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La resaca del relativismo

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El filósofo Robert Spaemann es una de las más destacadas figuras del pensamiento en Alemania. Ahora acaba de dejar su cátedra en la Universidad de Múnich para impartir sólo algunos seminarios y dedicarse principalmente a escribir. En esta entrevista, realizada por Jaime Antúnez Aldunate, director del suplemento Artes y Letras de El Mercurio (Santiago de Chile), reflexiona sobre los efectos que está teniendo el relativismo en la marcha de la sociedad actual.

— Según Octavio Paz, el relativismo social propio de nuestros días tiende a convertirse en una nueva forma de absolutismo. Este absolutismo relativista tiene como fundamento el hecho de que las cosas no tienen valor, sino que tienen simplemente precio, y que pueden por lo tanto intercambiarse. ¿Qué puede usted decir al respecto?

— Creo que eso corresponde exactamente a nuestra situación. En este momento, como el marxismo ha muerto, es posible, tal vez por primera vez, rescatar algunas observaciones de Karl Marx. Me refiero a su descripción de la sociedad moderna como sociedad de mercancías, en la cual todos los valores se convierten en valores de cambio. En una civilización como la nuestra, donde cada valor es una mera variable o función de cambio, se busca un equivalente para todas las cosas y por consiguiente, en semejante situación, las obligaciones constituyen un elemento foráneo.

Por ejemplo, si en una sociedad se acepta únicamente la tesis según la cual todas las convicciones deben respetarse, el resultado es que ninguna convicción es respetada, es decir, no se respeta el hecho mismo de tener una convicción. Hay que tener hipótesis y solamente hipótesis. Por consiguiente, se trata de una civilización de hipótesis, y a la larga toda fe religiosa y toda relación personal, como el matrimonio o los votos sagrados, dejan de comprenderse, ya que según su naturaleza no son sustituibles por equivalentes.

Actualmente existe un filósofo norteamericano, Richard Rorty, que hace la propaganda de este tipo de sociedad. Según él, queremos tener una sociedad en la cual se reconozca una sola realidad: el dolor o el bienestar. El hombre de esa sociedad es, por consiguiente, exactamente lo que corresponde al «último hombre» descrito por Nietzsche.

El vacío del relativismo

— ¿Una nueva forma de nihilismo?

— Sí, es lo que llamo el nihilismo banal. Después del nihilismo heroico, ahora tenemos el nihilismo banal. Y es muy peligroso. Por ejemplo, en nuestra juventud actual hay una gran tendencia a la violencia. Ya no se trata de una violencia justificada por un objetivo histórico, como la de izquierda; ahora es algo lúdico. Si le preguntamos a un joven por qué es tan violento, nos responderá riendo: «¿Y por qué no?» Y en las escuelas a la juventud ya no le interesan las ideas de emancipación y progreso de aquellos profesores que siguen siendo personas de izquierda. Es otra cosa: es la nada y el resultado es la violencia.

Me parece realmente criminal educar a los niños y a los jóvenes en el relativismo, porque eso significa que la vida no tiene importancia. Uno puede pensar de modos diferentes, pero contando con algún parámetro, teniendo algún criterio para optar, y para ello hay que saber también elegir los criterios. En el marco relativista, en cambio, la elección es ciega. Es la muerte del alma. En un contexto educativo así, antes de comenzar la vida, las almas ya han sido asesinadas.

Revitalizar los pequeños grupos

— La vida social adopta, al parecer, cada vez más un sesgo privado. Ya no es la gloria de la patria, la justicia u otro valor metahistórico o absoluto lo que importa. Sí, en cambio, y sobre todo, el bienestar de los ciudadanos. Los individuos y los grupos postulan sus intereses, ideas o valores como públicos. Pero su naturaleza es la de las cosas temporales, relativas, que se adoptan y luego se dejan. ¿A dónde conduce todo esto? ¿Acaso al debilitamiento o quizás a la muerte de la vida pública?

— Muchos discrepan de mi posición, pero creo que no es posible cambiar voluntariamente y en forma directa esta tendencia. No me parece que pueda hacerse gran cosa. Más bien habría que empezar por aceptarla, pienso yo.

Hoy nos dirigimos, en realidad, hacia una situación semejante a la del Imperio Romano, donde el Estado ya no se encargaba de la vita beata, como en cambio sucedía en tiempos de la polis griega. Era simplemente una gran organización para garantizar la seguridad de los ciudadanos, y los valores humanos se realizaban verdaderamente en pequeños grupos, como en los cristianos que entonces vivían en las catacumbas o emergían de ellas. En la actualidad, cualquier esfuerzo por fomentar valores humanos en el ámbito público me parece -al menos en un contexto como el nuestro- destinado de antemano al fracaso. Por consiguiente, las perspectivas de una vida realmente humana deben desarrollarse en determinados grupos, fuera del ámbito del Estado. Hoy en día el Estado es la organización del bienestar, la organización de la distribución.

Pienso, asimismo, que para atender a la inquietud expresada, es necesario formar nuevas élites, pero ellas deben ser fundamentalmente ascéticas, es decir, no reclamar privilegios materiales. Si son élites desde el punto de vista material, en primer lugar no se acepta socialmente su influjo espiritual, y en segundo lugar dejan de ser tales, porque lo más común hoy es el querer ganar dinero. Conseguida una cierta igualdad material suficiente, en orden a un bienestar general básico y a la superación de la pobreza, se podría esperar que ello permitiera a las élites espirituales desarrollarse libremente. Pero éstas, insisto, para ser verdaderamente élites, deben ser modelo de cierta austeridad, y no caer en el absurdo de querer distinguirse por lo que es más común, por lo que todo el mundo quiere en la sociedad de consumo: los aparatos electrónicos, los grandes viajes de vacaciones, etc.

La acusación de fundamentalismo

— En este marco de realidades sociales, la caída de las ideologías ha dotado a la Iglesia de un nuevo poder de atracción, o si se quiere también, la ha colocado en otro foco de debate: es la última instancia susceptible de enseñanza global y coherente que hoy queda, en un contexto dominado por el relativismo. ¿Proviene también de ahí la acusación de fundamentalismo que dirigen ciertos medios contra ella?

— Hoy la palabra fundamentalismo se ha convertido en una muletilla insultante. En la Iglesia, los liberales progresistas llaman fundamentalista a todo cristiano ortodoxo. Yo creo que no hay que dejarse impresionar por esta nueva utilización del término, porque el fundamentalismo, en su origen, es un movimiento protestante, cosa bastante comprensible, ya que el protestantismo carece de criterio para discernir una evolución legítima de la Iglesia, de la doctrina cristiana, en un desarrollo que se aleja de los orígenes históricos del cristianismo. El catolicismo cuenta con ese criterio porque tiene un magisterio. Por consiguiente, la función del magisterio consiste en hacer esa distinción entre una evolución legítima y una ilegítima.

En cambio, sin un magisterio, el desarrollo puede tomar cualquier rumbo, apartándose de los fundamentos, y así hay que recurrir en todo momento a los textos originales de la Biblia, donde cada interpretación ya es sospechosa, porque no sabemos si nos está alejando o no del texto. Si se piensa, es una situación en realidad imposible, porque cada lectura es interpretación. Sólo el catolicismo cuenta, pues, con una instancia, una institución que puede controlar las interpretaciones.

Hoy algunos acusan al magisterio de la Iglesia de ser fundamentalista, lo cual es absurdo a la luz de lo anterior. Lo que se quiere decir con eso, en realidad, es que la Iglesia no se adapta suficientemente al mundo no cristiano, esto es, que sigue habiendo una diferencia entre la fe y la incredulidad. En boca de quienes utilizan así esta terminología, en el fondo todo creyente es un fundamentalista. Me parece que la atracción que ejerce la Iglesia en la situación actual, proviene del hecho de que no hace falsas interpretaciones de la llamada conciencia moderna. Y esto me hace recordar a un gran creador de aforismos en quien leí hace poco lo siguiente: «Si una Iglesia no muestra la espalda al mundo, el mundo mostrará la espalda a dicha Iglesia».

Manipulación de las palabras

— ¿No hay también una cuestión de manipulación de los términos?

— Efectivamente, también hay aquí una cuestión de política de las palabras. Y no estoy seguro, por el momento, si debemos aceptar o no ser llamados fundamentalistas. Si observamos el significado original, como dije, es una tontería hablar de fundamentalismo; pero si cambia el sentido del término y en este momento se califica con él toda convicción seria, bueno, en ese sentido somos fundamentalistas, si se quiere, y estamos dentro de una hermosa tradición. La primera fundamentalista, en la tragedia griega, es Antígona. Creonte, el rey, había prohibido sepultar a los traidores y su argumento se basaba en el bien del Estado; pero Antígona dice lo siguiente: «Existe una ley mucho más antigua, que nos obliga a enterrar a nuestros hermanos». Ésa es una ley de Dios y ella está dispuesta a morir por dar sepultura a su hermano. Por consiguiente, Antígona era fundamentalista.

En ese sentido, me parece que una sociedad carente de semejante fundamentalismo deja de ser humana, porque cada hombre o cada mujer respetable es fundamentalista en algún punto. Hay que desconfiar de quien carece absolutamente de fundamentalismo, porque esa persona no se toma nada en serio. Charles Péguy definía el modernismo como la actitud de quien no cree en lo que cree. Y está bien llamar fundamentalista al que realmente cree en lo que cree.

Todo esto atañe particularmente a la juventud. En un momento como el que vivimos, los jóvenes cristianos deben tener conciencia de ser una élite; de lo contrario están perdidos. Eso se sabía muy bien en Rusia bajo el régimen soviético, donde eran considerados en todas partes como una élite espiritual. En un medio no cristiano, como el actual, un joven cristiano se encuentra en posición minoritaria y sólo podrá soportar dicha situación si tiene el sentimiento de pertenecer a una minoría superior; de lo contrario se dirá: «¿Pero por qué? Mejor proceder como todo el mundo». La humildad es cosa de adultos. Usted y yo seríamos necios si careciéramos de humildad, porque en el fondo habría falta de inteligencia; pero un niño o un joven necesitan estar orgullosos de un ideal que les exige generosidad para sostenerlo, como es el ser cristianos. Actualmente la Iglesia, sobre todo en Alemania, carece por desgracia de ese sentimiento de orgullo.

— Y en Rusia, a su juicio, ¿esto era diferente?

— Completamente. Por ejemplo, Tatiana Goritcheva, con la cual conversé, dice que todo el mundo miraba a los cristianos como una élite y que éstos, en la medida que vivían su cristianismo, sentían también que pertenecían a una élite espiritual. Es algo muy coherente con el ser cristiano. Tal vez nosotros, en el mundo occidental y desarrollado, no estamos preparados para actuar como ellos, pero sin duda estas personas, capaces de mantenerse firmes contra todas las presiones, declaradas o solapadas, son las más respetables que hay en el mundo. Además, pensaban para sí mismas que si las perseguían, era tanto mejor para ellas. Aquí, en cambio, puede ser más complicado. Se aplica en Alemania una especie de desprecio sobre los cristianos…

La frontera entre lo normal y lo anormal

Spaemann reflexiona a continuación sobre el papel destructivo de valores que a su juicio tienen ciertos medios de comunicación, especialmente la televisión:

— Tal vez las cosas son diferentes en su país, pero en cuanto a la televisión, al menos en Alemania, se ha perdido la batalla de los valores y principios. Quienes trabajan en ese medio de comunicación aplican casi únicamente el criterio del impacto para seleccionar los temas. De este modo, la tradición basada en valores normales de la vida no tiene ya espacio en televisión. Por ejemplo, existe un evidente interés por el nuevo Catecismo, que es un best-seller, y el tema no se puede obviar en la pantalla. Ahora bien, ¿cómo presentan el Catecismo en la televisión? Dejan hablar brevemente al Card. Ratzinger, ciertamente, pero luego aparece un señor Drewermann, un teólogo muy contrario al Papa y que todo lo impugna, considerando cada valor como tema de discusión, atacando incluso las cosas más normales de la vida.

La televisión destruye sistemáticamente la diferencia entre lo normal y lo anormal, porque en sus parámetros lo normal carece en sí de interés suficiente y siempre habrá entonces que enfrentarlo a una alternativa. Por lo tanto, ni la salud ni la verdad ni la belleza se respetan como valores. Veamos el ejemplo de la homosexualidad. El hecho de que ya no se persiga a los homosexuales como se hizo en tiempos del nazismo constituye un progreso. Pero ahora ya no se trata de eso, sino de una exigencia de que desaparezca la diferencia entre heterosexualidad y homosexualidad desde el punto de vista de la normalidad y la anormalidad. Se habla entonces de dos orientaciones sexuales, como si se tratara de algo simétrico. Sin embargo, de una orientación sexual depende la vida de la humanidad y la otra es una desgracia de carácter privado. Pero al decir que son dos orientaciones igualmente válidas, se destruye la idea de la normalidad.

Me parece que actualmente los medios de comunicación destruyen sistemáticamente la diferencia entre lo normal y lo anormal. No sé si peco de pesimista, pero creo que la dependencia de las personas de la televisión es el hecho más destructivo de la civilización actual. Y si los cristianos recuperan el sentimiento de élite, puedo imaginar que serán personas sin televisión. Yo nunca la he tenido, y mis tres hijos adultos no la necesitan. A lo largo de mi vida he hablado más por la televisión de lo que la he visto.

El dinero y los políticos

Robert Spaemann es particularmente crítico, asimismo, del doble criterio moral con que actúa la prensa respecto de la conducta de los políticos, aunque en muchos casos ésta pueda ser censurable:

— Creo que hoy día existe realmente una hipocresía. Vivimos en una sociedad donde ya casi no tiene importancia el punto de vista del honor y en la que el hombre cuenta sólo si tiene dinero. En una sociedad semejante se pide a los políticos ser santos, ser absolutamente correctos en lo que se refiere al dinero. Estoy de acuerdo en que esto debe ser así, pero si a todo el mundo lo único que le interesa es ganar o ahorrar más dinero, evadiendo impuestos o haciendo trampas con el seguro social, ¿cómo exigir de los políticos buen comportamiento? Estoy de acuerdo, es muy grave la incorrección en los cargos públicos, pero hay sin duda hipocresía y estrechez de mente en quienes les critican, porque, desde luego, son éstos muchas veces cómplices de crímenes mucho más graves, como el de dar muerte al niño que está por nacer, para no referirme al crimen de la eutanasia, que empieza a entrar.

— Tales medios aceptan entonces esas políticas.

— Sí, totalmente. Y eso nos demuestra que sólo les interesa la distribución de medios materiales. ¿Y en esas condiciones se pretende que el que tiene el poder público no se aproveche él mismo desde el punto de vista material? Un postulado de Platón ya nos dice que los dirigentes del Estado no deben enriquecerse. Bueno, pero si ya no se acepta el resto de la moral, ¿por qué curiosamente sólo insistir en este punto?

El imperio de la economía

— El profesor Martin Kriele ha señalado que la antirreligiosidad contemporánea -o el anticlericalismo- ya no es como la de antaño, una lucha por el derecho de las minorías, sino todo lo contrario, una lucha encaminada al sometimiento de la vida espiritual al servicio de la funcionalidad sistemática.

— Estoy completamente de acuerdo. Hoy día se traducen sistemáticamente los asuntos espirituales en un lenguaje económico. Tras la caída del marxismo estamos ante el triunfo de un economicismo total. Debe desaparecer todo valor que no pueda transformarse en el lenguaje económico. Hace unos días, por ejemplo, leí un artículo de un sociólogo de Bremen, aparecido en la revista Focus, una publicación que en este momento es una alternativa de Der Spiegel. Dice que hoy día hay que ahorrar y suprimir completamente todo tipo de ayuda del Estado a la familia, en lo que respecta a los niños. ¿Por qué? Porque el pago de las jubilaciones se asegura ahora con los trabajadores que vienen del extranjero. Por consiguiente, ya no necesitamos niños para pagar las jubilaciones de los viejos. Podemos importar los trabajadores de otros países. Para el Estado resulta más económico dejar de financiar la educación de los niños alemanes, importando esos trabajadores ya educados de los demás países. Esto, evidentemente, es de un cinismo absoluto. Es decir, el problema de los niños se reduce a un asunto económico, de costos. Es algo muy sintomático de lo que está pasando en términos de valores. ¿Valor o precio?

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