Las funciones del obispo no se deben reducir a una tarea organizativa

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Roma. La figura del obispo como pastor, maestro y gobernante es el tema del último documento de Juan Pablo II, la exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis, firmada precisamente el día del XXV aniversario del pontificado. El texto ofrece una fundamentación teológica del ministerio de los obispos, de su función dentro de la Iglesia y en la sociedad, con particular atención a los problemas que se plantean en las circunstancias actuales. Aunque está destinada a un público «especializado», la exhortación toca puntos de interés general.

El documento toma pie de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que se celebró en Roma del 30 de septiembre al 27 de octubre de 2001 (ver servicios 136/01 y 152/01). Con esta publicación se cierra el repaso que el Sínodo inició hace quince años sobre los diversos miembros del pueblo de Dios, y que se había plasmado ya en las exhortaciones apostólicas Christifideles laici (1988), sobre los laicos, Pastores dabo vobis (1992), sobre los sacerdotes, y Vita consecrata (1996), sobre los religiosos.

En la parte más teológica, el Papa explica lo que significa el principio de comunión por el que se rige la Iglesia, que se inspira en la imagen del Cuerpo de Cristo y subraya las funciones de complementariedad y ayuda mutua entre los diversos miembros del único cuerpo. El principio de comunión se manifiesta particularmente en el colegio episcopal: comunión, unidad, entre los obispos con el Papa y entre sí. En este sentido, Juan Pablo II pone de relieve que el principio de subsidiariedad, que la doctrina social de la Iglesia aplica al ámbito de la sociedad civil, resulta ambiguo referido a la Iglesia. Los obispos diocesanos poseen toda la potestad ordinaria para cumplir su ministerio en su Iglesia particular: una potestad que coexiste con la del Romano Pontífice sobre todas y cada una de las Iglesia particulares. Por esta y otras razones se puede decir que «la forma de gobierno del obispo es verdaderamente única en el mundo».

A lo largo de todo el documento, el Papa insiste en que las funciones del obispo no se deben reducir a una tarea meramente organizativa. El obispo es profeta, testigo y servidor de la esperanza cristiana, «sobre todo donde más fuerte es la presión de una cultura inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia». Para llevar a cabo su misión, necesita apoyarse en el testimonio de la santidad personal, cuyos «frutos redundan siempre en beneficio de los fieles confiados a su cura pastoral». Por eso, se detiene especialmente en la importancia que tiene para el obispo su propia vida espiritual. Para ello, necesita cultivar un «ritmo de vida sereno» con el fin de contrarrestar las tendencias dispersivas a las que pueden conducir las muchas ocupaciones.

El Papa insiste también en la atención privilegiada que el obispo debe prestar a los sacerdotes que dependen de él, así como al seguimiento de la formación de los candidatos al sacerdocio. Toda la exhortación está impregnada de espíritu misionero, en el sentido más amplio de la expresión, pues «el anuncio de Cristo ocupa siempre el primer lugar» y exige con frecuencia valentía. Es importante también «preocuparse de que la propuesta, además de ortodoxa, sea incisiva y promueva su escucha y acogida». De la amplitud del texto, de 190 páginas (más de cuarenta mil palabras) en su versión castellana, se deduce que aborda otros muchos temas. En síntesis, se puede decir que viene a ser una especie de guía que resume, aclara y precisa algunas cuestiones doctrinales y prácticas que van más allá de un simple «vademecum» para obispos.

Diego Contreras

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