Sudáfrica: el precio de la reconciliación

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¿Es posible erradicar las desigualdades históricas sin caer en un «racismo negro»?
Johannesburgo.- Con la «acción afirmativa» y los programas para poner más propiedades en manos de los negros el gobierno sudafricano intenta borrar cuanto antes las desigualdades heredadas del «apartheid». No obstante, este aspecto de la transformación tras diez años de democracia, no está exento de dificultades y trucos, además de provocar no pocos resquemores.

«Trabajo para chica negra», «puesto para joven indio», «se requiere contable mestizo»… son frases que se pueden leer a lo largo de una de las principales avenidas de Johannesburgo, en los carteles de una agencia de colocación que parece haber olvidado que también los sudafricanos blancos necesitan trabajo. Sin embargo, ni esa agencia ni muchas otras lo han olvidado, pero han de adaptarse a la política de la «acción afirmativa» («Affirmative Action») con la que el estado sudafricano intenta remediar las desigualdades en la esfera laboral creadas por el «apartheid».

La acción afirmativa está regulada por la Ley de Igualdad en el Empleo, aprobada en agosto de 1998, con el aplauso de la mayoría de diputados de color y las resignadas e inútiles críticas de la minoría blanca. La ley obliga a las empresas con más de cincuenta empleados a que la composición de su personal sea representativa de la población de Sudáfrica (75,2% negros, 13,6% blancos, 8,6% mestizos y 2,6% indios), además de dar preferencia, a la hora de contratar, a los negros, las mujeres y las personas discapacitadas.

El pobre «macho blanco»

En las empresas públicas esto es ya un hecho consumado, y para darse cuenta de ello no hace falta buscar entre las estadísticas del Ministerio de Trabajo: basta acercarse a la oficina de correos más cercana, a cualquier departamento municipal o incluso a las sucursales de las principales entidades bancarias del país. No obstante, este aspecto de la transformación que está experimentando Sudáfrica, al igual que muchos otros, no está exento de dificultades, además de provocar no pocos resquemores.

Se oye cada vez con más frecuencia que ser «pale male», o «macho blanco», en la nueva Sudáfrica es lo peor que le puede pasar a uno. Para esta categoría de ciudadanos, cada día es más difícil conseguir trabajo, lo cual está provocando un éxodo de gente bien preparada en campos vitales. Sólo el año pasado, más de 10.000 sudafricanos emigraron a Europa, América y Australia, la mayoría de ellos, profesionales cualificados, profesores, médicos y enfermeras: es el mal social conocido como «brain drain», o fuga de cerebros.

Y, aunque esto sea un hecho indiscutible, también es verdad que muchas de las conversaciones dominadas por las quejas sobre los pobrecitos «pale males» se tienen en los jardines de lujosas mansiones, normalmente alrededor de una suculenta barbacoa, precisamente entre «machos blancos» que disfrutan de posiciones profesionales envidiables.

Quitar a unos para dar a otros

Hace unos días, algunos miembros de las juventudes del sindicato predominantemente blanco «Solidarity» se encerraron dentro de una jaula (vacía) del Zoo de Pretoria para simbolizar que se sentían prisioneros en la nueva Sudáfrica, donde «la acción afirmativa discrimina a los jóvenes trabajadores blancos», según dijo uno de ellos.

Para el partido tradicionalista «afrikaner» Freedom Front Plus (FF+), la acción afirmativa es la culpable del rápido crecimiento en Sudáfrica de un nuevo grupo social: los blancos pobres. Willie Spies, miembro del Comité Ejecutivo y encargado de asuntos laborales del FF+, asegura que la política gubernamental de redistribución de la riqueza y la acción afirmativa son las responsables de la creciente pobreza entre los «afrikaners». «Como la economía no crece al mismo ritmo que la redistribución, la única salida es quitar a unos para dar a otros. Además, la acción afirmativa impide que los blancos que han perdido su trabajo puedan ser reabsorbidos en el mercado», señala Spies.

Incluso el mismo presidente de Sudáfrica, Thabo Mbeki, reconocía el problema, meses después de haber dicho, durante su campaña electoral, que no era consciente de que existiera pobreza entre los sudafricanos blancos. En un reciente boletín semanal de su partido, Mbeki escribió: «Entre 1998 y 2004, el número de hogares pobres blancos creció un 30%, hasta 182.000, mientras que el número de hogares africanos en esta misma categoría disminuyó un 16%, hasta 3,1 millones».

Hay un precio que pagar

Por otro lado, la acción afirmativa, en bastantes casos, lleva a la contratación de personal que todavía no está preparado para desarrollar determinadas tareas, especialmente en el área de la administración pública y servicios.

La creciente frecuencia de los apagones en las ciudades, la mala atención al público en las oficinas municipales o el desarreglo en las cuentas públicas hacen resucitar, o confirmar, viejos prejuicios racistas: «esta gente está hundiendo el país»; «vamos a terminar como en Zimbabue»… son algunas de las expresiones más en boga entre la población blanca. Los que así hablan probablemente no se dan (o no quieren darse) cuenta de que por cada farola que no funciona en uno de sus lujosos barrios puede que haya cien mil personas de color que usan electricidad por primera vez en sus vidas.

Quizá la pregunta clave la hizo Thabo Mbeki en su discurso sobre el Estado de la Nación, durante la apertura del año legislativo 2005: «¿Es posible erradicar las consecuencias del racismo blanco sin sustituirlo por un ‘racismo negro’?». «Así como la lucha para acabar con el dominio de la minoría blanca tuvo su precio, nuestros esfuerzos para alcanzar la reconciliación nacional también tendrán el suyo. Ese precio tendrá que ser pagado por todos los sudafricanos, tanto negros como blancos», respondió el mismo presidente.

Otros contestan a esa pregunta sin tantos rodeos y con mucha menos filosofía, como comentaba un granjero «afrikaner», racista hasta la médula: «No sé de qué nos quejamos. Esto es lo mismo que nosotros hicimos con ellos durante cuarenta años. Ahora nos toca aguantarnos…»

Jerónimo NisaBEE: hecha la ley, hecha la trampa

La acción afirmativa no es la única medida destinada a la transformación del país que levanta continuas polémicas. Por un motivo u otro, la política de fortalecimiento económico de la población negra, más conocida por sus siglas en inglés, BEE («Black Economic Empowerment»), aparece casi a diario en los medios de comunicación.

El BEE reúne los programas para poner más riqueza en manos de los negros sudafricanos, en un intento por borrar cuanto antes las diferencias impuestas por el régimen del «apartheid». Diez años después de la caída de ese régimen, aunque el poder político ha pasado a manos negras, el dinero y la influencia económica siguen en poder de los blancos.

Con la facilidad que caracteriza a la lengua inglesa para crear nuevas palabras y expresiones, el BEE se ha convertido en el pan de cada día en la sociedad sudafricana, y así se habla de una «compañía BEE», un «acuerdo BEE», un «empresario BEE» o un «contrato BEE», cuyo uso es mucho más «politically correct» que decir, por ejemplo, una «empresa de negros».

Un puñado de ricos negros

No se trata sólo de nombres o buenas intenciones: estos programas se traducen en leyes, como, por ejemplo, la que obliga a las compañías mineras, bancos, petroleras y aseguradoras a vender el 26% de sus activos a empresarios de color antes de 2014.

Sin embargo, cada vez son más las voces que se levantan contra el BEE, aunque en este caso los principales críticos no son las grandes corporaciones tradicionalmente blancas, sino los mismos negros y, especialmente, algunas de las facciones del Congreso Nacional Africano (CNA), en el poder desde 1994 y artífice del BEE.

Recientemente, el secretario general del CNA, Kgalema Motlanthe, señalaba que el BEE está beneficiando sólo a un puñado de empresarios que ya son bastante ricos: «Cuando las grandes firmas blancas llegan a acuerdos con socios negros, vemos los mismos nombres una y otra vez», se quejaba Motlanthe. Se refería a los «cuatro grandes» de las finanzas africanas: Saki Mazocoma, Cyril Ramaphosa, Tokio Sexwale y Patrice Motsepe. Este último, por ejemplo, podría convertir su empresa, Harmony, en el primer productor de oro mundial si la competencia, la minera Gold Fields, acepta finalmente su oferta de compra.

Empresas teñidas

Los números dan la razón a los críticos. En el año 2003, sólo 6 consorcios BEE se llevaron el 72% de las transacciones (unos 4 millones de euros). Todavía no se dispone de estadísticas de 2004, pero los analistas coinciden en que los porcentajes no cambiaron mucho, aunque ciertamente se hizo un esfuerzo por repartir mejor la tarta.

Además, el BEE suscita temores entre inversores extranjeros. Un estudio realizado por la Cámara de Comercio Estadounidense en Sudáfrica ha revelado que, a la hora de invertir, el 74% de las 65 empresas encuestadas se ven afectadas negativamente por el problema de la copropiedad local de los activos.

Por otro lado, y como se suele decir, «hecha la ley, hecha la trampa». De la noche a la mañana, un número todavía indefinido de compañías se han teñido de color negro como por arte de magia. Ahí tenemos, por ejemplo, el caso de Africa Dube.

El señor Dube («Africa» es su nombre de pila) es director general de una empresa de tecnología informática, pero ni siquiera sabe qué es eso. Aunque su compañía tiene activos millonarios, Dube continúa viviendo en una chabola de adobe. El «director general» pasa la mayor parte de su jornada laboral en su amplia y moderna oficina, matando el tiempo con juegos de ordenador, excepto cuando le ponen delante un cheque o un documento para que los firme (operación que requiere sólo unos segundos, puesto que Dube no recibe ninguna explicación sobre lo que está haciendo).

Dube fue ascendido de chófer a director de la compañía CKB por sus jefes blancos, con el fin de obtener contratos más fácilmente en la corporación metropolitana de Durban (en la costa oriental de Sudáfrica). Al presentar sus credenciales con la firma de Dube (en vez de un «Williams», un «Smith» o un «Van der Merwe»), la CKB parecía una empresa más africana, consiguiendo así ventaja sobre los competidores estrictamente «blancos».

Lógicamente, se desconoce el número de empresas «africanas» que están usando el, vamos a llamarlo, «truco del BEE». Pero tras este caso, que fue el primero en descubrirse, otros similares, con jardineros y mozos de limpieza ocupando cargos en las juntas directivas, están apareciendo cada vez con más frecuencia en las primeras páginas de los rotativos sudafricanos.

Del gobierno a la empresa

Picaresca aparte, otro serio problema en la aplicación del BEE es la falta de reglas de juego claras. Hace unas semanas, un ex alto funcionario del Gobierno, Andile Ngcaba, lideró un consorcio para comprar el 15,1% de la semipública Telkom, la mayor compañía telefónica del contiente africano.

Este hecho no habría levantado ninguna sospecha si Ngcaba no hubiera sido, hasta hace sólo un año, director general del Departamento de Comunicaciones del Estado, responsable de regular la privatización de Telkom y la venta inicial de un 25% de sus acciones.

«Este acto es representativo de la peor forma de BEE, que beneficia sólo a una pequeña elite», se lamentó COSATU, la mayor confederación sindical del país. Y la Alianza Democrática, principal partido de la oposición, lo calificó como un modo más de enriquecimiento de un pequeño grupo que posee los contactos adecuados.

«No hay que exagerar», se defiende Ngcaba, «nadie levantaría ni una ceja si los que hicieran esas compras fueran los Oppenheimer», la familia propietaria de De Beers, el imperio mundial de los diamantes.

El Gobierno no ha hecho oídos sordos a estos lamentos. El Ministerio de Industria y Comercio acaba de hacer públicas las líneas maestras de una nueva forma de BEE. Se trata de un programa que, según el ejecutivo, llegará a una base más amplia, es decir, un «Broad-Based Black Economic Empowerment».

Algunos han recibido el anuncio con escepticismo. Pero, funcione o no, una cosa es cierta: al menos, el pintoresco inglés sudafricano ya se ha enriquecido con una nueva expresión: «BBBEE».

La realidad vista en blanco y negro

Cuando el presidente Mbeki se refería en su discurso sobre el Estado de la Nación a las dificultades del proceso de transformación de la sociedad sudafricana, no estaba pensando exclusivamente en la esfera laboral o en los negocios. La realidad es que, después de diez años de democracia, la sociedad sudafricana está aún permeada de cierto racismo. No una segregación en los mismos términos impuestos por el «apartheid», pero racismo al fin y al cabo.

Por un lado, ciertos sectores de la sociedad continúan siendo tan racistas como hace diez años. Se trata, sin duda, de los mismos extremistas que uno puede encontrar en cualquier parte del mundo (también en países africanos exclusivamente negros, donde el racismo tribal está todavía muy lejos de ser erradicado), con la diferencia de que en Sudáfrica esa actitud está psicológicamente avalada por una herencia de cuarenta años. Estos individuos, afortunadamente pocos, no dudan en manifestar abiertamente sus ideas, a veces de forma violenta.

Por otro lado, existe un tipo de racismo que no se manifiesta abiertamente y que nadie está dispuesto a reconocer, pero que afecta a la gran mayoría de blancos en este país. Y no sólo a aquellos que, incluso habiéndose opuesto al «apartheid», conservan en sus venas la herencia de esos cuarenta años, sino también a los recién llegados. Un colega periodista, destinado a Sudáfrica hace pocos meses, hablaba de la chapuza organizada por un electricista que había ido a su casa a reparar el calentador de agua. Al final de su relato añadió: «¡y lo que más me sorprende es que el tipo era blanco!». Enrojeció al darse cuenta de las implicaciones de lo que acababa de decir, pidió perdón, aunque en cierto modo se tranquilizó cuando oyó «no te preocupes, creo que nos pasa a todos después de un tiempo aqu텻

Nuevas generaciones

Hay aún otra clase de racismo, no en sentido estricto, que afecta a todos los ciudadanos, blancos, negros, indios y mestizos. Se trata de la propensión crónica a ver cualquier faceta de la vida en términos de «blanco o negro». En la esfera política, dominada por los negros, esta actitud se manifiesta con frecuencia en un constante victimismo, utilizado como arma defensiva. No pocas veces, el partido gubernamental, al verse criticado sobre este o aquel aspecto de su gestión, recurre a la acusación de «racista» si las críticas proceden de un sector blanco.

Está claro que al «milagro sudafricano», como se califica (y con razón) a la pacífica transición que el país ha experimentado, todavía le queda un largo camino para que pueda considerarse completo. Se dice con frecuencia que se necesitarán al menos dos generaciones para cerrar las heridas abiertas y cambiar ciertas mentalidades y actitudes. Lo positivo es que las señales del cambio están a la vista: basta mirar a los niños nacidos después de 1994, cuyo conocimiento de la segregación se limitará a las clases de Historia en la escuela.

Aunque sólo sea un pequeño, aunque significativo, botón de muestra de esa transformación básica y real, que no tiene nada que ver con las directivas o los fondos del gobierno, ahí tenemos la película «U-Carmen eKhayelitsha», premiada con el Oso de Oro en Berlín. La producción es una versión en lengua xhosa de la ópera «Carmen» de Bizet, interpretada por actores negros y rodada en un mísero barrio de chabolas. En conjunto, algo impensable hace sólo diez años cuando, al decir de un comentarista local de arte, «ópera era simplemente una palabra de cinco letras asociada con la exclusividad y el privilegio de los blancos».

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