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El debate católico sobre los derechos humanos

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El último libro de Pierre Manent, Natural Law and Human Rights, se inscribe implícitamente en el debate sobre la fundamentación de los derechos humanos y su compatibilidad con la tradición clásica y cristiana.

Se trata de una discusión que ha tenido relevancia más allá del ámbito especializado, pues afecta al diálogo entre la tradición clásica y el mundo moderno, entre la Iglesia y las instituciones de la democracia liberal.

La historia de este debate tiene su eje principal en los documentos del Concilio Vaticano II, sobre todo en la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. Pero –como ha escrito recientemente Benedicto XVI (1)– fue sobre todo Juan Pablo II quien prestó una atención sistemática al tema de los derechos humanos como aspecto central de la doctrina social de la Iglesia y de su modo de dialogar con el mundo. Esto se explica también –seguía diciendo Benedicto en una carta a Marcello Pera– por su lucha contra el totalitarismo comunista en su Polonia natal, y en su defensa de la libertad religiosa frente a los nuevos fundamentalismos religiosos.

Más aún, las autoridades morales de la Iglesia y muchos autores han abordado con las herramientas de los derechos humanos los grandes debates jurídicos suscitados en los países occidentales por la revolución cultural iniciada en torno a 1968: el aborto, el matrimonio, la libertad de enseñanza, la eutanasia y por supuesto la libertad religiosa y de culto. El argumentario católico ante estos temas ha adoptado durante decenios el lenguaje de los derechos y la dignidad. Y, en consecuencia, las estrategias se concentraban en hacer valer esas interpretaciones de los derechos ante los tribunales constitucionales y otras jurisdicciones encargadas de interpretar y aplicar los derechos humanos.

Juristas y filósofos

La lista de autores que han desarrollado ese argumentario –con numerosos matices y desacuerdos– incluye a muchos juristas en diversos países, como la profesora de Harvard Mary Ann Glendon o, en España, Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho y magistrado del Tribunal Constitucional; a figuras egregias como Jacques Maritain, el gran humanista cristiano de posguerra que influyó tanto en Pablo VI y en el Concilio. También sobresale el profesor de Derecho en Oxford y gran renovador de la tradición del derecho natural, John Finnis, junto a otros seguidores de su escuela como Robert P. George, profesor de Princeton y gran intelectual público americano; en una línea parecida se sitúa el filósofo suizo Martin Rhonheimer, que ha defendido que las instituciones de la democracia constitucional son un verdadero bien común, y a la postre una plasmación muy adecuada de las exigencias de la tradición moral cristiana. Incluso podemos contar entre estos autores a Robert Spaemann, un filósofo de pensamiento muy sólido y original, que en el ámbito alemán ha representado ese empeño por dar formulación contemporánea a las exigencias de la justicia, en campos como el derecho a la vida.

Ocupa un lugar destacado en esta lista, aparte del propio Juan Pablo II, la obra de Joseph Ratzinger, quien –en su conocido diálogo con Habermas y en su discurso como Papa ante el Bundestag – trazó una historia de continuidad entre el derecho natural clásico, el moderno y las instituciones de los derechos humanos de postguerra, hasta la ruptura del 68. Por otro lado, siempre subrayó la insuficiencia de los derechos, y reclamó la importancia de los deberes y los límites, y de la referencia a Dios. De modo semejante a los otros autores mencionados, que se oponen a la absolutización de la autonomía con una visión sustantiva del bien que estaría en el núcleo de todo derecho.

Preferencias convertidas en derechos

Sin embargo, cunde la impresión de que en nuestra cultura política se ha consolidado una interpretación de los derechos como legitimación de las preferencias subjetivas y la identificación de la dignidad humana con el ejercicio de la autonomía precisamente en la afirmación de estilos de vida alternativos. Este “rights talk” (según la expresión de Glendon que usa Manent) no hace sino volver más conflictivos e interminables los debates públicos.

Más aún, no faltan en la cultura actual quienes directamente descreen de la dignidad de la persona humana (según Steven Pinker, la dignidad es una estupidez), y en todo caso buscan extender los derechos más allá de la especie humana, a los grandes simios y a otros mamíferos superiores, si es que no someten directamente al individuo a las conveniencias de la ecología. Cuando mencionamos la dignidad como si fuera un valor común por encima de escuelas filosóficas y tradiciones religiosas, en realidad apelamos a un espejismo que ya no tiene vigencia social efectiva. Tampoco rige aquel acuerdo pragmático que –según Jacques Maritain– dio pie a las grandes declaraciones de derechos en la postguerra, a condición de que no nos preguntáramos por el fundamento de esos derechos.

No es extraño que recobren fuerza las formulaciones que –por un lado– enfatizan la ruptura entre la tradición clásica de la ley natural y los derechos humanos, y –por otro– insisten en justificar las instituciones jurídico-políticas desde un discurso netamente aristotélico, e incluso abiertamente confesional. Un clásico de la filosofía del derecho como Michel Villey, cuya oposición entre derecho objetivo y derechos subjetivos parecía exagerada, vuelve a resultar creíble si se lee a Manent. En el ámbito español, el profesor de la Universidad de Navarra Fernando Simón ha publicado Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada, recientemente traducido al inglés, que –aunque no renuncia a fundamentar una adecuada interpretación de los derechos– traza también el origen y las manifestaciones de la deriva subjetivista en las últimas décadas.

También gana enteros la conocida posición de Alasdair MacIntyre –gran figura en la recuperación de la tradición de las virtudes–, contraria a la existencia de derechos naturales o humanos, que considera un imposible al margen de la vida civil, y un lenguaje inútil para el diálogo entre tradiciones morales inconmensurables. Más recientemente ha cobrado fuerza –en el ámbito anglosajón– la crítica radical al proyecto liberal, donde destacan Patrick Deneen y las propuestas de una política basada en un discurso explícitamente fundamentado en el bien común, como el profesor de Harvard Adrian Vermeule o el converso Sohrab Ahmari, o también Gladden Pappin.

La paradoja del fundamento

Nos enfrentamos aquí a lo que podemos llamar la paradoja del fundamento. El consenso que sostiene la vida cívica en común no puede ser tan vacío de contenido que acabe por ser puramente procedimental. Para fundamentar la convivencia es preciso encontrar no unos mínimos, sino un mínimo de máximos: los verdaderos principios de la razón práctica. El acuerdo meramente nominal de los derechos humanos valía gracias a un residual sustrato moral común, que sin embargo era erosionado progresivamente por teorías y prácticas sociales en conflicto.

Por eso tiene sentido hacer como Manent: sin despreciar la tradición liberal y sus instituciones vigentes, reavivar la tradición clásica, darle nuevo vigor y relevancia. Es decir, no limitarse a adoptar el lenguaje liberal de los derechos, como si en esa “caja de herramientas” pudiéramos encontrar todo lo que necesitamos para argumentar sobre la razonabilidad de la ley moral natural y sus exigencias jurídico-políticas. Que no sea un lenguaje universalmente aceptado ya no es una objeción válida. Porque el lenguaje de los derechos tampoco es universalmente aceptado ni interpretado de modo homogéneo, ni quiera en el ámbito occidental. Y lleva dentro de sí una carga subjetivista que es la que refleja la jurisprudencia nacional e internacional y el activismo de las organizaciones internacionales. 

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(1) Joseph Ratzinger / Benedicto XVI, Faith and Politics. Selected Writings, Ignatius Press, San Francisco (2018), prefacio: “The Multiplication of Rights and the Destruction of the Concept of Law. Points for a discussion of Marcello Pera’s book La Chiesa, i diritti humani e il distacco da Dio”.

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