El primer reconocimiento de la libertad religiosa

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“Hemos acordado reconocer a los cristianos y a todos los demás hombres la libertad y la posibilidad de practicar la religión que cada uno quiera”. Estas palabras no proceden de una moderna declaración de derechos civiles, sino del llamado Edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero de 313, del que ahora se cumplen 1.700 años. Era la primera vez en la historia que se reconocía jurídicamente tal libertad.

El Edicto llegaba después de una de las duras persecuciones que los cristianos sufrieron a comienzos del siglo IV. La había desatado en el año 303 el emperador Diocleciano, junto con Galerio, en un intento de restaurar la unidad estatal amenazada, a su entender, por el crecimiento del cristianismo. Estos mandatarios ordenaron demoler las iglesias de los cristianos, quemar las copias de la Biblia, condenar a muerte a las autoridades eclesiásticas, privar a todos los cristianos de cargos públicos y derechos civiles, así como obligar a hacer sacrificios a los dioses bajo pena de muerte.

Como explicó el experto latinista Antonio Fontán en Humanismo romano (Planeta, 1974), “el Imperio era capaz de aceptar la aparición de los nuevos dioses o la implantación de nuevos cultos, como había probado durante siglos la generosa y constante ampliación del Panteón romano y la expansión, ordinariamente tolerada, de las religiones de misterios. Pero la religiosidad del Imperio no podía asimilar el personalismo cristiano que iba a traer al mundo el nuevo concepto de libertad religiosa proclamada políticamente, por primera vez en la historia, en la Constitución milanesa de Constantino y Licinio del año 313”. La teología política del sistema “resultaba de hecho incompatible con el cristianismo, tanto en el plano teórico, por la génesis divina atribuida a los emperadores, como en la práctica, a causa del culto imperial en el ejército y en la vida civil”.

El terror resultó inútil y la sangre de los mártires fomentó la fe de nuevos cristianos. Ante la ineficacia de estas medidas, Galerio, por motivos de clemencia y de oportunidad política, promulgó el 30 de abril de 311 el Edicto de Tolerancia de Nicomedia, por el que cesaban las persecuciones anticristianas. Se reconoce a los cristianos existencia legal, y libertad para celebrar reuniones y construir templos.

“Establecemos que a nadie se le niegue el derecho a la práctica de la religión de los cristianos ni la posibilidad de adherirse al culto que piense es el más adecuado para él”

La elección de Constantino
Cayo Flavio Aurelio, Constantino, fue hijo de Constancio Cloro, que obtuvo el título de César en 293, y Helena, quien posteriormente sería canonizada por la Iglesia. Nació hacia 272, probablemente en Nasos (la actual ciudad de Niš, en Serbia). Alejado de sus padres, recibió una educación esencialmente política y militar, al lado de Diocleciano y Galerio.

En el año 306, con la muerte de Constancio Cloro, surgieron disputas por el poder entre Constantino y Majencio. En 312 Constantino vence definitivamente a su enemigo, el 27 de octubre, en la batalla del Puente Milvio, pocos kilómetros al norte de Roma. Constantino es reconocido entonces como emperador de todo Occidente. Como recuerda Fontán, “en vísperas de la batalla decisiva, Constantino realiza su trascendental opción de elegir al Dios de los cristianos como su divinidad protectora (…) Por eso renuncia al ascenso al Capitolio en su entrada triunfal a Roma, se abstiene de tomar parte en los sacrificios y ritos paganos, que tenían un sentido hostil para el Dios de los cristianos (…), despliega una creciente generosidad con la Iglesia y pone al servicio de esta –principalmente al de su unidad–, el poder del Imperio”.

En la corte de Diocleciano, Constantino se había dado cuenta de que la persecución a los cristianos no hacía más que fortalecer esta fe. Tras derrotar a Majencio, Constantino se reunió en Milán, en febrero de 313, con el emperador de Oriente Licinio. Entre otras cosas, trataron de los cristianos y acordaron publicar nuevas disposiciones en su favor. El resultado de este encuentro es lo que se conoce como “Edicto de Milán”, aunque probablemente no existió un edicto promulgado en Milán por los dos emperadores.

En el edicto se acuerda “reconocer a los cristianos y a todos los demás hombres la libertad y la posibilidad de practicar la religión que cada uno quiera (…) Por lo tanto, establecemos que a nadie se le niegue el derecho a la práctica de la religión de los cristianos ni la posibilidad deadherirse al culto que piense es el más adecuado para él”.

El edicto mandó restituir a los cristianos sus antiguos lugares de reunión y culto, así como otras propiedades, que habían sido confiscados en la persecución de Diocleciano

Tras el Edicto de Milán, la religión cristiana contó con el favor del emperador. Posiblemente influyó en su decisión el cristianismo de su madre Helena. A juicio de Fontán, “Constantino estaba profundamente convencido de que su peculiar relación con el Dios cristiano, a quien él había escogido como divinidad protectora, (…) le imponía como una obligación sagrada esta misión de amparo y de apoyo a la Iglesia”.También se esforzó por mantener la unidad de esta religión, interviniendo en sus problemas, entre los que destacaron las herejías del donatismo y el arrianismo.

Con motivo de la persecución que Licinio promovería contra los cristianos en Oriente –incumpliendo el Edicto de Milán–, Constantino luchó contra él y le venció en 324. Entonces se hizo dueño de todo el imperio y retomó una política centralizadora. Fundó la nueva Roma, Constantinopla, lo que tuvo efectos de largo alcance, acentuándose el dualismo entre Oriente y Occidente. Mantuvo la paz en Oriente y Egipto gracias a una acertada diplomacia. Murió el 22 de mayo de 337, mientras preparaba una expedición a Persia. El Imperio se rompería de nuevo, por sucesión hereditaria, al ser repartido entre sus hijos y sobrinos.

Tolerancia y libertad religiosa
El texto del Edicto nos ha llegado por una carta escrita en 313 a los gobernadores provinciales, que recogen Eusebio de Cesarea (Historia eclesiástica 10, 5) y Lactancio (De mortibus persecutorum 48). En la primera parte se establece el principio de libertad de religión para todos los ciudadanos y, en consecuencia, se reconoce explícitamente a los cristianos el derecho a gozar de esa libertad. El edicto permitía practicar la propia religión no solo a los cristianos, sino a todos, cualquiera que fuera su culto.

En la segunda se decreta restituir a los cristianos sus antiguos lugares de reunión y culto, así como otras propiedades, que habían sido confiscados por las autoridades romanas y vendidas a particulares en la pasada persecución (cfr. R. Jiménez Pedrajas, «Edicto de Milán», en Gran Enciclopedia Rialp).

Como explica el Prof. Juan Chapa, “lejos de atribuir al cristianismo un lugar prominente [el cristianismo no fue hecho religión oficial del Imperio hasta 380, por Teodosio I], el edicto parece más bien querer conseguir la benevolencia de la divinidad en todas las formas que se presentara, en consonancia con el sincretismo que entonces practicaba Constantino, quien, a pesar de favorecer a la Iglesia, continuó por un tiempo dando culto al Sol Invicto. En cualquier caso, el paganismo dejó de ser la religión oficial del Imperio y el edicto permitió que los cristianos gozaran de los mismos derechos que los otros ciudadanos. Desde ese momento, la Iglesia pasó a ser una religión lícita y a recibir reconocimiento jurídico por parte del Imperio, lo que permitió un rápido florecimiento”.

¿Era constantiniana?
Se ha convertido ya en un tópico referirse a una “era constantiniana”, a partir de la cual la Iglesia habría quedado enfeudada en las estructuras estatales. Fontán no cree que tal situación sea atribuible a Constantino. “Si esta realmente ha existido o predominado en siglos posteriores, ha sido más bien el resultado de la obra colectiva de los protagonistas de una historia que comienza después de la muerte del gran emperador”. En la relación entre poder político y religión, “Constantino fue configurando una política favorable de hecho al cristianismo, pero no hostil a los otros cultos, ni persecutoria de la religión pagana. El cristianismo no llegó nunca a ser impuesto ni reconocido como religión oficial”.

De hecho, el propio Constantino “no ingresó formalmente en la Iglesia hasta poco antes de su muerte, cuando fue bautizado por el obispo arriano y palaciego Eusebio de Nicomedia. (…) Constantino, visto desde la perspectiva de hoy se nos aparece como una figura histórica de dimensiones universales, acompañada, como es normal, de todas las debilidades comunes a la naturaleza humana. Él era por vocación y por temperamento, ante todo, un animal politicum. Pero era al mismo tiempo un espíritu profundamente religioso, que asimila, y aun encarna, con sinceridad y entusiasmo nunca desmentidos, un cristianismo adecuado a su formación personal, a su posición y a su época. Nada más lejos de su ánimo que imponer por la fuerza de su autoridad una religión en cuya victoria confiaba, porque confiaba en su verdad, no solo de manera racional, sino con la firme convicción de quien lo había experimentado en lo más íntimo de su persona y en su historia política. Ya desde el principio de su reinado fue él el primer político de la historia universal que proclamó el principio de la libertad religiosa, aunque tal vez luego, al poner frecuentemente el peso de su autoridad al servicio de la Iglesia, no siempre lo observara con la fidelidad que en él querrían ver panegiristas y adversarios”.

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