Fundamentalismo versión OTAN

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Contrapunto

En este fin de siglo conocíamos el fundamentalismo ideológico en nombre de la revolución y la lucha de clases; el fundamentalismo étnico, bajo la bandera de la tribu o de la sagrada nación; el fundamentalismo religioso, que usurpa el nombre de Dios. Pero nos faltaba conocer el fundamentalismo occidental, libre de escrúpulos a la hora de defender lo que considera la causa de los derechos humanos. Los métodos de la intervención de la OTAN en Yugoslavia nos lo presentan en acción.

Es verdad que ante la brutal «limpieza étnica» lanzada por Milosevic en Kosovo no hay por qué excluir una presión militar. Pero no hace falta ser un pacifista a ultranza para inquietarse ante la arrogancia con que la OTAN pretende imponer los principios humanitarios a base de bombardeos, que afectan cada vez más a objetivos civiles.

Un rasgo inconfundible del fundamentalista es sentirse investido de una autoridad superior e indiscutible, que le exime de dar cuentas a los hombres. Sin mandato alguno de la ONU -es más, procurando marginarla-, la OTAN asegura actuar en nombre de la «comunidad internacional» y de un nuevo orden internacional que consagrará el respeto de los derechos humanos. Su alteza de miras es tal que cualquier crítica equivale a hacer el juego al enemigo Milosevic. Y es que cada fundamentalista necesita un «Gran Satán» al que hay que castigar a cualquier precio. Al final, todo queda en un pulso de la OTAN contra Milosevic, en el que el afán de liquidar al personaje se impone a la búsqueda de soluciones al conflicto.

A diferencia del político prudente, el fundamentalista piensa que la defensa de una causa justa le evita plantearse el problema de la proporcionalidad de los medios. En la guerra de Yugoslavia, la OTAN empezó con bombardeos contra objetivos militares, con la idea de que un castigo bien seleccionado bastaría para doblegar a Milosevic. Al cabo de más de cincuenta días de bombardeos, la bombas destruyen puentes, ferrocarriles, carreteras, fábricas, dejan a la población sin electricidad, sin agua, sin gas, mientras siguen provocando «trágicos errores» que pulverizan a pacíficos aldeanos. Estos sí que han perdido la guerra, y lo saben. La OTAN asegura que sus bombas no se dirigen nunca a propósito contra la población civil. Pero lo milagroso sería que no hubiera víctimas civiles cuando elige objetivos en núcleos urbanos y dispara contra fábricas y medios de transporte.

La única «proporcionalidad» que la OTAN ha tenido buen cuidado en respetar es no enviar tropas de tierra, ya que por lo visto el riesgo político de tener bajas no es proporcionado a la importancia de la causa.

La intervención de la OTAN se hizo para evitar la limpieza étnica contra los albanokosovares; pero ahora que tal cosa no se ha evitado, da la impresión de que los bombardeos siguen por motivos «pedagógicos», para que al aumentar las penalidades de la población, los serbios se vuelvan contra el régimen de Milosevic. Como ha dicho el teniente general Michael Short, jefe de la Fuerza Aérea aliada, «creo que si no hay electricidad para el frigorífico, gas para la cocina, no puedes ir al trabajo porque han hundido el puente y estás todo el tiempo pensando en qué otros objetivos puede haber, llegará el momento en que dirás que hay que acabar con esto». Claro que con la misma lógica habría que bombardear también los hospitales para evitar que el ejército cure a sus heridos y para que aumente la desesperación de la población civil.

Pero, en fin, en terminología OTAN las bajas civiles sólo son «daños colaterales». Aquí se advierte también el menosprecio de las personas en nombre de los ideales, característica inconfundible del fundamentalista. Para defender la «sagrada tierra» del Kosovo, los serbios expulsan a sangre y fuego a los albanokosovares que viven allí desde hace siglos. Para defender los derechos humanos, la OTAN sigue devastando un país, como si el modo de hacer la guerra no fuera también un criterio para apreciar la justicia de la causa que uno defiende.

Siguiendo la tradición de toda escalada bélica, cada nuevo paso se justifica como el último empujón para que el enemigo ceda. Cualquier pausa o rectificación sería «enviar una señal equivocada al enemigo», se dice. Como todo fundamentalista que se precie, la OTAN tiene también su «libro sagrado», que en este caso son los acuerdos de Rambouillet. Lo tomas o lo dejas, pero no se cambia una letra. ¿Pero qué sentido tiene pedir la mediación rusa o de cualquier otro tipo si se consideran innegociables las posturas de una parte?

Curiosamente, el Occidente relativista y descreído se ha convertido en un justiciero intransigente al ponerse las pinturas de guerra. Las contradicciones de una acción inspirada en principios humanitarios pero que se traduce en resultados opuestos, no llevan a rectificar. No importa que en vez de proteger a los albanokosovares, se haya conseguido agrupar a la población serbia en torno a Milosevic, anular la oposición democrática en Belgrado, abrir una nueva brecha entre Occidente y el mundo ortodoxo, y recrear un clima de guerra fría en las relaciones con rusos y chinos. Pero el fundamentalismo de la OTAN se alimenta de principios tan elevados, que no necesita atender a las consecuencias.

Ignacio Aréchaga

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