Japón y China, 60 años después de la guerra

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Cuando la memoria histórica agita el presente
Ashiya. La neta victoria del primer ministro Junichiro Koizumi en las elecciones japonesas muestra que el electorado cree en la necesidad del cambio. Este nuevo clima puede suponer también una postura más activa en la política exterior, hasta ahora lastrada por la memoria de la última guerra. Japón, candidato a un puesto en un ampliado Consejo de Seguridad de la ONU, necesita mantener unas relaciones más amistosas con China y Corea, agitadas periódicamente por los resentimientos históricos.

El 15 de agosto pasado se celebró el 60 aniversario de la terminación de la II Guerra Mundial en el Pacífico. En Asia esta fecha representa un hito especialmente importante no sólo para Japón, sino también para China, Corea del Sur y otras naciones del Sudeste Asiático. Aunque todas ellas desean la paz, y la mayoría han logrado un entendimiento amistoso con Japón, en algunas existe todavía cierta desconfianza hacia sus antiguos colonizadores o adversarios.

Corea del Sur celebra en ese día la liberación del colonialismo japonés con gran profusión de manifestaciones patrióticas. China, por su parte, no se fía de la sinceridad del arrepentimiento japonés. En particular, juzga las visitas multitudinarias al templo sintoísta Yasukuni -en particular las de políticos- como señal de desprecio por los sentimientos de las víctimas de la agresión japonesa durante la II Guerra Mundial. En ese templo se conservan los nombres de los soldados muertos en las guerras, también los de generales condenados como criminales al acabar la II Guerra Mundial (ver p. 4).

Resentimientos por el pasado colonial

El fin de la ocupación norteamericana a través del tratado de paz de San Francisco en 1952, se llevó a cabo sin la conformidad de la entonces Unión Soviética y sin la participación de China, porque hubo un desacuerdo entre los aliados acerca de qué régimen representaba realmente a China. Estados Unidos reconocía a los nacionalistas de Taiwán, y el Reino Unido y otros aliados a la República Popular, con la que Estados Unidos estaba entonces en guerra en Corea. También se concluyó en 1951 un Tratado bilateral de Seguridad, que preveía el mantenimiento de bases americanas en el país y el compromiso de defender Japón.

A partir de 1954, Japón restableció relaciones comerciales con sus vecinos y se llevaron a cabo una serie de convenios de reparación o indemnización con los países del Sudeste Asiático. Esto favoreció un gran flujo de comercio con la región que ha proseguido sin cesar. Y en los últimos años se han firmado diversos acuerdos de libre comercio, que incluyen también intercambios culturales y de ayuda técnica.

El régimen nacionalista de Taiwán, con el que Japón estableció relaciones a partir de 1952, no pidió indemnización: la enorme inversión japonesa realizada en la antigua colonia se consideró indemnización adecuada. Y el comercio entre las dos naciones ha crecido progresivamente.

El último de los acuerdos de reparación, aunque no se le llamó así, fue con Corea del Sur en 1965, tras 14 años de difíciles negociaciones. Los coreanos estaban resentidos en extremo por los treinta y seis años de opresivo gobierno colonial. Hubo también conflictos acerca de los derechos de pesca.

Una vez normalizadas las relaciones, la economía coreana empezó a levantarse y las relaciones económicas entre las dos naciones fueron muy estrechas. Tanto que los coreanos empezaron a temer que Japón restableciera una forma de colonialismo económico.

Corea, tanto en su lengua como en algunas características culturales y en sus instituciones modernas, es el país asiático más parecido a Japón. Pero, en general, no existen sentimientos de cercanía y calor humano entre japoneses y coreanos. Junto con el recuerdo de la pasada explotación colonial japonesa, los coreanos alimentan resentimientos contra Japón que se transmiten a las nuevas generaciones a través del sistema educativo.

Los japoneses, por su parte, tienden a mirar a los coreanos con cierto menosprecio, considerándolos como un país atrasado al que sometieron durante un tiempo, y juzgan a los coreanos residentes en Japón como revoltosos.

Complejo de culpabilidad hacia China

China es un caso aparte. La actitud popular de Japón hacia China ha sido siempre extraordinariamente compleja. Históricamente los japoneses han sentido más afinidad con los chinos que con otros pueblos. Subsiste un fuerte sentido de admiración que deriva del largo uso de China como modelo para Japón.

Los japoneses son conscientes de que las raíces de su cultura -en la escritura, en el vocabulario, en el arte y otros muchos valores tradicionales- provienen de China. Antes de la guerra gustaban de describir sus relaciones con China como «doobun-dooshu»: la misma cultura y la misma raza.

Pero Japón nunca ha sido correspondido por los chinos en este sentimiento: ellos consideran a los japoneses descorteses y poco sofisticados. Y tanto en los negocios como en las relaciones políticas procuran intimidarlos, jugando con la compleja mezcla de la deuda cultural, el complejo de culpabilidad por la guerra y la ambición económica, que constituyen la perspectiva contemporánea de los japoneses con respecto a China.

Los japoneses han sentido un complejo de culpabilidad hacia los chinos por haber saqueado su país durante la ocupación de 1931 a 1945, y percibían la necesidad de compensar a China de alguna manera.

Ayuda al desarrollo chino

En este punto Japón está también dividido y muchos, especialmente los nacidos después de 1945 -que componen ya cerca del 70% de la población- no entienden por qué después de 60 años China y Corea del Sur critican a Japón por recordar a sus muertos y rezar por la paz. Los japoneses de hoy son pacifistas a ultranza.

En la posguerra China y Japón se encontraron en bandos opuestos de la denominada guerra fría, por el hecho de reconocer Japón -por influencia americana- el régimen de Chiang Kai-shek. Durante el período en que los Estados Unidos apoyaron la política de contención hacia China, hubo en Japón una seria divergencia entre la política oficial y la opinión popular. Como aliado leal de los Estados Unidos, el gobierno japonés estaba comprometido con la política de no-reconocimiento, mientras que el sentir popular favorecía el establecimiento de relaciones diplomáticas y el desarrollo comercial.

En septiembre de 1972, la visita a Pekín del primer ministro Kakuei Tanaka, culminó con la firma de la histórica declaración conjunta que puso fin a cerca de ochenta años de enemistad y fricción entre los dos países. Con el restablecimiento de relaciones diplomáticas, se expandieron con rapidez los contactos económicos, sociales y culturales.

Las negociaciones para un tratado chino-japonés de paz y amistad comenzaron en 1974, pero pronto tropezaron con un problema que Japón trataba de evitar. China insistió en que se incluyera en ese tratado una «cláusula de anti-hegemonía», claramente dirigida contra la Unión Soviética. Por su parte, la URSS dejó bien claro los perjuicios que se producirían en sus relaciones con Japón si se firmaba ese tratado. Sin embargo, un cambio de clima en la opinión pública hizo que Japón estuviera más dispuesto a desoír las protestas soviéticas y aceptó la idea de anti-hegemonía como principio internacional, lo que fue la base para la conclusión del tratado en 1978.

A partir de 1979 y hasta el presente, Japón ha sido una de las mayores fuentes de capital, tecnología y equipo para la campaña de modernización de China. A través del programa de Ayuda Oficial al Desarrollo ha concedido aproximadamente 3,13 billones de yenes en préstamos, 146.000 millones en subvenciones y 145.000 millones en cooperación técnica.

Protestas antijaponesas

A pesar de todo, en los años ochenta Japón se topó con una serie de episodios de fricción con China. En agosto de 1985 los gobernantes chinos criticaron duramente la visita del primer ministro Nakasone al templo Yasukuni; a mediados de 1986 objetaron la revisión de libros de texto de historia, por suavizar los relatos de las atrocidades cometidas por los japoneses durante la guerra. También hubo quejas de que la importación de productos japoneses había producido un fuerte déficit en China. Nakasone y otros gobernantes japoneses pudieron suavizar estas tensiones con visitas a Pekín y la promesa de continuar la ayuda a gran escala. Pero no resultó fácil disipar la inquietud popular provocada por las manifestaciones anti-japonesas, encabezadas por estudiantes.

La reanudación de la ayuda multimillonaria y el incremento de visitas a China de funcionarios del gobierno japonés, hasta culminar en la visita del emperador Akihito en 1992, supuso una clara indicación de que Japón consideraba como una de sus prioridades la restauración de estrechas relaciones políticas y económicas con China. Sin embargo, desde mediados de los años noventa esas relaciones se hallan en tensión creciente.

Los dos países están cobrando cada vez más confianza en sus tomas de postura. China, por su dinámico desarrollo económico y continua modernización militar, tiene una creciente influencia política en la región. Japón, estimulado por el anhelo de convertirse en un país «normal» y ganar un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU, ya no se muestra tímido al exponer su inquietud por el armamento chino.

Problemas de interpretación

El enfoque de la historia sigue perturbando las relaciones entre los dos países. China está particularmente indignada por las visitas del primer ministro Koizumi a Yasukuni, y por el contenido de los libros de texto de historia para la enseñanza media que, según dicen, difuminan la responsabilidad de Japón en la guerra del Pacífico.

Tokio, por otra parte, está cansado de pedir perdón y quiere apartarse cada vez más del período de militarismo y agresión, para presentarse como un miembro pacífico y responsable de la comunidad de naciones.

Es impensable que esta nación, en la que la democracia parlamentaria está bien establecida, pueda permitir el resurgimiento del militarismo agresivo de antes de la guerra, como China y Corea del Sur alegan. A este respecto dice un editorial reciente del «Yomiuru Shimbun»: «El pueblo japonés está bien informado para reconocer la importancia de ser una nación amante de la paz. Y nunca consentiría la emergencia de un militarismo incontrolable». Muchos japoneses han llegado a la conclusión de que para alcanzar la paz que buscan con tanta ansiedad, es necesario llegar a un acuerdo conjunto sobre la verdad histórica.

Por parte de China, la propia manipulación y deformación de la enseñanza de la historia ha servido a sus intereses políticos, pero está creando una generación de jóvenes exaltados. Como dicen varios eruditos y activistas chinos residentes en Japón, gran parte de las dificultades entre China y Japón son en realidad un problema entre el gobierno y el pueblo chino.

En una entrevista publicada en «The Japan Times» (23-08-2005), Keiji Ide, responsable de las relaciones con la prensa en la embajada japonesa en Pekín, relata sus infructuosos esfuerzos por informar a los periodistas chinos de los esfuerzos de Japón para demostrar su arrepentimiento por el pasado. Les da ejemplares de la Constitución y un resumen de las ayudas prestadas a su país. Les muestra que en Japón no se censuran los medios de comunicación. Invita a 10 ó 20 periodistas cada año a visitar Japón durante una semana, sin pedirles que escriban nada a cambio, etc. Pero los resultados de todos estos esfuerzos son prácticamente nulos, porque el gobierno chino controla todo lo que se dice acerca de Japón y los periodistas que tienen más información no se atreven a escribir.

El último mensaje de Koizumi

Para conmemorar el 60 aniversario del fin de la guerra, el gobierno japonés publicó el 15 de agosto, una declaración en nombre del primer ministro Junichiro Koizumi, en la que pedía perdón por el pasado de colonialismo y agresión. En esa ocasión Koizumi decidió visitar el monumento nacional al soldado desconocido, en lugar del templo Yasukuni. Los comentaristas aplaudieron esta decisión, en un momento en que las relaciones con China y Corea del Sur son tensas por la interpretación de la historia moderna.

En el núcleo de la declaración se dice: «En el pasado, Japón, a través de un gobierno colonial y la agresión, causó un daño tremendo y sufrimiento a pueblos de muchas naciones, en particular en Asia. Al enfrentarme sinceramente con estos hechos históricos, quiero una vez más expresar mi profundo remordimiento y mi más sentida petición de perdón, y quiero también expresar sentimientos de duelo por todas las víctimas de la guerra de ambos lados».

Estas palabras son similares al discurso que pronunció el pasado abril en el encuentro con líderes de Asia y África en Bandung (Indonesia). Y también sigue la línea de la declaración que el entonces primer ministro Tomiichi Murayama hizo el 15 de agosto de 1995, en el 50 aniversario del fin de la guerra.

La especial importancia de esta última declaración reside en ser una decisión del gabinete. Representa, pues, la posición oficial del gobierno japonés acerca de la guerra. Al final de la declaración Koizumi añade: «Enfrentándome directamente con el pasado y reconociendo correctamente la historia, es mi deseo construir una cooperación orientada hacia el futuro, con base en el entendimiento y confianza mutua con los países de Asia». Estas palabras deben representar el modo de pensar del pueblo japonés.

Antonio Mélich

Soldados muertos crean tensiones entre los vivos

Los líderes de la Restauración de Meiji (1868-1912) -como se conoce la era de modernización de Japón por el emperador Meiji- eran rigurosamente anti-budistas y quisieron introducir un régimen de gobierno centrado en el sintoísmo. Pronto se dieron cuenta, sin embargo, de que ese concepto no encajaba bien con el modelo político occidental que se habían comprometido a seguir. Crearon entonces un sistema de ayuda estatal para los grandes templos históricos sintoístas y construyeron otros nuevos, como el de Meiji, en honor al emperador, en Tokio, y Yasukuni Jinja, también en Tokio: dedicado este último a los espíritus de los militares que han muerto por el país.

Para demostrar que los japoneses gozaban de libertad de religión, el «estado nacionalista Shinto» fue oficialmente definido por el gobierno no como religión, sino como una manifestación de patriotismo. Cosa en sí mismo lógica, ya que al carecer de teología, código moral o libro sagrado de enseñanzas, estrictamente hablando Shinto no es una religión. Es simplemente un conjunto de creencias y leyendas mitológicas de los orígenes y prehistoria de Japón.

Yasukuni no es pues un cementerio ni un mausoleo. Allí se conservan únicamente unas placas mortuorias con los nombres de dos millones y medio de soldados que murieron en varias guerras (no sólo en la II Guerra Mundial) y algunos objetos de recuerdo, como una locomotora y raíles de tren de Birmania (hoy Myanmar), un avión kamikaze y un submarino suicida de un solo ocupante. Entre las placas mortuorias se encuentran la de Hideki Tojo y las de otros generales ejecutados por los aliados como criminales de guerra en diciembre de 1948.

La declaración de Potsdam establece expresamente que «la autoridad e influencia de los que han engañado al pueblo japonés a embarcarse en la conquista del mundo, debe ser eliminada para siempre». A partir de este amplio concepto las autoridades de las fuerzas aliadas llevaron a cabo una concienzuda purga de más de doscientos mil líderes japoneses. Pero el juicio en Tokio (conocido por Tokyo Saiban) de un grupo de 25 jefes militares y políticos, encabezado por el general Tojo (primer ministro y ministro del Ejército desde 1941 hasta 1944), se hizo para probar que esos hombres eran personalmente responsables de la agresión bélica japonesa y merecedores, por lo tanto, de castigos individuales por crímenes contra la humanidad.

Si el tribunal de Tokio logró probar inequívocamente esas acusaciones es todavía una cuestión discutida entre estudiosos del derecho internacional. Lo cierto es que el público japonés no estuvo convencido y el sentimiento generalizado del momento era más bien de lástima por esos veinticinco hombres, y especialmente por uno no militar: el antiguo primer ministro Hirota.

El hecho de que en Yasukuni se encuentren los nombres de militares considerados criminales de guerra es motivo de fricción, no sólo con China y Corea del Sur, sino también dentro del país. Los japoneses están divididos respecto a la oportunidad de que el primer ministro y los políticos deban o no visitar el templo, ya que estas visitas crean tensión y son causa de crítica por parte de otras naciones. Pero después de 60 años bastantes piensan que el tiempo de pedir perdón se ha terminado, y que Tokio no debe ya ceder a esas críticas.

Para la mayor parte de los japoneses, sin embargo, Yasukuni representa un lugar donde se puede presentar respetos a los que han dado sus vidas por la patria y -como muchos, incluido el primer ministro Junichiro Koizumi, afirman hacer- rezar por la paz: para que nunca se vuelvan a repetir los horrores de la guerra. No se trata pues de un monumento a héroes nacionales y -a excepción quizás de algunos grupos extremistas, desdeñados por la mayoría- no se va allí para exaltar el militarismo ni el nacionalismo exacerbado.

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