Las dos caras del nacionalismo turco en el centenario de la República

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Turquía

Retratos de Atatürk y Erdogan en Estambul (foto: Attila Jandi / Shutterstock)

 

El 29 de octubre de 1923, la Gran Asamblea Nacional Turca proclamaba la República de Turquía y designaba como presidente a Mustafá Kemal Atatürk. Era el último acto de la refundación del país tras la abolición del sultanato por la misma Asamblea un año antes. Un siglo después, la Turquía de Erdogan, en el poder desde hace dos décadas como primer ministro y como presidente, conmemora esta efeméride.

Al ser conocidas las simpatías de Erdogan por el período otomano, esto podría parecer una contradicción. No lo es en absoluto, porque Atatürk y Erdogan comparten un mismo credo, el nacionalismo turco, aunque con diferentes enfoques.

La desintegración del Imperio dio paso a la República

El final del Imperio otomano estaba sentenciado desde que uno de sus mejores generales, Mustafá Kemal, encabezara unos años antes, en contra de las órdenes del último sultán y su gobierno, una guerra en Anatolia para expulsar a armenios, kurdos y griegos, además de poner en jaque a los ocupantes franceses y británicos, principales beneficiarios del tratado de Sèvres (1920), por el que se desintegró el Imperio. Kemal consiguió que, en julio de 1923, por el tratado de Lausana, los vencedores de la I Guerra Mundial reconocieran la independencia de una Turquía con una extensión aproximada a la actual.

Terminaba así medio siglo de inestabilidad, marcado por el enfrentamiento entre un sultán autoritario, Abdulhamid II, que no respetó una Constitución liberal como la de 1878, y el movimiento nacionalista de los Jóvenes Turcos, que apostaba por una modernización del país. La participación del Imperio otomano, junto a Alemania y sus aliados, en la I Guerra Mundial, desde octubre de 1914, precipitó la caída del Imperio, pese al armisticio de octubre de 1918, firmado pocas semanas antes del fin del conflicto.

Pero, aunque no se hubiera producido esta derrota, el Imperio estaba amenazado desde dentro por las ideas nacionalistas, en la línea de los nacionalismos europeos del siglo XIX, de algunos funcionarios civiles y militares que no querían que Turquía siguiera siendo “el enfermo de Europa”, pues veían impotentes cómo en pocas décadas la presencia turca en los Balcanes quedó reducida a Estambul y sus alrededores. De hecho, la independencia de Albania en 1912 puso de manifiesto que la identidad musulmana, mayoritaria en aquel territorio, no era una garantía para la preservación del Imperio, tal y como se demostró después en la revuelta de los árabes de Oriente Medio contra los otomanos durante la I Guerra Mundial. En consecuencia, el nacionalismo turco no debía ser musulmán sino étnico. A esto cabe añadir que el Imperio otomano no encontró garantías para sobrevivir pese a haber sido admitido en el concierto europeo de potencias en 1856 por Francia y Gran Bretaña, principalmente por el hecho de suponer un contrapeso a la Rusia zarista. Sin embargo, eso no frenó las aspiraciones de Moscú de tener una zona de influencia en los Balcanes.

El nacionalismo étnico y laico de Mustafá Kemal

Fue un hombre originario de los Balcanes, Mustafá Kemal –nacido en Tesalónica en 1881–, el que se propuso cambiar el destino de Turquía. En su formación militar, tanto en una escuela preparatoria como en una academia militar en Estambul, no faltaron las influencias occidentales, particularmente francesa y alemana. Eran los tiempos de la Francia de la Tercera República, bien conocida por su carácter anticlerical y una radical separación entre la Iglesia y el Estado, aunque también por ser el símbolo de una mentalidad positivista y cientificista.

Pese a sus puntos de vista críticos con la fe musulmana, Kemal no buscaba tanto separar la religión del Estado sino subordinarla a él

Estas ideas influyeron en Kemal, así como otras procedentes de Alemania, como el llamado “materialismo vulgar”, que estuvo en auge en las décadas de 1850 y 1860. Fue una teoría descalificada por Engels, pese a compartir una dimensión materialista y atea, porque desconocía la dialéctica marxista y tenía una visión mecanicista de las leyes de la naturaleza. El determinismo de los “materialistas vulgares”, dado su culto a las ciencias naturales, los llevaba a identificar las leyes de la sociedad con las de la naturaleza y, según los marxistas, esto podía llevar a la justificación de la desigualdad de las clases y la explotación. De ahí que consideraran el “materialismo vulgar”, expresión del positivismo cientificista, como un instrumento del capitalismo y de la burguesía. Tampoco sería difícil asociarlo con lo que se conoció como darwinismo social, complemento indispensable de todo nacionalismo étnico.

Pese a todo, Mustafá Kemal fue prudente respecto a la religión musulmana en los años que precedieron a la proclamación de la República. Durante sus campañas militares en Anatolia, entre 1920 y 1923, se refirió a que “la ayuda y la protección de Dios están de nuestra parte en esta lucha sagrada que hemos emprendido para la liberación de nuestra patria”, y en 1924 la primera Constitución de la República proclamaba que el islam era la religión oficial.

Subordinar la religión al Estado

Con el tiempo, pese a los puntos de vista críticos de Kemal con la fe musulmana, se demostró que el kemalismo no buscaba tanto separar la religión del Estado sino subordinarla a él por medio de la creación de órganos que actuaban como propietarios de las mezquitas, nombraban a los imanes y administraban las fundaciones religiosas. En definitiva, la religión se burocratizó. Pero como el islam no podía ser la argamasa del nacionalismo, el régimen kemalista tendría que inventarse una “proto-Turquía”, cuyos orígenes se remontarían a troyanos, hititas o fenicios, aunque, en realidad, los primeros turcos habían llegado a Anatolia en el siglo XI, procedentes de Asia Central. El resultado, según el sociólogo turco Caglar Keyder, fue un “nacionalismo excepcionalmente árido”.

El nacionalismo turco se impuso por decreto para establecer una Turquía “europeizada”, que desterraba costumbres seculares regulando incluso la indumentaria, imponía el alfabeto latino, los apellidos según la costumbre occidental y adoptaba códigos europeos para su legislación. Además, en el período de entreguerras tuvo una gran influencia en otros líderes que aspiraban a la independencia de sus territorios como Jawaharlal Nehru en la India o Mohamed Alí Jinah, padre del actual Pakistán. Por otra parte, pese a no estar vinculado al islam, fue un ejemplo para otros países musulmanes e inspiró la aparición de nacionalismos de carácter laico en Túnez, Egipto, Siria o Irak. Más recientemente, el modelo kemalista sirvió de referencia a antiguas repúblicas soviéticas de mayoría musulmana como Azerbaiyán o Kazajistán.

Un siglo después, Erdogan ha logrado una alianza entre el nacionalismo de Atatürk y la religión

Un siglo después de la proclamación de la República de Turquía, los hechos han demostrado que Kemal Atatürk subestimó la resistencia de la sociedad musulmana. Creyó, al igual que muchos políticos e intelectuales de finales del siglo XIX y principios del XX, que la religión estaba destinada a ser un vago recuerdo del pasado y que su influencia podía revertirse con una legislación drástica y una guerra cultural. Pensó que el nacionalismo podría ser por sí mismo una nueva religión, tal y como ha sucedido en otros países, pero, al igual que pasó en Irán, se ha podido comprobar que el nacionalismo y la religión pueden complementarse mutuamente.

Erdogan impone su visión de la historia

La alianza entre el nacionalismo y la religión se puede contemplar, sin ir más lejos, en la actual composición de la Gran Asamblea Nacional, surgida de las elecciones del 14 de mayo de 2023, en las que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) del islamista Recep Tayyip Erdogan ejerce el control gracias a su alianza con el Partido de Acción Nacionalista (MHP), considerado de extrema derecha y vinculado al nacionalismo étnico y el panturquismo. En el fondo, no dejan de ser dos formaciones nacionalistas, una islamista y otra laica. Esta alianza ha servido para frenar las posibilidades de que el Partido Republicano del Pueblo (CHP), fundado por Kemal en 1923, socialdemócrata y de carácter laico, pueda volver algún día al poder.

El presidente Erdogan conmemora el centenario de la República, pero no ha escatimado a lo largo de los años sus esfuerzos para imponer su particular visión de la historia. Sin dejar de rendir homenaje a Atatürk como “comandante en jefe de nuestra lucha por la independencia y fundador de nuestra República”, ha criticado que en la vida política turca se impusiera durante un cuarto de siglo el CHP como partido único. Precisamente, Erdogan eligió la fecha del 14 de mayo pasado para las elecciones presidenciales porque en ese mismo día en 1950 tuvieron lugar unos comicios que dieron la victoria al Partido Democrático de Adnan Menderes, una agrupación de centroderecha mucho más tolerante hacia el islam. Menderes fue derrocado por un golpe militar en 1960, con el pretexto de que se estaba distanciando del laicismo kemalista. El golpe inauguró una época de tutela militar sobre la clase política, a la que pondría fin Erdogan cuando llegó a ser primer ministro. Por aquel entonces, su partido, el AKP, solía decir que los militares habían traicionado la herencia de Atatürk, defensor de la “soberanía de la nación”. Otro golpe militar, esta vez fallido, el del 15 de julio de 2016, sirvió para consolidar el poder de Erdogan, que implantó un régimen presidencialista tras la reforma constitucional de 2017 ratificada en un referéndum.

En mayo, en medio de una inflación próxima al 50% y una caída de su popularidad tras el terremoto de febrero en Siria y Turquía, contra todo pronóstico Erdogan ganó las elecciones en la segunda vuelta con el 52,18% de los votos. Su rival, el líder del CHP, Kemal Kiliçdaroglu puso énfasis en los aspectos económicos y en la crítica del autoritarismo presidencial, pero el electorado tuvo mucho más en cuenta la fibra nacionalista amplificada por Erdogan y su partido. Este nacionalismo no olvida el nada pequeño detalle de que Kiliçdaroglu es de origen kurdo, la minoría que siempre ha cuestionado la existencia de una Turquía étnicamente homogénea. Por eso hizo oídos sordos a sus propuestas sobre la libertad de expresión, la adhesión a la UE o el cumplimiento de los estándares europeos sobre derechos humanos.

El centenario de la República ha quedado un tanto en sordina por la guerra entre Israel y Hamás, un foco obligado de atención; pero, aunque esto no hubiera sucedido, hay quien opina que, para Erdogan, es más una conmemoración que una celebración. De hecho, los posters y videos del Gobierno turco giran en torno a este eslogan: “Hemos completado 100 años de trabajo en 20 años”. Suena a propaganda del AKP, que lleva en el poder 20 años y sugiere la idea de que estamos ante una República turca sin Atatürk, una nueva encarnación de un nacionalismo autoritario.

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