. algún ataque?
— No. Amenazas sí, pero no he querido escolta policial. Algunos de nuestros pastores han sido amenazados de muerte. Tenemos protección policial cada domingo, porque las autoridades son conscientes de que hay riesgo de agresión. De hecho, ha habido ataques con cócteles molotov durante algunos servicios, y en 2013 se detuvo a 13 individuos que planeaban asesinar a un pastor turco. En el juicio salieron a colación presuntas ramificaciones con el Estado profundo, pero el tribunal cerró la causa sin más culpables que quienes sirvieron de peones.
Ahora bien, a pesar de que pueden darse estos casos, en el día a día vivimos tranquilos. El día de Navidad, por ejemplo, tuvimos una recepción por Zoom con el alcalde de Estambul, en la que participaron también el patriarca de Constantinopla, el de la Iglesia siríaca, el de la armenia, un representante de la Iglesia católica (el obispo, Rubén Tierrablanca, falleció esa semana por covid-19)…
De modo que vivimos una situación paradójica: hay un respeto por parte de las autoridades locales, pero, por otro lado, también actuaciones al margen de todo este reconocimiento.
— ¿Cómo se puede evangelizar en un territorio tan hostil?
— Bueno, yo he estado en muchos programas de debate en las televisiones públicas. A mí nadie me puede poner un bozal. No tenemos que atacar al islam. Hablamos de nuestra fe, de nuestra experiencia con Cristo, a todos los niveles: en los medios de comunicación, en las redes sociales… Siempre con respeto. En ese sentido no hay problema.
Pero una cuestión es el trato personal en la calle, y otra, esta idea de que siempre hay poderes en la sombra, que coinciden con los cristianos y que están actuando contra el país. Nuestras iglesias están abiertas y recibimos visitantes. No compartimos el Evangelio en la vía pública, pero cualquiera puede contactar con nosotros.
— Por último, ¿cómo ve su futuro, en lo personal?
— Mi permiso como clérigo expira en 2022. Si tengo que salir, ya no puedo volver. Seré expulsado.
Y es otra paradoja: yo estoy trabajando con permiso oficial del Ministerio de Trabajo como clérigo cristiano, pero el Departamento de Extranjería e Inmigración me cataloga como peligro público. Si lo soy, ¿cómo tengo un permiso de trabajo como clérigo? Es un absurdo. Es una excusa. Me tendré que volver a España, mientras que el resto de mi familia se quedará aquí.