Neoconservadores, los estrategas del nuevo mundo «unipolar»

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Los intelectuales que han aportado la justificación geopolítica de la guerra contra Irak
EE.UU. ha librado su guerra contra Irak en virtud de nuevos principios geopolíticos: acción independiente de EE.UU. en un mundo unipolar, ataque preventivo contra un «Estado rufián», activismo decidido de EE.UU. en el mundo, lejos de la tentación aislacionista. Estos flamantes principios cobraron vigor tras el 11-S, pero las ideas de fondo son anteriores: venían proponiéndolas desde hace muchos años unos intelectuales norteamericanos conocidos como «neoconservadores». Es interesante, por eso, saber quiénes son, de dónde proceden, qué piensan y cómo han llegado a moldear la política exterior de Estados Unidos, que afecta al mundo entero.

En 1992, Paul Wolfowitz y Lewis Libby, asesores del entonces secretario norteamericano de Defensa, Dick Cheney, elaboraron para su jefe un análisis titulado Defense Planning Guidance. Ahí proponían la hoy famosa noción de «ataques preventivos», así como elevar el gasto militar estadounidense para dar al país una superioridad de fuerzas tan aplastante que nadie pudiese retarlo. Añadían que Estados Unidos debía, frente a las amenazas a su seguridad, estar «preparado para actuar de modo independiente cuando no se pueda concertar una acción colectiva».

Todo eso no era expresión de la postura oficial, sino un intento de convencer a Cheney, que el año anterior había apoyado -contra el parecer de sus dos asesores- la decisión de no prolongar la guerra del Golfo hasta derrocar a Sadam. En plena campaña electoral, la filtración del documento puso en situación embarazosa al gobierno de Bush padre, que lo consideró demasiado contundente y decidió archivarlo.

En 1996, las mismas ideas fueron propuestas en un artículo muy comentado: «Toward a Neo-Reaganite Foreign Policy», firmado por Robert Kagan y William Kristol en la revista Foreign Affairs. Sostenían que la era Clinton adolecía de pasividad frente al terrorismo internacional, como los años anteriores a Reagan fueron de pasividad frente a la estrategia expansiva del comunismo. Hacía falta una reacción similar a la energía mostrada en su día por Reagan.

En enero de 1998, dieciocho personalidades dirigieron una carta abierta a Clinton. Decían que la política de contención con Irak había sido un fracaso, y que desalojar a Sadam «ha de convertirse en el objetivo de la política exterior norteamericana». Entre los firmantes se encontraban Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Richard Armitage y Richard Perle.

De los «think tanks» al gobierno

Hoy, esas ideas han sido oficialmente incorporadas a la Estrategia Nacional de Seguridad aprobada en 2002. Varios de sus promotores ocupan cargos en la Administración de Bush hijo. Rumsfeld es secretario de Defensa, y Wolfowitz, vicesecretario; Libby es jefe del gabinete del vicepresidente, Dick Cheney; Armitage es vicesecretario de Estado. A ellos hay que añadir a Douglas Feith, uno de los subsecretarios de Defensa, así como a Elliott Abrams, responsable de Oriente Próximo en el Consejo Nacional de Seguridad.

Otros prosiguen sus actividades fuera del gobierno: Kristol dirige The Weekly Standard, revista entre popular y culta que divulga las opiniones del grupo; Perle es investigador del American Enterprise Institute (AEI), importante think tank de la misma corriente en el que han trabajado algunos de los hombres ya citados; Kagan reside en Bruselas, donde ejerce de comentarista para el Washington Post, The New Republic y The Weekly Standard. La galería de personajes se completa con otros intelectuales como Charles Fairbanks, profesor de Relaciones Internacionales en la Johns Hopkins University, o Daniel Pipes, hijo del famoso historiador judío de origen polaco Richard Pipes y autor de libros que fustigan el fundamentalismo islámico. También se suele incluir a Francis Fukuyama entre los autores que emiten en esta onda.

La contribución de estos personajes a la política norteamericana es hoy expresamente reconocida. El pasado 26 de febrero, el presidente George Bush dijo durante una visita al AEI: «Sois algunos de los mejores cerebros de nuestro país… Mi gobierno emplea a una veintena de vosotros».

Liberales desencantados

Pero ¿qué tienen en común estos cerebros? No son de la vieja derecha que es la base tradicional del partido Republicano; varios proceden de la izquierda y unos cuantos se consideran demócratas. Muchos son judíos, con raíces intelectuales -y aun familiares- en Europa central. Tienen una brillante formación superior, aunque pocos han seguido la carrera académica, y en general han desarrollado su actividad fuera de las universidades: en ciertas revistas de pensamiento (Commentary, National Review, The New Republic, The Public Interest…) y determinados think tanks (AEI, Hudson Institute, The Heritage Foundation…), así como en anteriores gobiernos republicanos. Han tenido los mismos eminentes profesores o autores de referencia: Allan Bloom, Leo Strauss, Albert Wohlstetter. Son, en fin, los «neoconservadores».

Los neoconservadores no son tan nuevos. En los años setenta hubo una primera generación, cuyos más célebres representantes son Irving Kristol (padre de William), codirector de la revista The Public Interest, y Norman Podhoretz, fundador de Commentary. Eran izquierdistas (o liberales, en la terminología norteamericana) desencantados, que empezaron a criticar el Estado-Providencia incapaz de resolver los problemas sociales. Sus antiguos compañeros de la izquierda les pusieron el título de «neoconservadores», con intención despectiva, para subrayar que no eran verdaderos liberales, sino quintacolumnistas de la derecha.

Pero aunque los neoconservadores han acabado por militar mayoritariamente en las filas republicanas, no son como los derechistas de siempre. Tampoco están en la «derecha religiosa» del Bible Belt sureño, que es otra fuerza importante del republicanismo actual, ni comparten las causas «morales» que ella abraza (restricción del aborto, oración en las escuelas…). Sus orígenes están en los ambientes intelectuales, durante tantos años coto de la izquierda. Rechazan casi todos los atributos del conservadurismo tradicional. En palabras de Fukuyama, «los neoconservadores no quieren en absoluto defender el orden de las cosas tal como es, fundado sobre la jerarquía, la tradición y una idea pesimista de la naturaleza humana» (Wall Street Journal, 24-XII-2002).

Idealistas anti-Kissinger

Los de segunda generación siguen la estela de sus padres, pero su combate se centra en la política exterior mucho más que en la cuestión social. Al fin y al cabo, las ideas neoconservadoras en este segundo terreno se han hecho patrimonio común: ha sido un presidente demócrata, Bill Clinton, quien ha consumado la reforma de la asistencia pública.

En materia internacional, los neoconservadores son idealistas convencidos del poder de la acción política para cambiar las cosas. Lejos del relativismo, creen en el valor universal y la superioridad moral de la democracia, y del sistema norteamericano en particular. No son aislacionistas, al contrario: cultos y buenos conocedores del extranjero, no pretenden que Estados Unidos se repliegue en sus problemas internos. Son internacionalistas, partidarios de un activismo decidido de su país en el mundo. Pero no lo son a la manera de la vieja guardia republicana, que solo mira los intereses nacionales. Critican duramente la Realpolitik que establecía alianzas con quien fuera, según la conveniencia del momento y sin mirar la naturaleza del régimen que apoyaba: Kissinger es su antimodelo. Por eso no se los puede llamar imperialistas en el sentido tradicional del término.

Tampoco son internacionalistas al clásico estilo demócrata, wilsoniano (por el presidente Woodrow Wilson, promotor de la efímera Sociedad de Naciones), de Carter o de Clinton. Para ellos, estos bienintencionados líderes eran unos ingenuos que contaban con las instituciones internacionales para expandir la democracia. Los neoconservadores tienen poco aprecio por la ONU, que tiende -dicen- a producir un compromiso entre buenos y malos. Por la misma razón, se oponen a los tratados internacionales originados en la Guerra Fría, que buscan la seguridad mediante el equilibrio de armamento o el reparto del mundo en áreas de influencia. Todo eso, sostienen, supone no darse cuenta de que la era de los bloques ha pasado y el mundo se ha hecho «unipolar» (término inventado por el comentarista neoconservador Charles Krauthammer, habitual en las páginas del Washington Post); también indica que no se atiende a cuáles son los poderes buenos y cuáles los malos en la escena internacional.

Un rasgo más, muy marcado, de los neoconservadores es su apoyo incondicional a Israel, cualquiera que sea el gobierno de turno en Jerusalén.

El 11-S cambia todo

¿Cómo han llegado los neoconservadores a alcanzar influencia en la actual política estadounidense? Eran conocidos en el entorno republicano porque varios habían servido en las administraciones de Reagan y Bush padre. La «veintena» a la que se refirió Bush en febrero entró en el gobierno, sobre todo, de la mano de Cheney y Rumsfeld, sus principales valedores, aunque no son realmente del grupo.

Pero así como en 1992 las propuestas de Wolfowitz y Libby no tuvieron fortuna con el gobierno de entonces, George Bush hijo hizo poco caso de los estrategas neoconservadores durante el primer año de su mandato. Empezó definiendo su política exterior de modo muy poco neoconservador: sería, dijo, «modesta pero firme»; nada del nation-building de Clinton, que se había involucrado demasiado en el mundo. La relativa inacción del nuevo gobierno norteamericano en el conflicto palestino-israelí es muestra de esa línea. El mayor influjo en la agenda internacional del presidente no venía de los neoconservadores, sino de la asesora de seguridad Condoleezza Rice, cuyo principal objetivo, mejorar las relaciones con las otras potencias, estaba en la sintonía «multipolar».

El 11 de septiembre cambió todo. «Sin el 11 de septiembre -dice un alto funcionario citado, sin nombrarlo, por el New York Times (23-III-2003)-, nunca habríamos sido capaces de poner Irak en el primer lugar de la agenda. Solo entonces este presidente se mostró dispuesto a preocuparse por lo impensable: que el próximo ataque podría ser con armas de destrucción masiva suministradas por Sadam Husein». Fue entonces cuando se percibió una situación inédita y un vacío de pensamiento geopolítico dejado por el fin de la Guerra Fría. Bush acudió a quienes ofrecían ideas nuevas para la nueva era. Tras muchos años, a los neoconservadores les llegó su momento.

Ideas sin exclusiva

En un extenso artículo sobre el ascenso de los neoconservadores, The Economist (26-IV-2003) advierte que sería exagerado pensar que una camarilla ha dominado la política exterior de Estados Unidos. Los neoconservadores, dice, no son tan poderosos como puede parecer. Realmente poderoso es el presidente, y quienes le asesoran son influyentes en la medida en que él quiere escucharles. Bush no siempre ha prestado oídos a los neoconservadores, ni ellos son las únicas voces en el entorno del presidente. En particular, ni los altos mandos militares ni el secretario de Estado, Colin Powell, son de esa tendencia. En una entrevista, a la pregunta de si la guerra contra Irak respondía a una nueva doctrina oficial de «ataques preventivos», Powell respondió con mucho énfasis: «No, no, no». Irak, dijo, había sido atacado por incumplir sus obligaciones internacionales, estipuladas en el armisticio de 1991, de desarme y de someterse a inspecciones de sus arsenales. Y añadió que se estaba dando una publicidad exagerada a la idea del «ataque preventivo», que en la Estrategia Nacional de Seguridad no es más que una posible medida entre otras (cfr. New York Times, cit.).

Por otra parte, según The Economist, la hora de los neoconservadores ha llegado gracias también a que proponen ideas que no son solo suyas, sino compartidas por otros en diversas medidas. El escepticismo hacia las instituciones multilaterales, la atención preferente a las nuevas amenazas, el menor aprecio por las alianzas tradicionales, la noción más moral de la política exterior… no son exclusivos de ellos y han ido ganando fuerza en Estados Unidos desde los tiempos de Reagan. Los neoconservadores han articulado una reflexión sistemática y una concepción coherente que ha cristalizado en proyecto político con el 11 de septiembre como catalizador.

De modo que el éxito de los neoconservadores no se debe solo a sus propios méritos. Por eso mismo, al igual que durante un decenio predicaron en el desierto, su estrella podría ser efímera.

Sus maestros

Si se rastrea la trayectoria universitaria de los neoconservadores, se ve que casi todos aprendieron de dos maestros que son sus principales fuentes de inspiración. Se trata de un estratega y de un filósofo, como explican Alain Franchon y Daniel Vernet en Le Monde (16-IV-2003).

El estratega

El primero es Albert Wohlstetter (1913-1997), matemático y especialista en estrategia militar, profesor de la Universidad de Chicago y analista de la Rand Corporation, un think tank californiano. En Chicago dio clase a Paul Wolfowitz, quien más tarde conoció a otros neoconservadores (Richard Perle, Charles Fairbanks) en el entorno de Kenenth Adelman, profesor de Seguridad Nacional en Georgetown y seguidor del matemático.

Wohlstetter, considerado uno de los padres de la doctrina nuclear norteamericana, asesor de gobiernos republicanos y demócratas, criticó la postura tradicional de la détente: la MAD (destrucción mutua asegurada), que se basaba en el equilibrio de fuerzas. La idea era que si ambos bloques tenían la capacidad de causar catástrofes irreparables al enemigo, ninguno de los dos querría ser el primero en pulsar el botón. Wohlstetter consideraba la MAD a la vez inmoral e ineficaz. Inmoral, porque admitía por principio el uso de armas atómicas contra la población civil; ineficaz, porque suponía mantener arsenales para no hacer uso de ellos mediante una disuasión basada en la amenaza creíble de usarlos.

En lugar de la MAD, Wohlstetter propuso la «disuasión graduada»: estar dispuestos a aceptar guerras limitadas, incluso con armamento nuclear táctico, en las que se empleara en todo caso armas inteligentes de gran precisión contra las instalaciones militares enemigas. Criticaba por eso los acuerdos nucleares con la URSS, que buscaban un equilibrio artificial, cuando Estados Unidos era capaz de superar al adversario e imponer así una eficaz contención. Se trataba, pues, de promover la creatividad tecnológica norteamericana, hasta entonces frenada por el imperativo de no ir más allá de los soviéticos. Reagan le hizo caso y puso en marcha la Iniciativa de Defensa Estratégica (vulgarmente llamada «guerra de las galaxias»), antecesora de la Defensa Antimisiles adoptada por Bush junior.

El filósofo

En la Universidad de Chicago, Paul Wolfowitz y William Kristol tuvieron como profesor a Allan Bloom (1930-1992), famoso por su obra de 1987 The Closing of the American Mind (traducida al español con el título El cierre de la mente moderna). Bloom era un severo crítico del relativismo: en su libro denuncia que, en nombre de lo «políticamente correcto», las universidades norteamericanas inculcan en los alumnos un indiferentismo cultural que da por buenos aspectos de culturas no europeas atentatorios a las libertades.

Bloom transmitía las enseñanzas de su maestro, el filósofo judío de origen alemán Leo Strauss (1899-1973). Emigrado a Estados Unidos antes de la II Guerra Mundial, este pensador ateo fue profesor de filosofía política en la Universidad de Chicago de 1949 a 1968. Es reconocido sobre todo por su vasto y hondo conocimiento de los clásicos occidentales, a los que exponía e interpretaba con brillantez y de los que extrajo ideas para el presente.

De su experiencia bajo la República de Weimar, débil ante nazis y comunistas, Strauss dedujo que la democracia no se puede mantener si no se muestra firme frente a las tendencias totalitarias. Contra la tiranía, expansionista por naturaleza, una democracia ha de estar dispuesta a recurrir a la fuerza.

Mas ¿por qué en el siglo XX florecieron los totalitarismos? Strauss pensaba que la modernidad había llevado al rechazo de los valores morales objetivos. Si se abraza el relativismo y el historicismo, la democracia está inerme. Pues la cuestión decisiva, como subrayaban los antiguos, es la naturaleza del régimen político. Hay regímenes buenos y regímenes malos, y la reflexión no debe evitar hacer juicios de valor, porque los regímenes buenos tienen el derecho y el deber de defenderse de los malos.

Bloom enseñó esta crítica del relativismo a sus discípulos neoconservadores, que adoptaron el principio straussiano de «defensa activa de la democracia». Les diferencia de Strauss, sin embargo, su optimismo en relación con las posibilidades de extender las libertades por el mundo. Esto habría sido calificado de ilusión voluntarista por el maestro, para quien la maldad está profundamente inscrita en el común de los mortales y se precisa mucho estudio para elevarse sobre ella. Del pueblo, creía Strauss, solo cabe esperar una altura moral mínima por los oportunos oficios de la religión, mentira piadosa que conviene mantener. La verdad ha de quedar guardada en los círculos esotéricos, pues es mejor no decir a la gente que no hay Dios.

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