Yuval Noah Harari, gurú del relativismo

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El autor de Sapiens goza de una buena acogida por parte de medios y público. De origen judío, vegano, ateo y budista, Harari se ha convertido en el heraldo de la nueva cultura, hecha de retazos de ciencia, fetichismo posmoderno y grandes dosis de sentimentalismo.

Harari, nacido en Jerusalén hace 42 años, encarna una forma de pensar, muy cotizada hoy, que combina una aparente profundidad con una capacidad para leer la historia de la cultura humana como un engañoso relato del que solo él parece haber escapado. Sus ensayos constituyen una suerte de vademécum que compendia todo lo que se supone que el hombre de hoy, descreído y relativista, tiene que saber, creer y pensar. Pues este autor tiene un don para resumir, de un modo brillante y asequible, siglos y siglos de historia. Sin embargo, a pesar de su éxito de público, ha suscitado escaso interés entre académicos y especialistas.

Bajar los humos al hombre

Su primer libro, Sapiens. Una breve historia de la humanidad, cuya primera edición en hebreo es de hace siete años, condensaba el desarrollo cultural de nuestra especie. En Homo Deus. Breve historia del mañana, alertaba sobre los peligros del dataísmo y las consecuencias de fusionar biotecnología e informática. En su nueva obra, 21 lecciones para el siglo XXI, nos advierte que hemos alcanzado un punto de no retorno y se muestra dispuesto a ser el maestro espiritual de la nueva humanidad.

Para Harari, lo religioso es un artificio cultural e imaginario, que tiende a imponer exclusiones y cuenta con un lacerante pasado de intolerancia

Aunque su especialidad es la historia medieval y militar, y ejerce como profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, sus ensayos de divulgación se sitúan en el campo de la posthistoria. Quiere despertarnos del arrogante sueño en el que hemos vivido y que nos ha llevado a creer que somos unos seres singulares y únicos. Lo que desea, justamente, es convencer a sus lectores de lo contrario: en realidad, no hay nada especial en nosotros en cuanto seres biológicos.

Los propósitos de este pensador resultan evidentes tanto en el título de su primera obra como en el término que suele emplear para referirse al hombre, sapiens. “Somos grandes simios”, afirma, y concibe al ser humano como una especie más en el linaje de los homínidos. Suponer que poseemos cualidades superiores es una fábula elaborada por nuestro orgullo.

Un relato de fracaso y decepción

Es falso, pues, que tengamos una naturaleza sagrada y única, y que el resto del mundo orgánico e inorgánico se encuentre a nuestra disposición o diseñado para nuestro beneficio. Porque, según declara en sus textos, somos “algoritmos bioquímicos”. El mayor pecado, y la causa de nuestra desgracia e ignorancia, es el “personismo”, la injustificada y vanidosa creencia de considerarnos el centro del universo.

Porque, a decir verdad, ni el hombre ni la historia poseen sentido o significado. En su narración, lo que destaca es lo perniciosos y dañinos que hemos sido los animales humanos. Entre la vida nómada que llevábamos como cazadores-recolectores, y el consumismo y nuestras ciudades de “plástico y hormigón”, se interponen siglos y siglos de explotación, “asesinatos ecológicos”, extinciones y agresividad que nos convierten “en la especie más mortífera de la historia”.

Harari transmite un profundo pesimismo antropológico, que explica no solo la denuncia de nuestra supuesta depravación cultural, sino la sensación de desconsuelo y vergüenza que suscita la lectura de sus obras. No hay que olvidar que tienen una clara finalidad práctica o terapéutica, pues –dice– únicamente tomando conciencia de los daños que hemos causado, podremos afrontar los tiempos venideros de forma responsable.

El individuo y su doloroso sino

A pesar de relatar la historia como un juego ininterrumpido de crueldad y devastación, Harari no niega los beneficios de las distintas revoluciones que ha protagonizado el hombre: la cognitiva, la agrícola y la científica. Tampoco de la última, en la que estamos inmersos. Cree, sin embargo, que lo que hace que el saldo sea negativo es la dolorosa discrepancia que existe entre nuestros éxitos evolutivos como especie y el infeliz destino al que parecen inevitablemente condenados muchos seres individuales.

Por ejemplo, según sus explicaciones, el paso a la agricultura hizo posible la explosión demográfica del homo sapiens y el desarrollo de otros fenómenos importantes, como las ciudades, pero empeoró las condiciones de vida de muchos vivientes. Y aunque los adelantos científicos y técnicos de los últimos siglos han permitido curar enfermedades y mejorar mucho nuestra situación, si medimos el progreso en términos de felicidad individual, el resultado se encuentra lejos de ser positivo.

Entre contradicciones, boutades y tópicos, muchas veces no se sabe si Harari habla en serio o si emplea la provocación como recurso estilístico. Por otro lado, sus tesis no son novedosas; tampoco resulta original su planteamiento reduccionista, ni el nihilismo al que aboca. A pesar de su apariencia científica, y de aportar la base intelectual de muchos de los estilos de vida actuales –incluso a algunas modas dietéticas, como la “paleo”, que denuncia los perjuicios para nuestra salud del consumo de cereales–, no es serio sacar conclusiones antropológicas tan a la ligera, aduciendo solo unos cuantos ejemplos ad hoc.

Y quedan dudas y preguntas abiertas. Si el hombre es un simple animal, ¿cuál es nuestra competencia para juzgar la historia en términos morales, como hace el mismo Harari? ¿Acaso hemos logrado finalmente escapar a nuestro destino biológico?

Cientificismo posmoderno

Con todo, lo que resulta más problemático es la contradicción que existe entre su cientificismo, que le obliga a suscribir una comprensión determinista, y el posmodernismo, que le exige negar la existencia de la naturaleza humana y destacar la condición cultural, contingente y accidental del hombre. De hecho, no tiene más remedio que interpretar la revolución cognitiva que origina el surgimiento del orden cultural como un fenómeno fortuito.

Los ensayos de Harari constituyen una suerte de vademécum que compendia todo lo que se supone que el hombre de hoy, descreído y relativista, tiene que saber, creer y pensar

Harari es un ateo convencido; es evidente que tiene vedado hablar del alma y que, para él, la dimensión espiritual es una invención de consecuencias nefastas. Pero habría salvado algunas de sus incoherencias si se hubiera dado cuenta de que, en el caso del hombre, naturaleza y cultura no se oponen. Es frecuente entre los materialistas entender lo “natural” como sinónimo de “biológico”, y lo “cultural”, como una superestructura o mecanismo que fosiliza la naturaleza y restringe sus posibilidades de desarrollo, en lugar de considerar que posibilita el despliegue específico y propio de lo humano.

Algunos de sus planteamientos recuerdan a los de Freud y a los de otros apesadumbrados pensadores, y reflejan una concepción trivial de la cultura. Esta no sería más que un cúmulo de quimeras, adecuadas para satisfacer la necesidad biológica de cooperación –y, ciertamente, hacerla posible a gran escala–, pero perjudiciales en la medida en que implican jerarquías, prohibiciones, tabúes y coacciones espurias.

En resumidas cuentas, lo que caracteriza al ser humano es su insólita capacidad para inventar e imaginar realidades, así como para dotarlas de un supuesto, pero falaz, valor objetivo. Ese conjunto de delirios y ensueños, al que damos el nombre de cultura –y que incluye cosas tan dispares como el dinero, la religión, los derechos humanos o los principios morales– es una ficción, afirma Harari, sin existencia real, que proyecta sentido donde solo hay reacciones químicas y vacío aterrador.

Solo una máxima: evitar el sufrimiento

De la misma manera que no existe, a su juicio, más verdad que la que revela la ciencia, tampoco es posible atribuir realidad a lo inmaterial. “Desde la revolución cognitiva, los sapiens han vivido en una realidad dual. Por un lado, la realidad objetiva de los ríos, los árboles y los leones; por otro, la realidad imaginada de los dioses, las naciones y las corporaciones”, explica.

Llevando hasta el extremo su compromiso con el construccionismo posmoderno y el relativismo, sostiene que todas las creencias, todos los valores y todas las normas son creaciones arbitrarias del ser humano, sin validez objetiva. Pero, entonces, ¿cómo distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, entre construcciones culturales adecuadas e inadecuadas? Al proporcionar una respuesta a esta cuestión, Harari presenta al mismo tiempo la justificación de muchas de las convicciones posmodernas, desde el ecologismo hasta la teoría de género.

En efecto, si primero denuncia como opresivas e intolerantes las filosofías y tradiciones que se proponen enraizar la cultura y la moral en una supuesta naturaleza humana universal, después concluye que, en ausencia de esta, nada es, en principio, ni bueno ni malo, ni natural ni antinatural. Cualquier comportamiento es válido, ya que el único imperativo moral que deriva de nuestra condición de animales sentientes es la ineludible exigencia de evitar el sufrimiento, tanto propio como ajeno.

El pernicioso engaño de la religión

Además de estas concepciones, algo simplistas, de la historia, de la moral y del hombre, Harari ofrece una imagen excesivamente negativa –y engañosa– de la religión, y en especial, y no por casualidad, del monoteísmo. En su opinión, lo religioso es un artificio cultural e imaginario, que tiende a imponer exclusiones y cuenta con un lacerante pasado de intolerancia, sangre y obstinación. Como fomenta un fuerte sentido de identidad y pertenencia, es difícil que el pensamiento religioso se libre del fanatismo.

Pero no se puede pasar por alto el acentuado contraste entre las acusaciones que Harari, obviando las contribuciones morales, científicas y culturales, vierte sobre los principales monoteísmos, y el fervor con el que exalta el supuesto humanitarismo de las creencias animistas y politeístas. Y resulta chocante que dé tanta importancia al sufrimiento e impute al judeocristianismo un interminable historial de brutalidad y, sin embargo, trate con tanta ligereza la violencia cuando las víctimas son cristianas.

Un nuevo relato global

En Homo Deus, Harari se refiere a otra religión, el dataísmo, y a la posibilidad de que el hombre termine convertido en un dios según vaya aumentando su poder sobre la naturaleza. Más allá de los riesgos que percibe en el desarrollo de la inteligencia artificial, es preciso reconocer que no será posible contenerlos sin hacer referencia a la dignidad de la persona, algo que, por cuestiones de principio, el escritor rechaza.

Harari sostiene que todas las creencias, valores y normas son creaciones arbitrarias del ser humano, sin validez objetiva

A su juicio, afortunadamente estamos tomando conciencia de que no somos más que “flujo de datos” y percatándonos de las innumerables amenazas que se ciernen sobre nuestra condición biológica. “La guerra nuclear, el colapso ecológico y la disrupción tecnológica están poniendo a la humanidad en una crisis existencial sin precedentes”, escribe.

Por eso, necesitamos articular nuevas respuestas, y estas han de ser globales. En este proceso de búsqueda y aclaración de lo que somos y queremos ser, en esta nueva singladura de la humanidad, Harari, en el puesto de timonel, recomienda recurrir a una tradición que no ha sido erosionada por los descubrimientos científicos y que, a su juico, revela la verdad y el sinsentido del hombre, pero, al mismo tiempo, permite superar el sufrimiento que ese descubrimiento depara: el budismo.

Llama la atención la habilidad con la que el influyente escritor escapa de la caverna cultural que los demás, simples mortales, estamos condenados a habitar. Pero la lectura de este oráculo posmoderno deja en el aire muchos interrogantes. ¿Por qué suponer que toda narración cultural es engañosa y ficticia y no lo es, en cambio, lo que él plantea en sus ensayos? En el momento en que, como él mismo indica, el telón de la historia está a punto de caer ante nuestros ojos, la impertérrita desesperanza con la que concibe al hombre nos deja al albur de los acontecimientos e indefensos ante un futuro sombrío.

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