La democratización pendiente en los países árabes

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¿Es incompatible el Islam con la democracia? ¿Pueden modernizarse los países islamo-árabes a pesar del Corán? ¿Admitiría el Corán una separación entre el poder temporal y el religioso al estilo occidental? Estas y otras muchas preguntas parecidas han hecho aflorar, en el mundo occidental, una abundante bibliografía, sobre todo desde que estalló la revolución islámica en Irán. Un libro donde encontrar respuestas bien argumentadas es el que acaba de publicar Gema Martín Muñoz, El Estado árabe (1), que analiza la crisis de legitimidad de estos regímenes y la contestación islamista.

En España han sido escasos los esfuerzos de nuestros expertos por dar respuesta a estos temores, a pesar de nuestra vecindad con ese «otro» mundo y de nuestro pasado de «colonizados» islámicos y de «colonizadores» del norte de Marruecos. Puede también que, al contrario, sean estos mismos factores históricos los que nos hayan servido de vacuna contra tal miedo. En todo caso, hay que registrar como una novedad editorial de relevancia la aportación de Gema Martín Muñoz, una joven arabista de primera fila, que ofrece un completo estudio sobre la formación del Estado árabe desde los primeros califas hasta nuestros días.

El mérito de Gema Martín no reside sólo en sus conocimientos profundos de la materia, sino también en su propósito de ofrecer una interpretación del Islam «desde dentro», sin perder de vista en ningún momento su cultura occidental. Esto le permite desmontar toda una serie de lugares comunes que se han extendido en nuestro ámbito.

Los pilares del derecho islámico

Una primera respuesta de Gema Martín Muñoz es que el Corán no contiene precepto alguno sobre la forma de Estado y que apenas ofrece tres o cuatro normas políticas basadas en un principio básico: que la autoridad procede de Dios y que se debe obediencia a quien ocupa el poder legítimamente. No se trata, sin embargo, de un asunto baladí, ya que toda la historia atormentada de la sucesión de Mahoma como primer legislador del mundo árabe en el siglo VII ha consistido en saber discernir quién ostentaba en cada momento la legitimidad del poder temporal.

Ese es el meollo de buena parte del trabajo desarrollado por la autora, que explica la diversidad de los regímenes islámicos contemporáneos y las formas violentas que adoptan los partidos «islamistas», que se consideran legitimados cuando combaten a unas autoridades que no cumplen sus obligaciones islámicas. Ahora bien, este principio es el que marca la diferencia con el mundo occidental, donde la separación del poder temporal y el espiritual ha conducido a ese otro precepto democrático según el cual toda la soberanía reside en el pueblo.

Hay que tener en cuenta, antes de nada, que el nuevo mensaje islámico, surgido de la predicación del Profeta y del Libro, significó una profunda transformación cultural en la península arábiga. Hasta entonces no existía allí forma alguna de Estado ni se seguía una religión concreta al margen de un vago politeísmo vinculado a los intereses comerciales de las tribus preponderantes. El único signo de identidad común eran los lazos de sangre que, a su vez, otorgaban la autoridad en el seno de las tribus y clanes. El Islam, además de unificar a todos sus creyentes en una comunidad única, la umma, y de acabar con la disgregación tribal, dio forma a la primera organización política de la emergente sociedad religiosa. Es decir, primero fueron las leyes coránicas -la charía- y luego el Estado, lo que explica que ambos conceptos no es que estén estrechamente unidos sino que son una misma cosa.

Los problemas empezaron a surgir a la hora de heredar el poder y de aplicar los cuatro pilares del derecho islámico: el Corán, la tradición (sunna) el consenso (ichmaa) y la analogía (kichas), a los que se agregaron el recurso al razonamiento interpretativo (ichtihad) y la consulta (chura). En conjunto, y este es un elemento básico para entender la evolución de la umma, la ley islámica o charía emergió con dos características muy particulares: su autonomía, porque no está sujeta a ninguna autoridad clerical ni al poder civil (que, al contrario, está subordinado a ella) y su libre interpretación.

Este último pilar es el que hace afirmar a Gema Martín Muñoz que la charía no tiene ningún límite institucional o conceptual y que, por tanto, su evolución siempre es posible en contra de las teorías que muestran al Islam como inmovilista y totalitario. «Son las dinámicas sociales y las realidades políticas del momento las que imponen situaciones de progreso o estancamiento, pero el marco legal islámico no es inmóvil».

Los Estados-nación árabes

Otra cosa es que el Poder se haya ocupado de interpretar y manipular el Corán según sus intereses, y que, en consecuencia, los defraudados por ese Poder se hayan rebelado contra él en la medida en que lo consideran «traidor» al Islam. Esta idea, ampliamente desarrollada por Gema Martín en la primera parte de su libro sobre los fundamentos islámicos del poder y del gobierno, nos lleva de la mano a la compleja situación que viven los países islámicos en nuestros días. Cada cual con su peculiar realidad cultural y social, todos parten de un hecho esencial en su historia reciente: la época colonial, que ha marcado la crisis de identidad en la que se debaten.

Téngase en cuenta a este respecto otro proceso anterior, el de la dominación del imperio otomano, que durante siglos mantuvo bajo su férula la unidad de la umma. La unidad estallaría en la constitución de los modernos Estados-nación, antes inexistentes, con sus características propias marcadas por los nacionalismos y las nuevas elites educadas en ambientes laicistas europeos. Estas elites asumirán la herencia colonial con unos modos políticos que, inevitablemente, chocarán con la inmensa mayoría de la sociedad civil. La corrupción del Poder, añadida al nacimiento de un Islam «oficial», protegido por el Estado para legitimarse, provocará en poco tiempo la aparición de partidos, asociaciones o movimientos que reclamarán la aplicación estricta de la charía, como principal seña de identidad frente al demonizado laicismo occidental.

Gema Martín Muñoz recorre la historia de la construcción de cada uno de los nuevos Estados árabes, desde la transición hacia el nuevo orden hasta la eclosión del islamismo como realidad sociopolítica moderna. Esto exige a la autora un serio esfuerzo de síntesis, y la lleva a analizar con más profundidad tres ejemplos de «islamismo» político que están presentes, de manera casi permanente, en los medios de comunicación: el egipcio, el argelino y el marroquí.

La eclosión del islamismo

Todos ellos tienen en común su fragmentación. Pero los dos primeros destacan por el hecho de que sus corrientes mayoritarias, a pesar de haber elegido la vía pacífica y democrática para regenerar el Estado islámico, han sido ilegalizados y combatidos frontalmente por el poder. Ellos acusan a estos gobiernos de haber traicionado las esencias del Corán, en especial la consulta, que es la esencia de la democracia.

Como consecuencia han surgido en su seno elementos más extremistas que han optado por la violencia, como ocurre en Egipto con la Yemaa Islamía, autora del asesinato del presidente Sadat y de múltiples atentados contra intelectuales y turistas, y en Argelia el GIA, que no deja de cometer asesinatos masivos. El caso marroquí es muy peculiar, puesto que se desarrolla en los años setenta a raíz de las célebres conspiraciones del general Ufkir contra Hasán II. Una parte ha terminado por integrarse en el sistema de pluralismo político, uniéndose a uno de los más veteranos partidos nacionalistas; la otra, la más extremista, que acusó a Hasán II de propiciar la corrupción del Majzen y de falsear el Estado islámico, no ha llegado a romper del todo con la monarquía que, a su vez, ha preferido una fórmula de tolerancia vigilada para evitar el choque frontal.

Con estos tres ejemplos, obviamente, no se agota el largo muestrario de maneras de concebir el Islam, dada la inexistencia de una autoridad espiritual única: la única referencia es el Corán, cuya libre interpretación da lugar a una fragmentación de grupos más o menos conservadores, reformistas o radicales. Dentro del Islam «oficial», cada país dispone de un núcleo o colegio de «ulemas», jurisconsultos o doctores de la ley, que pueden emitir cualquier fatua o sentencia a conveniencia del poder. A su vez, las asociaciones políticas, culturales o meramente benéficas disponen de libertad para hacer lo mismo y nombrar incluso «califa» a un caudillo militar. Una prueba de la diversidad de entendimiento del Islam la tenemos en España, donde viven ya medio millón de musulmanes, que no se han puesto de acuerdo sobre qué tipo de enseñanza islámica debe impartirse en las escuelas públicas donde el Estado solo exige que los profesores tengan una titulación mínima.

Los obstáculos para la democratización

A grandes rasgos, puede decirse que el proceso de construcción de los nuevos Estados-nación árabes e islámicos ha conocido tres etapas en muy poco tiempo: la legitimidad de las nuevas elites gobernantes basada en la lucha por la independencia y que da lugar a una corrupción generalizada con olvido de las necesidades más perentorias de la sociedad civil; una tímida apertura democrática, pensada como escenario de supervivencia de los sistemas establecidos y que permitió a la oposición islamista organizarse para reclamar la aplicación de la ley islámica con el consiguiente temor occidental alimentado por la revolución iraní; y una posterior represión de la oposición islamista, que se fragmenta en grupos, algunos de los cuales optan por la violencia.

Como dice Gema Martín Muñoz, el miedo al islamismo justificaría el fin abrupto de los procesos de democratización y la violación de los derechos humanos, convirtiendo, una vez más, al mundo árabe, en un caso aparte. «Mientras la democratización era buena y deseable para el resto del planeta, había un sorprendente consenso sobre la argumentación de que el mundo árabe no está ‘maduro’ ni es capaz de ‘saber elegir’. ¿Qué hacer entonces con las versiones deterministas que interpretan el Islam como obstáculo a la democracia, cuando son los mismos gobiernos y elites que se proclaman modernas y laicas las que frenan el desarrollo democrático en las sociedad musulmanas? Más aún: ¿cómo explicar que el discurso en favor del pluralismo y la democracia sea defendido por el islamismo reformista, en tanto que los llamados demócratas defienden una concepción autoritaria y excluyente de la modernidad?».

Como conclusión, Gema Martín Muñoz se hace el siguiente planteamiento: si en las sociedad árabes se expresa un movimiento social que desafía el monopolio del poder de las elites y reclama su integración, ¿cómo construir ese nuevo orden al margen de las fuerzas políticas que representan una importante mayoría? «Es difícil tratar de encontrar el camino de la democratización, que es una necesidad imperante, sin crear las condiciones para que ésta sea percibida como una parte de la identidad colectiva musulmana». En otras palabras, si el Islam no excluye la democracia, quien la excluye es el miedo al islamismo, un miedo compartido por quienes han secuestrado el poder y por el mundo laicista occidental, que aparentemente ha perdido su capacidad de entenderse con los hombres de fe.


Derecho positivo y ley islámica

Reproducimos algunos párrafos del libro de Gema Martín Muñoz que explican la combinación de derecho positivo y ley islámica en los países árabes.

Desde el siglo XIX el orden jurídico en el Imperio otomano experimentó una conmoción radical que llevó a los futuros países a asumir progresivamente la legislación europea basada en el derecho positivo (qawanin wad’iyya) en detrimento de la ley islámica (shari’a). De acuerdo con la argumentación, bastante acertada, del jurista egipcio Tariq al-Bishri, ese cambio radical fue el fruto de la interacción de tres factores. El primero, el estancamiento de la creación legislativa extraída de la shari’a, consecuencia de las condiciones sociales y políticas derivadas de siglos de inmovilismo, el cual, en términos jurídicos, se manifestó en el abandono del esfuerzo de interpretación personal o iytihad. El segundo factor fue el despertar social y político y el sentimiento de la necesidad de reformar y renovar las estructuras de las leyes que se experimentó desde la segunda mitad del siglo XIX.

La causa del desorden no fue la reforma en sí misma, sino la manera dual en que fue puesta en práctica. Es decir, conservando lo antiguo y creando al lado lo nuevo, sin ningún lazo entre los dos (dualidad que se constatará en las instituciones de enseñanza, justicia, administración, derecho, economía…). El tercer factor fue la colonización europea, que ha condicionado todo en la historia contemporánea árabe, ya sea de manera indirecta o a modo de reacción. El hecho de que la agresión fuese unida a la superioridad científica, técnica y organizativa de los colonizadores generó la difícil experiencia entre los colonizados de aprender de los europeos al mismo tiempo que se les combatía.

Excepto en el caso del estatuto personal, sobre el que se volverá más adelante, al llegar la independencia algunos países conservaron las leyes de origen francés que les gobernaban, como fue el caso del Líbano, Túnez, Argelia o Marruecos; otros se orientaron más bien hacia la revisión de sus leyes y tuvieron en cuenta, en dosis variables, la shari’a como una de las fuentes, entre otras, de legislación. En Egipto, tras la abolición del régimen de capitulaciones, se formaron comisiones de revisión, en las que destacó el jurista ‘Abd al-Razzaq Sanhuri, hasta que finalmente vio la luz un nuevo código civil en 1948 que enseguida fue más o menos imitado por Siria (1948), Irak (1951), Libia y Kuwait. El código iraquí era en realidad mixto, dado que buscó coordinar el derecho islámico y las legislaciones occidentales.

Otros, como Arabia Saudí y los países del Golfo, derivaron toda su legislación de la shari’a. No obstante, Anuar al-Sadat, para reforzar su legitimidad islámica y garantizarse el apoyo de los sectores conservadores del país, promovió en 1971 la integración en la Constitución egipcia del principio de que la shari’a era una fuente principal de legislación, y el 22 de mayo de 1980 afinó aún más estableciendo que «los principios de la shari’a son la fuente principal de legislación». Textos comparables se encuentran también en las constituciones de Kuwait (1962), Siria (1973), Iraq (1964), Yemen (1964).

En resumen, todos los países árabes aplican hasta hoy día para el estatuto personal leyes basadas en la shari’a. Asimismo, los países de la península Arábiga hacen lo propio con el conjunto de su derecho y aunque hayan podido emerger algunas leyes positivas en los sectores de actividad modernos, éstas siguen insertándose en el marco de la soberanía general de la ley islámica. En los demás países, las legislaciones dominantes están occidentalizadas en el ámbito penal, comercial y de la organización de los tribunales. Con respecto al derecho civil, se dan dos casos: la occidentalización en Egipto, Siria, Líbano y Libia, y un sistema mixto en Iraq y en Jordania (que combina el derecho egipcio y la mayalla otomana).

Las leyes de estatuto personal

En realidad, ha sido el ámbito del estatuto personal donde la shari’a ha conservado una soberanía incontestable frente al derecho positivo presente en el código civil y penal. (…) Los estatutos personales representarán la pieza maestra y el rasgo distintivo de la especificidad musulmana frente a la adopción de un derecho de origen occidental.

El hecho de que esas leyes, aun con diferencias entre unos países y otros, instaurasen un orden social y familiar patriarcal (consagración de la autoridad de los hombres sobre las mujeres y de los mayores sobre los jóvenes) deriva de dos factores sociológicos principales: la tendencia a preservar, sacralizándolo, el orden patriarcal, de la misma manera que se ha experimentado en otros países mediterráneos; y la resistencia a modificar dichas leyes dominadas por la visión ultraconservadora de los jurisconsultos encargados de elaborar el derecho musulmán, representantes del islam oficial que obtienen de la autoridad política, a cambio de avalarla, el privilegio del control del orden social y cultural. Erigidos en una especie de lobby tradicionalista musulmán con grandes influencias en el seno del poder, encabezarán la oposición a cualquier iniciativa de cambio social que modifique su privilegiado statu quo.

De ahí que las leyes de estatuto personal varíen de unos países a otros, si bien el origen legitimador de la ley es el mismo en todos los casos: estar basadas en las normas del Corán y la Sunna (la shari’a). En realidad, los resultados difieren de acuerdo con la voluntad del legislador que interpreta la ley islámica. Así, en Túnez, la ley de familia, en nombre de la shari’a, sancionó la prohibición del repudio, de la poligamia y legalizó situaciones que igualan a la mujer con el hombre, mientras que en otros Estados, basándose en la misma inspiración legal islámica, las leyes de familia o estatutos personales han conservado la ultraortodoxia patriarcal sacralizada por la religión. Estas distancias de unas leyes a otras muestran que una cosa es la cuestión de la legitimación y otra la interpretación religiosa de los principios islámicos, lo cual más bien depende de la voluntad de los hombres que de las propias normas coránicas.

El principal problema que se deriva de esa dualidad entre derecho positivo e islámico es la existencia de un conflicto de legitimidades que se ha ido acentuando a medida que se manifestaba la crisis del Estado poscolonial y la reivindicación de la islamización de la ley se iba haciendo cada vez más intensa, hasta convertirse en el centro del debate político basado en la recuperación de los valores propios y la reacción contra los importados.

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(1) Gema Martín Muñoz. El Estado árabe. Crisis de legitimidad y contestación islamista. Ediciones Bellaterra. 423 págs. 3.500 ptas.

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