Voz y nostalgias de George Steiner

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Una presencia inesperada
La deriva cultural de los últimos años ha colocado a George Steiner en una situación privilegiada. Por su prestigio como crítico literario, se ha ganado la atención de los medios culturales, que le han reconocido como «el último sabio» y el «humanista lúcido». Eso le ha permitido difundir sus tesis totalmente anticonvencionales y afirmar que las artes y toda la cultura occidental se disuelven en la medida en que pierden el sentido de la trascendencia. Sin las «presencias reales» de un más allá, ni se crea arte ni se encuentra verdad. El Premio Príncipe de Asturias ha querido destacar su contribución a las Humanidades.

Que la cara sea el espejo del alma es un tópico. Falso en parte como todos los tópicos. Y obvio en todo lo demás. George Steiner es un hombre más bien menudo y tímido, ligeramente encorvado y de tonos grisáceos. Con aspecto general de persona gastada por la vida. Nacido en París en 1929, aunque nacionalizado norteamericano. Usa a veces boina a la francesa y podría pasar por un oficinista jubilado, si no fuera por su mirada. Entre los gruesos aros de la montura, ampliada por las lentes y algo aplastada por los párpados de muchas lecturas, brilla una chispa de travesura.

Tras el vuelco cultural

La travesura de Steiner en los veinte últimos años, ha sido la disidencia. No la disidencia histriónica ansiosa de épater le bourgeois. Sino la disidencia contra la disidencia. Ha resultado ser el heterodoxo de la heterodoxia, el transgresor de la transgresión, y el provocador dentro de la provocación. Y como el niño del viejo cuento, ha señalado que era un montaje lo que una desenfadada intelectualidad había montado. Pero todo lo ha dicho de buenas maneras y suavemente. Con la sensación de que, cuando se enteren, se va a armar. De ahí la sonrisa.

Pero no se ha armado. Todo lo contrario: se ha convertido en un héroe. Al publicar su ensayo principal, tenía la seguridad de que iba a ser marginado por la corriente por atreverse a llevarle la contraria: «Sé que esta formulación será inaceptable, no sólo para la mayoría de quienes lean un libro como éste, sino también para el clima de pensamiento y sentimiento imperante en nuestra cultura» (1). Pero los últimos acontecimientos históricos (sobre todo, el desplome del muro de Berlín) han provocado tal remolino ideológico y tal dislocación de posiciones, que se ha encontrado en el centro (o quizá a la izquierda) y se ha escuchado su voz.

Y es que se ha completado un vuelco cultural. Los profesionales de la verdad (especialmente, los autoconstituidos como tales) se han desprestigiado por los dogmatismos gratuitos de la primera mitad del siglo pasado y por las veleidades igualmente gratuitas de la otra mitad. Después de efímeros intentos de constituir un magisterio científico con psiquiatras y profesionales de la divulgación científica, demasiado técnicos para ser comprensibles y demasiado concretos para ser interesantes, la voz cantante se ha desplazado a los hombres de la literatura, a los profesionales de la ficción.

Los nuevos oráculos de las revistas culturales, que juzgan al presente y anticipan el futuro, son los grandes autores y críticos literarios. Son los únicos que pueden hablar todavía de los grandes temas. Porque lo hacen desde la ficción. Así satisfacen de paso los escrúpulos de la postmodernidad, que excomulga toda afirmación sobre la realidad y sólo admite metáforas. Como aconsejaba Pessoa, «no viváis, leed».

Un problema teológico

Steiner estaba en excelente posición. Cargado de saberes y de lecturas. Destacaba por su itinerario biográfico (de familia judía con origen vienés, nacido en París y emigrado a EE.UU. en 1940), su espléndida formación académica, científica y literaria (Harvard, Oxford) y su dominio perfecto de tres lenguas (inglés, francés, alemán). Había adquirido voz y voto por su condición de crítico literario. Primero asentó su prestigio con un conjunto de ensayos de literatura comparada (Tolstoi y Dostoievsky, Antígonas) y de teoría literaria (Después de Babel, Lenguaje y silencio, Lecturas, obsesiones y otros ensayos). Lo cimentó con sus recensiones en importantes revistas anglosajonas (The New Yorker, The Economist).

Adquirió vitola académica internacional al enseñar Literatura comparada en la Universidad de Ginebra, en Cambridge y en varias universidades norteamericanas (Princeton, Nueva York y finalmente Harvard). Y, con esa autoridad, se ha permitido pasar de la metáfora a la afirmación, de la ficción a la verdad, de la literatura al ensayo filosófico. Porque Steiner, humanista viejo, aborrece del comentario por el comentario. Para él, como para toda la tradición clásica, la literatura no es un juego, sino una parábola de la condición humana: las metáforas afirman.

En tres importantes ensayos (Nostalgia del absoluto, Presencias reales, Gramáticas de la creación), además de en su testimonio vital (Errata), se ha atrevido a afirmar que hay una crisis en la cultura moderna y que consiste, en definitiva, en un problema teológico. Porque las humanidades no pueden existir sin trascendencia (Presencias reales) y los intentos de sustituirla se han convertido en dañinas mitologías pseudocientíficas como las de Marx, Freud y Lévi-Strauss (Nostalgia del absoluto). «A menos que yo lea de manera errónea la evidencia, la historia política y filosófica de Occidente durante los últimos 150 años puede ser entendida como una serie de intentos -más o menos conscientes, más o menos sistemáticos, más o menos violentos- de llenar el vacío central dejado por la erosión de la teología» (2).

Partiendo de la literatura, ha criticado la debilidad moral de los pensadores de la primera mitad de siglo, que se plegaron a las presiones o se hicieron cómplices de los horrores. Ha criticado también la frivolidad de los intelectuales de la segunda mitad (positivistas, estructuralistas, deconstruccionistas), que han jugado con el lenguaje y la verdad. Exceptúa a Wittgenstein, aunque lo considera frío. Y, con matices, a Heidegger. Le perdona su pasado y le da vértigo su inhumanidad (nunca habla del valor de la persona), pero le parece el pensador más completo del siglo XX: «El precio del pensamiento de Heidegger ha sido (en algunos puntos) excesivo; pero cuando se escriba la historia de la filosofía moderna -puedo equivocarme, claro- no tengo la menor duda sobre el lugar que ocupará» (3). Le ha dedicado un ensayo que se traducirá próximamente.

Un presupuesto de todas las artes

Quizá pensaba que la resistencia iba a ser mayor y que la coraza cultural era más espesa. Pero, en pocos años, Steiner ha sido coronado por los mismos medios que coronaban lo que él ataca. Y alabado por los mismos que todavía alaban lo que él critica. Una vez aceptada la novedad, la ola ha llegado a todas partes. A muchos, que no les ha dado tiempo a leer sus libros, les ha bastado saber que decía algo. Es el problema de tener que llenar páginas cada mes o cada semana. Se han multiplicado las recensiones, las conferencias, las entrevistas y los premios, con una curiosa sensación de disonancia. Porque Steiner se sitúa en otro contexto del que se espera, contesta en otra clave a lo que le preguntan y valora cosas distintas de las que se han querido premiar. Como todo lo dice culta y suavemente, sin estridencias, se puede tener la sensación de que dice lo mismo que todos. Y no es así.

La visión «teológica» de Steiner afecta al trasfondo de su crítica literaria y cultural. Cree que el sentido de la trascendencia es un presupuesto de todas las artes: «Cuando se nombra a Miguel Angel, a Rafael, Beethoven, Shakespeare, se trata de un mundo lleno de Dios. No me refiero a su fe personal. El campo de referencia a la trascendencia siempre está al alcance de la mano. La obra de arte es una mímesis, una imitación del acto creador primigenio» (4).

Por contraposición, está convencido de que el olvido de Dios es el causante del desvarío de la cultura, del crecimiento de mitologías políticas sustitutorias y de la mayor parte de las desgracias de Occidente. Al anunciar el enorme vacío que deja la muerte de Dios en la cultura, se siente como el loco de la La gaya ciencia, de Nietzsche: «¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita?» (5). Pero, aunque reinterpreta a Nietzsche positivamente, no está seguro de los contornos de la verdad de Dios y recela que una nueva fe pueda resultar fundamentalista.

Las ambigüedades de la cultura

De la historia pasada deduce que la cultura, que él tanto aprecia, no ha sido capaz de evitar la barbarie: «Buchenwald está a pocos kilómetros del jardín de Goethe» (6). Es la gran enseñanza del siglo XX, especialmente referida a Alemania, y compartida por otros muchos intelectuales judíos centroeuropeos, como el crítico literario alemán Reich-Ranicki (7). En las catástrofes del siglo XX se constata el fracaso del análisis y del proyecto de la Ilustración: «Las bibliotecas, museos, teatros, universidades pueden muy bien prosperar a la sombra de los campos de concentración; ahora lo comprendemos: la cultura no nos hace más humanos» (8). Pero no trata de desescombrar responsabilidades. Porque la herida sigue abierta y es universal. En los últimos años, los países y las personas cultas hemos contemplado nuevos horrores en la televisión sin inmutarnos.

Steiner es un enamorado de la lengua. Respira gracias al universo verbal. Se regocija en la variedad de lenguas que existen (juzga positivamente la dispersión de Babel). Y sufre al saber que muchas lenguas antiguas y tribales se pierden. Lamenta la reducción que el lenguaje científico ha producido en el inglés, convertido en el esperanto moderno y reducido a 600 palabras. Juzga severamente los «avances» (televisión, Internet) que trivializan la comunicación. Cree que la matemática (lenguaje moderno de la ciencia) aísla la ciencia de la filosofía: «así que los que no entienden matemáticas no pueden entender el futuro de la humanidad». Pero entrevé una solución: «podemos tender un puente que una estos dos lenguajes; y hay dos resquicios, dos esquinas con los que quizá podamos entendernos: la música y la arquitectura» (9).

Una herida en la condición humana

Desconfía profundamente del positivismo lingüístico y de todo lo que amenace con reducir el valor intrínseco de la lengua. Aborrece de todo reduccionismo gratuito. Así, en una reciente conferencia: «Repasó las diversas teorías sobre el origen del lenguaje: de las estructuras profundas de Chomsky al canto inicial de los marxistas, pasando por las tesis de los paleontólogos sobre la transformación de la laringe al final de la era glacial; sin embargo, él se quedó con la más improbable, la frase inicial del Evangelio de San Juan: ‘Al principio fue el Verbo’» (10). Testimonio insólito en las aulas españolas.

Steiner ama la cultura hasta el punto de encontrar en ella la felicidad. «¿Qué es para usted el paraíso?», le preguntaban al entrevistarle con motivo del premio Príncipe de Asturias. «Muy fácil: ¿conoce Milán?, ¿conoce la Galería? Me veo allí sentado tomando un capuchino; tengo en mi mesa Le Monde, La Stampa, El Mundo, una radio con la BBC y, en mi bolsillo, una entrada para La Scala: eso es para mí el paraíso» (11). Comprende que puede tratarse de una evasión. Las humanidades tienen un potencial enorme de fascinación. Nos pueden encerrar en una torre de marfil. «Nos hacen políticamente más lentos, menos valientes… Siempre pongo el mismo ejemplo: imagínese que me he pasado la tarde en mi seminario leyendo el Rey Lear, hablando de Hamlet y Ofelia, de don Quijote y Sancho, de Antígona y Edipo. Regreso a mi casa, todavía metido en ese mundo, y alguien grita en la calle. Yo no lo oigo. No lo oigo. El poder de la música, de la literatura y del arte es tal que si uno vive consagrado a él no oye el llanto que tiene lugar en la calle» (12).

Tanto los horrores que el hombre causa como la indiferencia al contemplarlos son nuevas manifestaciones del problema teológico. La condición humana está profundamente herida: «Arthur Koestler… estaba convencido de que el cerebro consta de dos mitades: una pequeña parte, ética y racional (todavía muy pequeña) y una enorme trastienda cerebral, bestial, animal, territorial, cargada de miedos, de irracionalidades, de instintos asesinos… Es una teoría. ¿Es la mía? Intento presentarla en mi obra» (13). Todo ese fondo oscuro puede despertarse por odio, pero también por puro tedio. En el mal hay una curiosa mezcla de horror y trivialidad. Es el problema del pecado original, que, según Steiner, la Ilustración ha ignorado y ha sido trastocado por las grandes mitologías pseudocientíficas de Marx, Freud y Lévi-Strauss.

Las nostalgias de Steiner

Steiner tiene algo del judío errante. Vaga por el mundo, de conferencia en conferencia, con una enorme carga moral. Es el peso del Holocausto y, detrás, el problema del mal, no planteado en teoría, sino incrustado en la propia sensibilidad. Padece el síndrome del superviviente que no puede sentirse cómodo porque, en cada triunfo personal, recuerda que se ha salvado, mientras otros han sufrido el horror. Esto le da, a veces, un tono tremendista en lo que tiene que ver con la historia del pueblo judío. Por eso, es bastante crítico con el pasado cristiano y, en general, con la historia de Occidente: «Voy a decirle algo: es posible, solamente posible, que todos aquellos países que asesinaron o expulsaron a los judíos jamás logren recuperarse plenamente, jamás vuelvan a ser culturalmente importantes». Y esto lo declaraba a un medio español (14).

Tiene un agudo sentido de decadencia. Y no le faltan razones, aunque, a veces, parece una expresión de la constante antropológica «cualquier tiempo pasado fue mejor»: cuando el deterioro personal por la edad nos induce a ver que todo alrededor se desmorona. La grandeza de Steiner consiste en ser intelectualmente honesto. Al buscar la verdad ha trazado su propio surco al margen de la corriente.

Conmueve su percepción del vacío existencial y su hambre de trascendencia. Pero le falta pasar de contemplar los trascendentales (verdad, bien, belleza) a afirmar su fuente. Se siente un superviviente rezagado, un último testigo de los valores espirituales, en una Atlántida que está sumergiéndose. Pero no sabe cómo trascender y proyectar al futuro lo entrevisto en el pasado. Esto transformaría su nostalgia en esperanza. No ha descubierto todavía su patria espiritual. «Cuando se tienen 71 años, uno intenta plantearse las cuestiones esenciales; ése es, por otra parte, el fin de la práctica judía: interrogarse, reconocerse a menudo culpable e intentar ser un peregrino de la vida» (15).

Panorama de su obra

Tiene especial interés su autobiografía Errata. Examen de una vida (Siruela, 1998) [cfr. servicio 164/98], que no es una relación completa, sino sólo un bosquejo que le sirve para hacer un análisis crítico de sus sucesivos contextos culturales. Su ensayo más importante es Presencias reales (Debate, 1991) [cfr. servicio 1/92], donde formula su tesis sobre el efecto de la trascendencia o de la falta de trascendencia en las artes y en la literatura.

Nostalgia del absoluto (Siruela, 1991) son unas conferencias de 1974 contra las mitologías de Marx, Freud y Lévi-Strauss, a quienes considera en mucha parte responsables del desfondamiento cultural y pérdida de sentido de la trascendencia.

Gramáticas de la creación (Siruela, 2001) desarrolla el mismo argumento, insistiendo en el contexto de la creación artística y criticando la frivolidad de los deconstruccionistas. También los cuatro escritos de En el castillo de Barba Azul (Gedisa, 1998) analizan la situación cultural.

Tiene varias colecciones de estudios literarios, como Lecturas, obsesiones y otros ensayos (Alianza, 1990), con dos artículos sobre el impacto cultural del Holocausto; y Pasión intacta (Siruela, 1997), que también contiene artículos sobre Simone Weil (a la que admira) y Heidegger. Después de Babel (FCE, 1981) está dedicado a los problemas de la verdad y de la traducción. Además, Lenguaje y silencio (Gedisa, 1982) y Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y revolución lingüística (Barral, 1973) recogen varios artículos sobre diversos temas.

En Antígonas (Gedisa, 1987) estudia la historia de este importante argumento. En La muerte de la tragedia (Azul, 2001) reflexiona sobre la desaparición actual de este género, al perderse su contexto existencial. Además, hay que tener en cuenta algunos pequeños relatos reunidos en El año del Señor (Andrés Bello, 1997) o en Pruebas y tres parábolas (Destino, 1993) [cfr. servicio 3/94]. Y la novela Traslado de A.H. a San Cristóbal (Destino, 1985). Quedan por traducir sus estudios sobre Martin Heidegger y su primer estudio sobre Tolstoi y Dostoievsky.

Juan Luis Lorda_________________________(1) Presencias reales, Destino, Barcelona (1998), 2ª ed., p. 276.(2) Nostalgia del absoluto, Siruela, Madrid (2001), p. 15.(3) La barbarie de la ignorancia, Taller de Mario Muchnik, Madrid (1999), p. 97.(4) Ibidem, pp. 104-105.(5) F. Nietzsche, La gaya ciencia, § 125.(6) Entrevista en L’Express (28-XII-2000).(7) Mi vida, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona (2000).(8) Ibidem.(9) Crónica en El País (17-I-2001).(10) Conferencia en la Universidad de Gerona, crónica en La Vanguardia (5-IV-2001).(11) Entrevista de Irene Hernández Velasco, en El Mundo (10-V-2001).(12) Ibidem.(13) La barbarie de la ignorancia, pp. 62-63.(14) Entrevista en El Mundo (10-V-2001).(15) Entrevista en L’Express (28-XII-2000).

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