El debate sobre Irak en EE.UU.

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Las responsabilidades de la república imperial
En Estados Unidos el debate sobre la guerra con Irak está hoy más en la prensa que en el Congreso. Si al comienzo del verano la oposición demócrata y aun algunos senadores republicanos manifestaban inquietud y perplejidad ante las prioridades del presidente, la crítica por parte de los políticos se ha hecho últimamente casi inaudible. La oposición a la guerra, en las últimas semanas, se ha reflejado más en manifestaciones populares y en la postura adoptada por algunos personajes del mundo del espectáculo. Pero en términos de argumentos, el debate real se ha planteado en la prensa escrita, que está cumpliendo la función crítica y de análisis que le corresponde.

Mientras el conservador Wall Street Journal (WSJ) se declara oficialmente partidario de una intervención en Irak -no en vano promovió la carta de los ocho gobernantes europeos en apoyo de Bush-, el más liberal New York Times (NYT) ha expresado por lo general el punto de vista contrario, y el Washington Post (WP) se ha hecho eco alternativamente de unas posturas y otras, desde todos los frentes posibles: se ha criticado la obsesión de la administración Bush con Irak, cuya vinculación con el terrorismo de Al-Qaeda nunca ha sido muy convincente (1); ha discutido la legitimidad de la doctrina del «ataque preventivo» (2); se ha planteado el problema de qué hacer después de la guerra (3); intelectuales como Francis Fukuyama (WP, 11-IX-2002) o personalidades como el ex presidente y premio Nobel de la paz, Jimmy Carter (WP, 5-IX-2002), han manifestado públicamente su preocupación por la imagen unilateralista que los Estados Unidos vienen proyectando hacia el exterior en los últimos meses; se ha criticado la dudosa constitucionalidad del proceso por el cual la nación se ha puesto en marcha hacia la guerra (4); se han ponderado los gastos económicos que ésta conlleva (5); se ha discutido la prioridad concedida a Irak, a la vista de la amenaza, a todas luces más patente, planteada en los últimos meses por Corea del Norte.

Entre los partidarios de la intervención armada en Irak, George P. Shultz, secretario de Estado entre 1982 y 1989, instaba a la acción ya en el mes de septiembre (WP, 6-IX-2002); y otros autores, como el comentarista Charles Krauthammer (WP, 20-IX-2002), no han dudado en manifestar una clara postura unilateralista. Desde entonces el apoyo a la guerra no ha hecho más que aumentar, aunque sigue habiendo voces críticas, como la del senador Edward Kennedy.

Un contexto político diferente

Y, con todo, el debate sobre Irak está sirviendo para poner especialmente de relieve lo inadecuado de las categorías políticas de las que disponemos para afrontar la realidad internacional en la era posterior a la Guerra Fría, así como el papel que los Estados Unidos y/o la ONU están llamados a desempeñar en este mundo.

Dentro de los Estados Unidos, la posibilidad de la guerra se ha justificado en términos de seguridad nacional. En palabras del general Wesley Clark en un debate, publicado en el WP, sobre la doctrina del «ataque preventivo», «en este país nunca hemos pensado que si alguien iba a atacarnos, teníamos que sentarnos y esperar el primer golpe. Nunca lo hicimos antes de la Guerra Fría; nunca durante la Guerra Fría. Pero siempre reconocimos que [la idea de atacar primero] era la excepción en los asuntos internacionales. Algo que resulta difícil de aceptar en esta nueva doctrina estratégica es que no se ha propuesto como una excepción. Se convierte en la norma y esto es por lo que la gente está diciendo: ‘bien, ¿qué pasaría si se le ocurriera a Putin?’. Tenemos el derecho de protegernos y nos protegeremos. ¿Pero no tenemos para eso un conjunto de instituciones internacionales? ¿No tenemos un derecho internacional? ¿No queremos confianza entre las naciones? ¿No queremos respeto por la soberanía nacional?» (2).

El fin de la Guerra Fría puso fin a la precaria paz mundial basada en el equilibrio de poderes entre la URSS y los Estados Unidos. Y aunque trajo consigo la inestabilidad a varios puntos del globo -recordemos los brotes nacionalistas en Europa, pero también la Guerra del Golfo de 1991-, suscitó por algún tiempo la esperanza de lograr una paz basada en el avance del derecho internacional.

Pero los ataques del 11 de septiembre han conferido nuevo rumbo a los acontecimientos. El mayor peligro para la seguridad de los países desarrollados -pero no sólo de ellos, como se vio en el ataque en Bali de hace unos meses- no procede ya de otras naciones, sino de redes terroristas que operan en los márgenes del sistema.

La indefinición del peligro

La expresión acuñada para hacer frente a este nuevo peligro, «guerra contra el terrorismo», se hace eco de la ambigüedad del momento. La guerra convencional requiere un Estado enemigo, y aquí nos encontramos frente a una organización criminal que opera más allá de las fronteras de un único Estado.

La mezcla de las nociones de «criminal» y «enemigo», de acción policial y acción militar, no es el único aspecto novedoso y ambiguo de la situación. La fuente de mayor confusión reside en la indefinición del peligro.

El pensamiento de que armas de destrucción masiva, actualmente en posesión de un Estado hostil, pudieran caer en manos de alguna organización terrorista parece ser el argumento más sólido a favor de un ataque anticipado, dirigido no ya contra la red terrorista sino contra Estados que presumiblemente la apoyan. En este punto se ha concentrado durante bastante tiempo gran parte de la controversia en torno a la guerra con Irak.

La estrategia del ataque preventivo

La noción de «acción anticipada», formalizada en un documento llamado «La Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos», hecho público en septiembre, fue objeto de examen en una conversación entre Ken Adelman, Wesley Clark, Bruce Jetleson, Ruth Wedgwood y Amy Smithson (2). En el curso de esa conversación, Ruth Wedgwood consideraba la idea de pre-emption empleada por el ejército británico para impedir una invasión de Canadá por revolucionarios irlandeses en 1842: cabe usar defensa anticipada cuando la amenaza es inminente, completa y no deja otra opción posible. Pero, según la misma Wedgwood, en 1914 el entonces secretario de Estado norteamericano, Elihu Root, introdujo un concepto bastante más amplio de pre-emption cuando declaró «el derecho de todo Estado soberano a protegerse previniendo cualquier situación en la que la defensa propia podría llegar demasiado tarde».

Obviamente es esta versión, y no la más moderada de la Carta de la ONU, la que ha sido desempolvada por la administración Bush en los últimos meses. La cuestión, sin embargo, es hasta qué punto Irak constituye una amenaza semejante. La mera posesión de armas, de por sí, no representa un casus belli. Pero el hecho de que sean armas nucleares, químicas y biológicas añade un matiz significativo, especialmente si se considera cercana la posibilidad de una alianza entre Irak y organizaciones terroristas como Al-Qaeda.

Y con todo, aun asumiendo que ése, y no otro, es el fin -prevenir una catástrofe incierta pero terrible-, cabe preguntarse si el medio elegido -una guerra- es el más oportuno para lograrlo. Lo cierto es que sólo pensar que una guerra puede ser «oportuna» parece bastante temerario. Pues, en general, una guerra es la ocasión ideal para utilizar las armas más terribles, contra un número ingente de personas. No es seguro -aunque no sería extraño- que Irak tenga lazos con Al-Qaeda, ni tampoco es seguro hasta qué punto las posibles vinculaciones no podrían ser desmanteladas por otros medios. Es seguro, en cambio, que una guerra traerá consigo muertes y desolación en uno y otro bando, familias deshechas, desplazamientos masivos de refugiados y odio: el odio que toda guerra trae inevitablemente consigo, y que tan difícil resulta erradicar por tantas generaciones (6).

Nadie va a discutir el derecho de un país a proteger a sus ciudadanos. Ni el derecho de emplear los medios que tenga a su disposición, dentro de unos límites razonables. Con todo, defender la posibilidad de una guerra anticipada contra un país, basándose en ese derecho, no parece del todo razonable (7). Aunque los esquemas teóricos heredados de Hobbes parecen defender lo contrario, el fin de la seguridad nacional justifica muchos medios, pero es dudoso que los justifique todos.

Cambio de régimen en Irak

Pero es que ni siquiera todo es tan claro respecto al fin, al menos no por lo que se refiere a Irak. Con independencia de que se hayan probado o no las conexiones entre Irak y Al-Qaeda -las pruebas aportadas por Colin Powell en la ONU no son concluyentes-, es preciso tener en cuenta que Irak se encontraba en el punto de mira de EE.UU. desde los meses finales de Clinton, cuando los norteamericanos redefinieron su postura respecto a Irak en términos de «regime change» (8). Ahora bien: como Michael Ignatieff apuntaba en el mes de enero, «el cambio de régimen es una tarea imperial por excelencia, pues asume que el interés del imperio comporta el derecho a pasar por encima de la soberanía de un Estado» (New York Times Magazine, 5-I-2003).

El interés en un cambio de régimen en un país tan lejano a los Estados Unidos no es meramente humanitario -hay más países que violan los derechos humanos-, sino político y económico. Básicamente, el temor de que Irak se convierta en un poder en Oriente Medio y el control que puede ejercer sobre el petróleo en la región. En su libro Does America Need a Foreign Policy? (Simon & Schuster), publicado meses antes de los ataques del 11-S, Henry Kissinger define el interés norteamericano en la zona en los siguientes términos: «Los Estados Unidos -y las demás democracias industriales- tienen un apremiante interés en evitar que la región sea dominada por países cuyos propósitos sean enemigos a los nuestros. Las avanzadas economías industriales dependen de la energía del Golfo, y una radicalización del área tendría consecuencias que se extenderían desde el Norte de África hasta la India, a través de Asia Central».

Las palabras de Kissinger no pueden ser más claras: nadie, no sólo los Estados Unidos, desea que Irak alcance esa posición de preeminencia en la región. Mirando atrás, muchos desearían haber detenido a tiempo a Hitler. En este punto, sin embargo, la situación de Irak es distinta; es distinta, también, de la primera guerra del Golfo: pues entonces Irak invadió efectivamente Kuwait. Pero ahora no ha invadido ningún país vecino.

Lo que impide trazar una analogía con ningún caso del pasado es la naturaleza del peligro: la posibilidad de una colaboración entre Irak y redes terroristas. Pero, nuevamente, y a pesar de la línea de acción sugerida por Kissinger en un epílogo a la segunda edición de su libro (9), el medio idóneo para detener a Sadam no parece ser la guerra: ése es -también según la CIA- el medio idóneo para que efectivamente use las armas que, según parece, tiene escondidas; el medio, también, para excitar todavía más el fervor de los terroristas.

La capacidad de la ONU

Por otro lado, el proceso seguido para llegar a esta situación no deja de esconder cierta ironía. Desde la inclusión de Irak en el «eje del mal» en el discurso sobre el Estado de la Unión el 29 de enero de 2002, la administración Bush ha ido preparando el terreno para la guerra con Irak, y lo ha hecho de tal manera que la perspectiva de la guerra ha servido para forzar la resolución de la ONU, y obtener de este modo legitimidad internacional para un ataque, en caso de incumplimiento por parte de Irak. El argumento empleado, en este contexto, es que no hacer efectiva la resolución equivaldría a minar una vez más la autoridad de la ONU. Ahora bien: lo implicado en esta crítica es que la ONU debe ser capaz de obligar a cumplir sus resoluciones y, en caso contrario, tomar medidas punitivas.

La pregunta es: ¿cabe incluir entre tales medidas una guerra orientada a forzar un cambio de régimen? Por definición, la ONU no tiene capacidad para tanto. Concedérsela significaría disolver definitivamente el concepto de soberanía de los Estados miembros y, finalmente, hacer de la ONU un macro-Estado, capacitándole para intervenir en cualquier punto del globo, de una manera similar a como el poder judicial de un país concreto interviene en cualquier punto de su geografía. Pero esto no puede ser lo que desea la administración Bush: desde luego no es lo que desea para su propio país, que ha retirado hasta la fecha el apoyo al proyecto de Tribunal Penal Internacional.

La idea de soberanía, a pesar de las transformaciones que está experimentando en el nuevo contexto mundial, impide inmiscuirse en los asuntos internos de un país. Y aunque la noción de una intervención con motivos humanitarios supuso un cambio, este recurso continúa siendo sospechoso porque, tras su abierta proclamación durante la intervención en Kosovo, se ha venido aplicando o dejando de aplicar arbitrariamente, es decir, cuando convenía por otras razones, abonando el cinismo de los que piensan que el discurso de los derechos humanos no es más que un recurso retórico para defender estrechos (económicos) intereses occidentales.

Dos tradiciones de política exterior americana

Antes del 11-S, dos tradiciones de política exterior han definido la actitud de los Estados Unidos, especialmente a la hora de justificar la intervención en terceros países «cuando intereses norteamericanos están en juego». Todavía en la campaña presidencial de 2000 los candidatos republicano y demócrata se hacían eco de dos planteamientos relativamente diferentes. Mientras que George W. Bush se mostraba partidario de intervenir cuando «intereses definidos» -es decir, económicos y geopolíticos- están en juego, Al Gore -todavía en línea con la política desarrollada por el presidente Clinton- manejaba una noción más amplia e indefinida de «interés americano», que incluye la promoción activa de la democracia y los derechos humanos en todo el mundo (como es sabido, la estabilidad política favorece el comercio).

Tras el 11-S y a partir del discurso de Bush en enero de 2002, la diversidad de espíritus -equilibrio de poderes versus promoción de la democracia- ha resultado en la misma política sobre el terreno, una «nueva» política que conjuga el «idealismo» asociado a la exportación activa de la democracia y el «pragmatismo» asociado a la defensa de la seguridad y los intereses económicos nacionales (10). De ello es buena prueba no sólo la retórica empleada por el presidente Bush para respaldar su intervención en Irak, sino la misma confluencia de demócratas y republicanos en apoyo de dicha política.

¿Pero es esta original «tercera vía» adecuada para el nuevo contexto mundial? Me inclino a pensar que no. Aunque el derecho de defender en primer lugar, y con la energía precisa, la seguridad del pueblo norteamericano es un derecho indiscutible, el modo en que se está ejerciendo este derecho revela una falta de conciencia global que convierte el primer objetivo en un ejercicio de nacionalismo. Lo que se echa en falta en este planteamiento, en efecto, es una conciencia más refinada del lugar que Estados Unidos ocupa en este momento en el globo. Como puede recordar cualquiera que haya visto la película Spider-Man -quintaesencia de algunos valores americanos-: «Un gran poder implica siempre una gran responsabilidad». En la medida en que las decisiones tomadas en Estados Unidos afectan a las vidas de millones de personas en el exterior, la responsabilidad de este país -esto es, su obligación moral de responder- se extiende necesariamente más allá de sus fronteras.

La justicia, virtud de los fuertes

Existe una diferencia relevante entre el empeño extraordinario por «hacer justicia» -en el sentido de castigar al culpable- y el empeño cotidiano por ser justo. La justicia de los Estados Unidos, dada su posición privilegiada, no puede limitarse a lo primero. Sin duda, como observara una vez Spaemann, la justicia, como virtud que nos mueve a interesarnos en la promoción de la igualdad, es ciertamente virtud de los fuertes: los débiles no necesitan virtud alguna para estar interesados en la igualdad.

Pero la promoción de la igualdad no se concreta necesariamente en términos de cambios de régimen, ni es necesariamente la guerra el medio más idóneo para ello. La diplomacia, el refuerzo de instituciones internacionales diseñadas para combatir el crimen organizado; en suma, las medidas que Bush mismo tomó inmediatamente después de los ataques del 11-S, son caminos más apropiados.

La resistencia de los Estados Unidos a comprometerse en algunas de esas instituciones se debe a su aprecio por su independencia. Pero las responsabilidades están, en muchos casos, reñidas con la independencia. El sublime lema «A Nation Under God», que inflama el patriotismo americano, no puede convertirse en una excusa para relegar a un segundo plano el empeño por colaborar con modestos interlocutores humanos; asimismo, el pensamiento de que la propia nación desempeña un singular papel en los planes de la Providencia no puede considerarse garantía de nada en términos morales.

Ana Marta GonzálezAna Marta González (Departamento de Filosofía, Universidad de Navarra) es actualmente Fulbright Scholar en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Harvard.____________________(1) Robert G. Kaiser, «The Long and Short of It» (WP, 8-IX-2002); William Raspberry, «Our Insane Focus on Iraq» (WP, 9-IX-2002).(2) «Six Degrees of Preemption» (WP, 29-IX-2002).(3) James Webb, «Heading for Trouble» (WP, 4-IX-2002); Sebastian Mallaby, «War, Then It Gets Hard» (WP, 16-IX-2002).(4) Michael Kinsley, «Ours Not To Reason Why» (WP, 27-IX-2002); William Raspberry, «Congress’s Rollover on War» (WP, 6-I-2003).(5) Robert J. Samuelson, «A War We Can Afford» (WP, 18-IX-2002).(6) El artículo de David Ignatius titulado «The Arab Future» considera algunos de los problemas a los que tendría que enfrentarse un Irak post-Sadam (ver WP, 7-II-2003).(7) Cf. Nicholas A. Kristof, «War and Wisdom» (NYT, 7-II-2003).(8) Glenn Kessler, «U. S. Decision on Iraq Has Puzzling Past» (WP, 12-I-2003).(9) En su análisis de la situación, especialmente tras el discurso del presidente sobre el Estado de la Nación en enero de 2002, en el que por vez primera Bush empleó la expresión «eje del mal» para referirse a Irak, Irán y Corea del Norte, Kissinger llamaba la atención sobre la prioridad del caso iraquí, y proponía la línea de acción a seguir: «Si el derrocamiento de Sadam Husein va a considerarse en serio, se han de cumplir tres requisitos: a) desarrollo de un plan militar rápido y decisivo; b) algún acuerdo previo acerca del tipo de estructura política que ha de sustituir a Husein, y c) apoyo y consentimiento de los países clave necesarios para llevar a cabo el plan militar» (o.c., p. 298).(10) Robert L. Bartley, «Intellectual Roots of a New Foreign Policy», (WSJ, 16-XII-2002).

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