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Nosotros, los moderados

publicado
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El “Aspen Ideas Festival” (Colorado, EE.UU.) es un foro donde se reúnen intelectuales, artistas, empresarios… para hablar de “ideas que importan”. La verdad es que uno consulta el programa de las conferencias de este año y lamenta no estar allí. Expertos mundiales conversan sobre tendencias sociales, política, arte, educación, ciencia… Y todo esto con un pie puesto en la actualidad.

Pero se ve que nada es perfecto. La columnista Chrystia Freeland sí estuvo en el festival de las ideas que importan. Y hubo algo que no le gustó demasiado: la sensación, transmitida conferencia tras conferencia, de que prácticamente todos los problemas de EE.UU. se debían a la ausencia de un “centro razonable”.

Freeland explica en el New York Times el desconcierto de muchos de los asistentes al “Aspen Ideas Festival”. ¿Dónde están –parecían preguntarse– esos políticos moderados capaces de buscar el bien común; de sobreponerse al partidismo; de limar los ásperos extremos en que se ha convertido hoy la política estadounidense?

Un ejemplo de “pose moderada” es el de aquellos que crean un falso centro –el suyo– a fuerza de inventar posiciones extremas

Como guerreros felices

Dos días después, en un artículo publicado en el mismo diario, Arthur C. Brooks se detenía en los resultados de varias encuestas curiosísimas que trataban de averiguar quiénes son más felices: ¿los conservadores o los progresistas?

Una de las encuestas revelaba que los estadounidenses que están a los extremos del arco ideológico son más felices que los que están en un difuso centro. En efecto, los que se consideran “sumamente conservadores” o “sumamente progresistas” se declaran “muy felices” (el 48% los primeros, y el 35% los segundos), frente al 26% de “moderados” que se consideran “muy felices”.

¿A qué se debe esto? Los encuestadores no se mojan. Y Brooks lanza una hipótesis endeble. “Es posible que a los extremistas les funcione una visión del mundo cerrada, donde solo hay buenos y malos. Tienen la seguridad de saber qué está mal y a quién hay que plantar cara. Son como guerreros felices”.

Cualquiera que sea la explicación, añade Brooks, los resultados de las encuestas son incómodos. Porque resulta que los acampados de Occupy Wall Street podrían ser más felices que los moderados yuppies que se reían de ellos desde sus confortables oficinas. Y, peor aún, todavía podrían ser más felices los siempre analfabetos seguidores del Tea Party. Conclusión que los lectores del New York Times pueden encontrar deprimente.

No se sabe muy bien qué es lo que pretende Brooks con este artículo. Sospecho que no solo quiere calentar al personal progresista de su diario. Parece más bien que, al igual que Freeland, está poniendo ante los demás –para desenmascararla– la pose de quienes se presentan como moderados y, a la vez, dejan a los demás en la incómoda posición de tener que demostrar que no son unos radicales.

Separados del resto

Un ejemplo paradigmático de “pose moderada” es el de aquellos políticos, intelectuales, comunicadores… que crean un falso centro –el suyo– a fuerza de inventar posiciones extremas. Se hacen dos bandos, se simplifican sus posiciones, y luego se añade: pero yo digo esto. ¡Qué listo!

Aquí radica el problema de la “pose moderada”: no en que existan dos bandos extremos (que, en algunos casos, de hecho existirán), sino en que, para que mi postura aparezca como “la moderada”, previamente los cree.

Este tipo de enmarcados ficticios se utilizan a menudo en los debates en torno a la familia. Ocurre, por ejemplo, que cuando los partidarios de los “nuevos modelos de familia” hablan de la familia “tradicional” se refieren a modelos culturales que, desde luego, no defienden todos los partidarios del matrimonio.

La familia de madre y padre casados no es sinónimo, por mucho que un sociólogo tan destacado como Anthony Giddens quiera verlo así, de un hogar donde “el padre es el sustento económico y la madre ama de casa”. Ni tampoco es equiparable al “modelo de familia del padre estricto”, como quiere George Lakoff.

La “pose moderada” tiene algo de actitud insolidaria. Allá la tribu si queda como intolerante; lo importante es salvarme yo. No sé. Parece más honrado reconocer que, en la vida normal de las personas, hay discrepancias insalvables (no necesariamente radicales) y convivir con ellas de la manera más pacífica posible.

En este sentido, resulta más atractiva la actitud de desacuerdo que muestra ese galán del pensamiento que fue André Frossard. “La actualidad nos mostraba su cabalgata habitual de crímenes y de absurdidades: cada uno sacaba la moraleja del lamentable desfile, de acuerdo con sus convicciones; él viéndolo maniobrado por las izquierdas, yo por las derechas. Hecha la comprobación de nuestros desacuerdos, nos tumbábamos sobre nuestras posiciones, más que nunca separados, más que nunca inseparables”.

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