Juan Pablo II en las encuestas

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Contrapunto

Gusta el cantante, pero no la canción. Este es el veredicto que buena parte de la prensa ha dado sobre el último viaje de Juan Pablo II a Estados Unidos. La popularidad del Papa es evidente: tiene un índice de aceptación que cualquier gobernante envidiaría; atrae multitudes; despierta entusiasmos. Pero ya antes del viaje se aseguraba que los católicos norteamericanos respetan al Papa, pero no sus enseñanzas.

¿La prueba? Las encuestas, según las cuales la mayoría piensan que «se puede ser un buen católico» y aceptar los anticonceptivos, el aborto, el divorcio, las relaciones prematrimoniales… No se sabe por qué las encuestas están tan obsesionadas por el sexo, como si fuera el único rasgo definitorio de la doctrina católica. De hecho, Juan Pablo II les ha hablado de muchas otras cosas, desde la preocupación por los pobres a la comprensión entre las distintas razas o las condiciones del progreso en una democracia.

Pero a los críticos sólo les interesaba destacar que Juan Pablo II está, según ellos, predicando en el desierto, mientras sus ovejas pacen en los mismos pastos que todas las demás, bajo el cayado de los medios de comunicación. Y de ahí se desprendía el mensaje implícito: es simpático, pero no se lo va a tomar usted en serio, ¿no?

Si su doctrina no preocupa a nadie, ¿por qué tanto empeño en descalificarla? Una voz que proclama pacíficamente una doctrina extraña puede provocar indiferencia, pero no irritación. Nadie se molesta en replicar a los vegetarianos o a los partidarios del esperanto.

Pero la existencia de esta oposición indica que la doctrina de la Iglesia, propuesta por Juan Pablo II, no son ideas esotéricas, sino propuestas que sacuden el espíritu. Ciertamente, a nadie se le crea un problema de conciencia por el hecho de que los Testigos de Jehová rechacen las transfusiones sanguíneas. En cambio, cuando la Iglesia predica las exigencias de la castidad o advierte contra la codicia de bienes materiales, todo el mundo parece sentir que aquello le afecta, tanto si lo aprueba como si lo rechaza.

Aunque fuera verdad que la mayoría de los católicos no siguen esas enseñanzas, no por eso Juan Pablo II iba a silenciarlas. ¿Qué iba a hacer si las encuestas dijesen que «se puede ser un buen católico y despreciar a los de otra raza»? Además, predicar contra corriente es una tradición… que se remonta al mismo Jesucristo. También él arrastraba multitudes. Pero si se hubiera hecho una encuesta preguntando a sus contemporáneos si estaban de acuerdo con la doctrina de perdonar siempre, amar al prójimo como a uno mismo o compartir los bienes con los pobres, no hay duda de que la mayoría hubiera optado por posturas «más realistas». De hecho, más de una vez su mensaje suscitó respuestas como «duras son estas palabras».

Juan Pablo II no hace sus viajes en busca del consenso o de una fácil popularidad entre las gentes. Va a recordarles que pueden ser mejores de lo que son. ¿Esa doctrina es ardua? Los mismos periódicos que así la descalifican, no dudarán en pedir medidas «aunque sean impopulares» cuando se trata de reducir el déficit público o de contener la inflación. Pues vivir de acuerdo con la dignidad de hijos de Dios tiene también sus exigencias.

Por mucho que se intente descalificarlas, las palabras de Juan Pablo II inquietan nuestras conciencias, tantas veces divididas entre lo que hacemos y lo que comprendemos que deberíamos hacer. Tal vez sea ese el secreto de la audiencia que obtiene el Papa entre multitudes que no siempre viven de acuerdo con sus enseñanzas. Son gentes que desean escuchar a alguien que les invita a superarse, que les anima a poner el listón por encima del nivel de mediocridad. Un estímulo que sólo puede molestar a los que han renunciado a perseguir un ideal más alto.

Ignacio Aréchaga

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