Claves de la moda de la religión-ficción

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La gnosis en calderilla y los millones en caja
Había algunos precedentes, pero en los últimos años la literatura de religión-ficción está haciendo su agosto. Como, en cierto modo, «todo es moda» y la moda pasa, también esto pasará. Pero, mientras, libros como «El Código Da Vinci» y los que han aprovechado su rebufo comercial habrán estropeado de algún modo el sentido religioso auténtico de muchos, a los que hay que compadecer, porque se les sustituye el buen vino por un mejunje de garrafón.

Veamos, antes que nada, el contexto. Desde el «Dios ha muerto» de Nietzsche, a finales del XIX, hemos tenido más de un siglo de anunciadores de la muerte de la religión o, lo que es casi lo mismo, de una secularización imparable. Ya se sabe: la Ciencia -con la mayúscula que usurpaba la de Dios-, al explicar los que antes se consideraban misterios, devolvería al hombre a la Tierra, como su único horizonte.

No hace falta abundar en detalles, pero hay toda una serie de autores -Holbach, Feuerbach, Nietzsche, Marx, Engels, Freud, con sus numerosos epígonos- que trabajan ese asunto con ejemplar constancia.

Como mucho, diría, por ejemplo, Freud, el porvenir de la religión será «el porvenir de una ilusión». Y, de pronto, los libros con temas religiosos son los que más se venden, a millones. Con una diferencia: es una religión «prêt-à-porter», que cada uno puede inventarse a su gusto. Se interviene a capricho en el «corpus» de las creencias, fabricando el «puzzle» que en cada caso logre vender más.

Se trata de vender

Porque, no se olvide: se trata de vender. No de otra cosa. Por eso se puede vender hoy lo contrario de lo que se vendió ayer.

La presencia absoluta del «marketing» en la industria del ocio, como en cualquier otra industria, no necesita ser subrayada. Muchas veces no se pregunta ¿esto vale? sino ¿esto se venderá? Es ideal que lo que vale se venda bien, pero hay muchas técnicas para que lo que no vale nada se venda, incluso mejor que lo bueno. Y algo inexorable: una vez descubierto un filón como el de la religión-ficción, casi todas las editoriales intentan aprovecharse de él, hasta agotarlo. Mientras tanto habrán visto la luz, con poderosas campañas, «Los secretos de la Biblia prohibida», «Los amores de Magdalena», «Las revelaciones de Judas», «Las cuevas secretas del Vaticano», «La sacerdotisa descuartizada», «Aventuras amorosas de las tres Marías»… todos títulos inventados aquí, pero que podrían perfectamente figurar en las próximas oleadas.

No conviene perderlo de vista, para entender toda la moda de la religión-ficción: detrás, como en tantas cosas, está la ganancia, la «sacra auri fames», la sagrada hambre de oro, que decía Virgilio.

Nostalgia de la creencia

Pero, aunque siempre hay que contar con artículos vendibles, no todo el que hace algo tiene antes que nada el proyecto de venderlo. A veces se hace por gusto, por manía, por desahogo, por ejercitar la imaginación…

En algunas de las obras de la literatura de religión-ficción se advierte lo que puede llamarse «nostalgia de la creencia». Son personas que han perdido la fe o que la han mantenido siempre a medio gas, con cierto complejo de inferioridad respecto a la Ciencia y la Modernidad. De pronto se sienten capaces de modificar los datos de la creencia, inventar personalidades, genealogías, doctrinas esotéricas… Así, en cierto modo, «creen», «tienen fe», aunque esa fe se funda en lo que ellos mismos se fabrican. Creen lo que previamente crean.

Todo eso se refuerza cuando, además, advierten que cientos de miles, quizá millones de personas, parecen escuchar esa nueva «Revelación», que se presenta como «prohibida» frente a la oficial, como propia de «iniciados» respecto a lo que creen los crédulos. El mundo cristiano ha estado o equivocado durante veinte siglos o, incluso peor, ha estado falsificando la realidad. Sólo alguna especie de «dan-brown» ha podido abrir las claraboyas del misterio, difundiéndolo «urbi et orbi».

La tentación gnóstica

Como apenas hay algo nuevo, ese filón de la religión-ficción es una mala copia de un movimiento de pensamiento que se difundió en la Iglesia de los primeros tres siglos, el gnosticismo, emparentado con creencias muy anteriores y con un esoterismo de fondo que no ha desaparecido nunca de la historia, que quizá forma parte de la condición humana y que, en cuanto búsqueda, merece todo el respeto.

El «fervor» gnóstico es anterior al cristianismo. Es una tentación comprensible: la de pretender que se conoce la verdadera realidad espiritual (gnosis significa conocimiento) y , por eso, se es más espiritual que el común de los creyentes, más puro que los puros, más divinos, casi, que el mismo Dios. El gnosticismo quiere adentrarse en los misterios hasta desentrañarlos. Ya no hará falta creer lo que no se ve, porque se verá lo que es, la verdadera realidad.

En las varias corrientes gnósticas, por lo demás muy distintas entre sí, confluyen ideas orientales, retazos del platonismo y del neoplatonismo, junto a elementos de las religiones mistéricas, secretas, para iniciados.

En un mundo en el que se podía advertir ya la fuerza espiritual del mensaje de Jesús de Nazareth, la antigua raíz gnóstica da nuevos rebrotes. Y, así, entre las muchas actuaciones del gnosticismo o de movimientos similares destaca la de redactar, a imitación de los ya consolidados escritos de Mateo, Lucas o Marcos -compuestos los tres en la segunda mitad del siglo I- escritos llamados a veces también «evangelios» y atribuidos a Tomás, María Magdalena, Felipe o incluso Judas Iscariote, casi todos de los siglos II y III.

Carne y espíritu

Es propio de muchas corrientes gnósticas la dicotomía rígida entre la materia y el espíritu, idea antigua que estaba en la religión de Zoroastro, que sigue en el maniqueísmo y que tendría versiones medievales, como la de los cátaros. El mal estaba en la materia, la salvación en el espíritu, cosa que parecía, en principio, muy espiritual. Pero de esas premisas se extraían, según las diversas corrientes gnósticas, conclusiones prácticas muy distintas.

Para unos, el único modo de liberar el espíritu era siguiendo una ascesis extrema, de castigos y renuncia. Incluso se llegaba a condenar la procreación, en cuanto propagación de una materia que era inmunda. Para otros, como la salvación era asunto sólo espiritual, resultaba compatible la pureza del alma con dedicar el cuerpo a los más variados goces, incluidos desde luego los sexuales en todas sus variantes, también las aberraciones.

La creencia general de los cristianos era que en las enseñanzas de Jesús, tal como la habían transmitido los Apóstoles, estaba contenida toda la revelación. Los gnósticos sostenían que Cristo -cuya figura estaba por cierto muy desdibujada, llegándose a negar su humanidad- podía revelar cosas nuevas a personas singulares, sin más prueba que las que éstas quisieran presentar. De ahí la variedad de las doctrinas gnósticas.

Ya Ireneo de Lyon, autor hacia el año 180 de un pionero escrito «Adversus haereses», se quejaba de que las doctrinas de los gnósticos cambiaban de un día para otro: «agitados por sus propios vaivenes, cambiando de pensamiento según los tiempos, sin tener nunca una opinión estable, porque prefieren disputar acerca de las palabras en lugar de convertirse en discípulos de la verdad» («Adversus haereses», III, 94). Pero a la vez dio la versión más completa de las corrientes gnósticas más importantes de su tiempo.

La creencia a capricho

Las muchas ramificaciones del movimiento gnóstico antiguo eran herederas de una vivencia religiosa muy antigua. No eran en modo alguno movimientos oportunistas.

Lo que se tiene hoy, la moda de la religión-ficción, ni respeta la antigua creencia cristiana ni tampoco guarda fidelidad a la herencia gnóstica. Toma un poco de todo lo que interesa a los efectos de causar efecto, de vender, de escandalizar quizá, de imaginar «cómo sería una religión si yo tuviera que inventarla». Sobre todo, de alimentar la siempre existente credulidad: porque si hay una credulidad religiosa -consecuencia de una falta de ilustración en la fe-, hay también una credulidad secularizada, capaz de comulgar con ruedas de «best-sellers».

La utilización de los temas religiosos en la literatura de religión-ficción es un ejemplo, además del poder del «marketing», de la depauperada cultura religiosa, literaria e histórica de la mayor parte de la población, capaz de creerse algo por el simple hecho de verlo publicado.

No es políticamente correcto decirlo, pero los gustos del gran público -salvo en asuntos esenciales como aquellos de los que depende la supervivencia: comer, tener hijos…- suelen ser mediocres. No ahora, siempre. La misma masa que aclama a Jesús el domingo pide a gritos el viernes que lo crucifiquen.

Cualquiera que haya dedicado su vida a saber en profundad algo de algo, tiene conciencia de que nunca sabe bastante, pero sabe también que lo que sobre aquello se piensa comúnmente suele ser, como mucho, una burda aproximación.

En el caso de la religión-ficción tenemos a una serie cada vez más nutrida de autores pontificando sobre lo divino y humano, fabricando para uso comercial una mala copia del gnosticismo.

Rafael Gómez Pérez

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