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El amor sin compromiso, una carga añadida para los pobres

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Dentro de unos meses se cumplirán 50 años de Mayo del 68, fecha emblemática de los movimientos contraculturales, como el de la revolución sexual. Este movimiento, gestado por élites acomodadas, predicó el amor sin vínculos como una forma de liberarse del matrimonio. Pero antes de que la épica del aniversario desborde a la realidad, conviene preguntarse cómo les ha ido a quienes mejor terminaron llevando a la práctica ese programa: los pobres y la clase trabajadora.

A diferencia de lo que ocurría en Estados Unidos hasta los años 70, cuando el matrimonio era la norma para la mayoría con independencia de su nivel socioeconómico, hoy es minoritario entre las personas con menos estudios e ingresos. El sociólogo Bradford Wilcox lleva tiempo atento esta tendencia. Ahora, junto con la también socióloga y demógrafa Wendy Wang, depura su diagnóstico en el informe The Marriage Divide: How and Why Working-Class Families Are More Fragile Today.

A efectos de este estudio, centrado en los adultos de 18 a 55 años, los autores entienden por “pobres” a quienes están en el 20% de la población con menos ingresos y/o que no terminaron la secundaria; por “clase trabajadora” a quienes están entre el 20% y el 50% de la población según sus ingresos y/o están en posesión del título de secundaria, pero no del universitario; y por “clase media y alta”, a quienes superan el 50% y acabaron la universidad.

Matrimonio. Según los últimos datos, que extraen de varias fuentes, solo el 26% de los pobres y el 39% de los de clase trabajadora están casados actualmente, frente al 56% de los de clase media y alta. La diferencia de clase sería aún mayor si no fuera por los inmigrantes de familias pobres y obreras, que elevan la cifra de los casados en esos grupos.

Solos o en parejas de hecho. Entre los que no están actualmente casados en los dos grupos de ingresos y estudios inferiores, la mayoría viven solos (6 de cada 10 pobres y 5 de cada 10 de clase obrera). La cohabitación es una opción minoritaria (el 13% y el 10%, respectivamente), pero es más frecuente que entre los de clase media y alta (el 5% viven en parejas de hecho, y 4 de cada 10 viven solos).

Rupturas familiares. El divorcio también está más extendido entre los de peor posición socioeconómica: el 46% de los pobres y el 41% de los de clase trabajadora –recordemos que el estudio se limita a los adultos de 18 a 55 años– han estado divorciados alguna vez, en comparación con el 30% de los de clase media y alta.

Número de hijos y nacimientos extramaritales. Como las parejas más pobres se casan menos y tienen de media más hijos (2,4 por mujer) que los otros grupos –1,8 (clase obrera) y 1,7 (clase media y alta)– no es extraño que cada vez más niños nazcan fuera del matrimonio. Ahora bien, gracias a que la mayoría de parejas de clase obrera (64%) y de clase media y alta (87%) siguen teniendo hijos dentro del matrimonio, los hijos de padres casados aún son mayoría.

Sin madre o padre en casa. La combinación de los dos indicadores anteriores –mayor porcentaje de divorcios y de hijos fuera del matrimonio– resulta en un panorama familiar más inestable. Y así, mientras el 77% de las adolescentes de 14 años criadas en hogares de clase media y alta viven con sus padres biológicos, ese porcentaje desciende al 55% tanto entre las chicas de hogares pobres como en las de clase trabajadora, lo que repercute en sus oportunidades, como ha explicado Wilcox en otras ocasiones (ver Aceprensa, 9-12-2016 y Aceprensa, 25-09-2009).

Cambio de valores

¿Qué factores hay detrás de la brecha matrimonial? Frente a las explicaciones economicistas, que atribuyen la mayor inestabilidad de las familias pobres y de clase trabajadora únicamente al mayor estrés que soportan a consecuencia de su escasez de recursos, Wilcox y Wang hablan de una conjunción de factores “económicos, culturales, políticos y cívicos” que, combinados, han creado una oscura “tormenta familiar” para esos grupos.

“Mientras los de clase media y alta han ido rechazando para ellos y sus hijos la dimensión más permisiva de la contracultura, los pobres y los de clase trabajadora han ido abrazando ese permisivismo”

La inseguridad económica ha sido, ciertamente, un foco de tensión. El paso a una sociedad postindustrial se ha llevado por delante empleos en sectores dominados por hombres sin estudios universitarios. Entre otras consecuencias, “las pérdidas de estabilidad laboral y de salario real sufridas por los varones desde los años 70 ha hecho de ellos candidatos menos atractivos para el matrimonio”. En la misma línea van otros análisis recientes citados por la periodista del New York Times Claire Cain Miller.

Pero Wilcox y Wang conceden más importancia al factor cultural: “Los cambios culturales debilitaron el matrimonio antes de que los económicos afectaran directamente a las familias de clase trabajadora. La contracultura, la revolución sexual y el individualismo expresivo de los años 60 y 70 debilitaron las normas, los valores y las virtudes que sustentan los matrimonios sólidos y estables”.

¿Y por qué suponen que el cambio de valores ha perjudicado más a las familias modestas? Primero, porque la falta de inversiones materiales en su matrimonio –por ejemplo, no tener la casa en propiedad– les deja más expuestos al divorcio. Esta carencia tendría que ser compensada con más recursos culturales, pero también carecen de ellos: les faltan herramientas para navegar con éxito el oleaje de las nuevas pautas culturales, y a menudo hay cierto fatalismo en sus decisiones (por ejemplo, mudarse a vivir con su actual pareja más por conveniencia económica que por convencimiento). En tercer lugar, porque, “mientras los de clase media y alta han ido rechazando para ellos y sus hijos la dimensión más permisiva de la contracultura, los pobres y los de clase obrera han ido abrazando ese permisivismo” en cuestiones como el divorcio, el sexo antes del matrimonio, la fidelidad conyugal o el embarazo adolescente.

A modo de ejemplo, citan la diferente actitud de los adolescentes respecto del embarazo imprevisto. El 76% de las chicas y los chicos criados en hogares de clase media y alta declaran que se sentirían avergonzados si tuvieran que confesar a sus padres que se han quedado (o que han dejado) embarazadas, frente al 61% y el 48% de los que declaran lo mismo entre los adolescentes de clase trabajadora y los pobres, respectivamente.

Necesitados de orientación

El cambio de valores está relacionado con los factores de índole política y cívica. Respecto a la política familiar, Wilcox y Wang observan que determinadas medidas adoptadas desde los años 60 y 70 han debilitado la importancia jurídica y económica del matrimonio. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la legalización del divorcio sin causa o con ciertos programas de protección social que penalizan el matrimonio (por ejemplo, si se casan un hombre y una mujer con ingresos bajos es probable que reciban menos prestaciones que cuando vivían de forma separada).

Por factores cívicos entienden el debilitamiento de los vínculos comunitarios. Se ve claramente en los distintos porcentajes de asistencia a un culto religioso. Aunque ha disminuido en todos los grupos sociales, el descenso ha sido más pronunciado entre los de clase obrera: en la década 2000-2009, el 28% asistía a la iglesia casi todas las semanas o más, mientras que en los 70 ese porcentaje estaba en el 40% (-12 puntos). le siguen los pobres (-9) y los de clase media y alta (-4).

Para Wilcox y Wang, esto es importante porque las familias solían encontrar en la mayoría de las Iglesias “apoyo psicológico, social y moral”. Hoy no solo crece el número de quienes se privan de ese acompañamiento: también está el caso de quienes acuden a un oficio religioso y se encuentran con pastores “más reacios a tocar temas referentes al sexo, el matrimonio, el divorcio o los hijos extramaritales”, por lo que se quedan sin la orientación necesaria para su vida familiar.

A la vista del diagnóstico de estos autores, se entiende que se muestran escépticos con la posibilidad de encontrar un remedio único que sea la panacea. Más bien, proponen adoptar una estrategia que actúe en los cuatro frentes. Lo que tienen claro es que esa estrategia debe incluir el empeño por extender a las capas sociales inferiores las pautas de conducta que se han mantenido relativamente estables en las superiores. De lo contrario, dicen, acabaremos aceptando como normal una sociedad donde unos parten siempre con una “doble desventaja: tienen familias más frágiles y menos recursos socioeconómicos”.

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