Los «derechos reproductivos» y sus interpretaciones

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Una causa que se promueve en la ONU
En las últimas conferencias mundiales sobre población (1994) y sobre la mujer (1995), aparecieron con fuerza en escena los «derechos reproductivos». Se trata de una causa prioritaria para las organizaciones de control de la natalidad, que presionan en la ONU para que se le otorgue reconocimiento internacional. En la práctica, tales derechos vienen a ser una avanzadilla del aborto, no incluido en ningún texto de derechos humanos. Pero, para que se pueda hablar en serio de «derechos reproductivos», es preciso examinar qué fundamento y sentido pueden tener.

Desde hace algunos años, las ONG influyen decisivamente en las políticas socioeconómicas de la ONU, como han puesto de manifiesto las últimas conferencias internacionales. Aunque el valor jurídico de sus declaraciones de principios sea muy débil, a través de ellas se pretende reforzar -o incluso reformular- determinados derechos humanos, introduciendo reformas que indirectamente pueden repercutir en las legislaciones internas de los Estados que las suscriben.

Uno de los objetivos prioritarios es ahora el reconocimiento universal de los llamados derechos reproductivos, como una categoría más de derechos humanos. Su inclusión en los planes de acción de las Conferencias internacionales sobre Población y Desarrollo (El Cairo, 1994) y sobre la Mujer (Pekín, 1995), suscitó la oposición y la fuerte reticencia de diversas delegaciones estatales. Coincidiendo con el cincuentenario de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el tema recobra especial actualidad con la preparación de la ICPD+5, que se desarrollará en Nueva York, del 30 de junio al 2 de julio de 1999 y tendrá como finalidad «examinar y evaluar el Plan de Acción de la Conferencia Internacional de Población y Desarrollo de El Cairo (1994)», al cumplirse cinco años de su aprobación. Aunque la convocatoria de la Asamblea General advierte que esa reunión «no tendrá por objeto renegociar los acuerdos contenidos en el Programa de Acción», la publicación oficial de la Carta sobre los derechos sexuales y reproductivos por la International Planned Parenthood Federation (IPPF) (ver servicio 45/98) vuelve a reabrir el debate sobre la naturaleza y el contenido de estos noveles derechos.

De El Cairo a Pekín

La primera formulación expresa de los derechos reproductivos acontece en la Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo celebrada en El Cairo en 1994 (par. 7.3), y reaparece con redacción casi idéntica al año siguiente en la IV Conferencia Mundial de la Mujer, en Pekín. En el plan de acción se afirma: «Los derechos reproductivos abarcan ciertos derechos humanos que ya están reconocidos en las leyes nacionales, en los documentos internacionales sobre derechos humanos y en otros documentos pertinentes de las Naciones Unidas aprobados por consenso. Estos derechos se basan en el reconocimiento del derecho básico de todas las parejas e individuos a decidir libre y responsablemente el número de hijos, el espaciamiento de los nacimientos y el intervalo entre estos, y a disponer de la información y de los medios para ello y el derecho a alcanzar el nivel más elevado de salud sexual y reproductiva. También incluye el derecho a adoptar decisiones relativas a la reproducción sin sufrir discriminación, coacciones ni violencia, de conformidad con lo establecido en los documentos de derechos humanos. En el ejercicio de este derecho, las parejas y los individuos deben tener en cuenta las necesidades de sus hijos nacidos y futuros y sus obligaciones con la comunidad. La promoción del ejercicio responsable de esos derechos de todos debe ser la base primordial de las políticas y programas estatales y comunitarios en la esfera de la salud reproductiva, incluida la planificación de la familia».

No existe aún ningún texto internacional sobre derechos humanos que aluda de forma expresa a los derechos reproductivos. Ciertamente, están reconocidas nacional e internacionalmente muchas de las facultades que la procreación humana comporta, tales como el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad; el derecho a la dignidad y al libre desarrollo de la personalidad; el derecho a la integridad física, a la libertad religiosa, ideológica y de conciencia; el derecho a la intimidad personal y familiar; el derecho al matrimonio y a fundar una familia; el derecho de la maternidad y la infancia a cuidados y asistencia especiales; el derecho a la educación, etc.

Salud y vida

En este sentido, es interesante comprobar el engarce establecido por los planes de acción de ambas conferencias entre los derechos reproductivos y el derecho a la salud. La salud es hoy una preocupación social limitada por condiciones económicas, educativas y políticas. Las mujeres constituyen el grupo social más numeroso y más inmediatamente afectado por esos condicionamientos: la salud femenina tiene efectos directos en la población y en la sociedad, en su vida y en su papel en el desarrollo. Por lo tanto, la salud de la mujer reflejaría el alcance de la justicia social en cada sociedad.

Sin prescindir de la trascendencia del reconocimiento del derecho a la salud -principalmente en los países en vías de desarrollo-, parece peligroso convertirlo en un derecho absoluto, sobre todo cuando la procreación es concebida como un riesgo o un daño para el bienestar personal, también económico. Amparándose en la salud reproductiva, se solicita el derecho a abortar, o se concibe como un deber público esterilizar a las personas que el Estado considera que no están en condiciones de tener más hijos, en favor de una mejor salubridad reproductiva: recuérdese el caso de China o el de la India.

Más justa y más próxima a la realidad de muchos padres -sobre todo en los países en vías de desarrollo- aparece la definición de la salud reproductiva cuando acentúa «el derecho a recibir servicios adecuados de atención a la salud que permitan los embarazos y los partos sin riesgos, y ofrezcan a las parejas las máximas posibilidades de tener hijos sanos». La salud nunca puede ser entendida como un fin en sí mismo. Está siempre al servicio de la vida, es signo y cualidad de la vida, jamás instrumento para la muerte propia y mucho menos para la ajena.

Derechos inéditos

La novedad de estos derechos no se debe tanto a la afirmación de su existencia, cuanto a las dimensiones de su contenido. No cabe hablar de derechos reproductivos de manera indiscriminada, sin precisar qué facultades o poderes jurídicos de actuación se incluyen bajo esa categoría. El núcleo del problema radica en que se pretende legitimar cualquier tipo de conducta relacionada con la procreación humana basándose en un difuso e ilimitado derecho a la autodeterminación física, que supondría reconocer al individuo facultades soberanas sobre su cuerpo y hacer de la autonomía -del libre desarrollo de la personalidad- el bien supremo, hasta el extremo de afirmar que el derecho a elegir es más importante que lo elegido. Para quienes apoyan esa tesis, un Estado pluralista y laico debería limitarse a garantizar de la mejor forma posible la libre elección individual con independencia de su contenido. Su función consistiría en proteger las decisiones reproductivas -incluido el aborto- y facilitar los medios para acceder fácil y legalmente a todas y cada una.

La principal discusión se centra en torno a la secular polémica sobre si el fundamento último del Derecho debe ser iusnaturalista o positivista. En otras palabras, si el objeto de la justicia -es decir, el derecho en su sentido propio y primario- consiste en dar a cada uno su derecho subjetivo -la facultad de hacer, de omitir o de exigir- o en dar a cada uno la cosa justa, o sea, lo que pertenece y corresponde al titular.

Quienes optan por la primera solución -dar a cada uno su derecho subjetivo, en un sentido estricto y absoluto- incluyen estos derechos entre los llamados de la cuarta generación. Entre ellos, además de los derechos del ecosistema y los de autodeterminación informativa, estarían comprendidos los basados en la libertad y en la dignidad de la persona para configurar un nuevo estatuto de la vida y del patrimonio genético en las sociedades desarrolladas.

Idea maximalista de la autonomía

La gran dificultad es que los derechos reproductivos no están constitucionalizados de forma expresa en la mayoría de los países. En consecuencia, se hace preciso recurrir a otros valores, principios y derechos fundamentales, puestos al servicio de una interpretación maximalista de la libertad. Y aquí radica el principal núcleo del problema que plantean los derechos reproductivos: en la definición y delimitación de su contenido está en juego, en último término, el modo de concebir la integración -armónica o despótica- entre la libertad y la naturaleza humana; entre la dignidad humana y los derechos que le son inherentes, y el libre desarrollo de la personalidad.

No es suficiente la positivización legal de una libertad para que se convierta en derecho, y menos aún en un derecho humano. Se precisa un prius que lo justifique. Una libertad llega a ser un derecho humano cuando al interés legítimo se une un valor universal o moral reconocido como tal por la comunidad internacional. Esto es, debe tratarse de un bien o una facultad que realmente le pertenezca, que le sea debido en justicia. Sólo entonces estamos ante un derecho humano en sentido propio.

«La dignidad humana, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad» -terminología empleada por el art. 10.1 de la Constitución española de 1978 y por la Declaración Universal de Derechos de 1948 (cfr. arts. 3, 6 y 22)- se deben manifestar no sólo en los derechos expresamente reconocidos sino también en los ámbitos de libertad negativa, en la medida en que estos no vulneren otros derechos o bienes jurídicamente protegidos. Persona no es aquí un concepto jurídico, sino un concepto moral que se identifica con ser humano, independientemente de sus condiciones concretas de existencia biológica, social y política. La dignidad de la persona es una cualidad esencial de todo ser humano, mientras que el libre desarrollo de la personalidad es una tarea o conquista. En último término, esos derechos implican el deber de respetar la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad de los demás, el reconocimiento de que son fines en sí mismos, no susceptibles de ser instrumentalizados.

De estas consideraciones se concluye que no pueden concebirse como derechos reproductivos ni el genérico derecho a un hijo ni aquellas facultades o poderes de actuación que supongan un atentado contra los derechos fundamentales o libertades del ser humano, tales como: el derecho a la vida, el derecho a una identidad genética (discutido en la experimentación embrionaria), el derecho a la integridad física, psicológica y existencial que condicionan el libre desarrollo de la personalidad (vulnerado en los casos de procreación heteróloga seguida de convivencia con el padre o madre legal, o de experimentación embrionaria) o, finalmente, el derecho a una familia (tampoco respetado en las situaciones de inseminación post mortem o en la practicada por homosexuales o mujer sola).

¿Libertad positiva o negativa?

Todo derecho subjetivo comporta tres planos. En primer término, el reconocimiento de un conjunto de facultades o poderes jurídicos de actuación. En segundo lugar, un haz de deberes exigible a terceras personas en sus relaciones con el titular del derecho, o al mismo titular de las facultades. Finalmente, el derecho subjetivo es una situación jurídica especialmente protegida.

Una aproximación al análisis del primer nivel, en el caso de los derechos reproductivos -reconocimiento y protección de un conjunto de facultades-, manifiesta que tienen hoy mucho más de libertad negativa que de positiva: de no tener hijos que de tenerlos. Con todo, la libertad para decidir el número de hijos y el espaciamiento de nacimientos pertenece al ámbito de inmunidad y de no injerencia externa que corresponde a todo individuo. Esta libertad es reconocida también por la Iglesia católica.

Cuestión diversa es la titularidad individual de estos derechos, derivada de una concepción de la sexualidad que, lejos de dignificar a la mujer, deja el camino aún más expedito para la irresponsabilidad e indiferencia de muchos varones en su papel de padres y esposos. Lo que realmente está en juego es la existencia y el consiguiente reconocimiento del derecho a un hijo. De lo contrario, el contenido de los derechos reproductivos implicaría un atentado contra los propios derechos humanos, como se deduce de algunas reivindicaciones que se amparan bajo esos derechos: el aborto libre y gratuito, el derecho a un hijo mediante el libre recurso de las técnicas de reproducción asistida sin cortapisa legal alguna, o el derecho a la esterilización. En tales situaciones no puede invocarse «el derecho a alcanzar el nivel más elevado de salud sexual y reproductiva», al que alude la definición.

Educación sexual

La dignidad humana exige también que se reconozca un ámbito de inmunidad, que implica respetar «el derecho a adoptar decisiones relativas a la reproducción sin sufrir discriminación, coacciones ni violencia, de conformidad con lo establecido en los documentos de derechos humanos». Tanto más, cuando esa libertad se ejercita en favor de la prole. Ahora bien, la libertad de decisión procreadora exige como presupuesto «el derecho a disponer de información y medios». El ejercicio responsable de cualquier libertad implica un previo conocimiento de su finalidad y de los medios para su consecución. Las frecuentes situaciones de penuria económica y aun de miseria de muchas familias de sociedades en vías de desarrollo, desaconseja el excesivo número de hijos. Por la magnitud de este problema se requiere una política estatal e internacional que favorezca el bienestar de las familias de escasos recursos, para que puedan ejercer digna y responsablemente el derecho a la procreación. Entre otros puntos, es totalmente necesario ofrecer una adecuada educación sexual, que no puede reducirse a mera información sobre métodos de control de la natalidad sino que debe incorporar una visión antropológica y ética de la paternidad y maternidad responsables.

Toda planificación familiar, si es coherente con los derechos humanos, debe respetar unos valores universales. El primero es la vida de todo ser humano, lo que exige clarificar con carácter previo si se trata de métodos abortivos o microabortivos. En segundo lugar, la salud de cada uno de los sujetos de la relación sexual o del hijo potencialmente concebido: la protección de este derecho comporta el conocimiento más completo posible de los efectos nocivos de los métodos empleados, así como la reversibilidad o irreversibilidad de los daños causados, de manera que sólo sean empleados con un consentimiento informado. Por último, debe ser respetada la dignidad humana, lesionada cuando se emplean métodos que anulan o reducen la dimensión unitiva del mismo acto sexual.

Desde una perspectiva jurídica, es bien sabido que la norma no asume íntegramente todo el bien moral convirtiéndolo en exigible. Sin embargo, debe formar parte del minimum de la legalidad aquello que es objeto de la justicia. En conformidad con este razonamiento, no puede situarse en el mismo plano jurídico la prohibición de los anticonceptivos y la del aborto. La legalización de los primeros es discutible, pues puede ser admitida como un mal menor; la del segundo no admite ningún tipo de justificación, ya que supone un atentado contra el derecho más básico y fundamental: el derecho a la vida.

Derechos con límites

Finalmente, todo derecho subjetivo implica unos deberes, que se configuran al mismo tiempo como sus límites. Por tanto, es un acierto la claúsula contenida en la definición de los derechos reproductivos según la cual «en el ejercicio de este derecho, las parejas y los individuos deben tener en cuenta las necesidades de sus hijos nacidos y futuros y sus obligaciones con la comunidad. La promoción del ejercicio responsable de esos derechos de todos debe ser la base primordial de las políticas y programas estatales y comunitarios en la esfera de la salud reproductiva, incluida la planificación de la familia». No caben, pues, derechos reproductivos absolutos: los derechos y las necesidades de los hijos nacidos y futuros y el bien común imponen sus límites.

En consecuencia, hoy más que nunca es necesaria una ponderada reflexión sobre el comportamiento procreativo humano que asuma hasta sus últimas consecuencias la responsabilidad que comporta su libre ejercicio: están en juego la dignidad humana de los padres y del hijo. Desde esta óptica, no cabe hablar de una libertad procreadora de los esposos omnímoda sino responsable.

Ana María VegaAna María Vega es profesora titular de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad de La Rioja.

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