El confuso discurso de los derechos humanos

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La Declaración Universal de los Derechos Humanos ha cumplido recientemente 75 años. Sin perjuicio de la utilidad que, en tantas ocasiones, ha demostrado como salvaguarda de bienes básicos, su interpretación moderna se presta a confusiones y abusos; en parte, precisamente, porque el término “derecho” parece suponer la delimitación clara de algo que corresponde a una persona real y en un tiempo y lugar determinados, lo que no siempre ocurre con los derechos recogidos en la Declaración; y, menos aún, con otros “nuevos derechos” que algunos reivindican, como el derecho al aborto o al cambio de sexo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la convicción de que existen valores objetivos a cuya realización debe servir el orden jurídico de la sociedad desembocó, como es sabido, en la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que acaba de cumplir 75 años. La principal impulsora del proyecto fue Eleanor Roosevelt, y su redactor más importante fue el jurista René Cassin. Entre los pensadores que contribuyeron a promover la Declaración se cuentan figuras como el historiador de Cambridge, Edward Hallet Carr, el filósofo de la Universidad de Chicago, Richard McKeon, o el célebre filósofo tomista Jacques Maritain, por citar tan sólo algunos nombres. La concordancia de personas de tradiciones muy distintas en torno a un catálogo de derechos parecía provenir, en última instancia, de la naturaleza básica de los bienes humanos enunciados por el catálogo: vida, libertad, seguridad, privacidad, familia, etc. En la medida en que los derechos humanos reconocidos tienen como objeto, como sostendría entre otros John Finnis, “bienes humanos básicos”, la concordancia universal en torno a su contenido resulta natural.

Derechos “desbocados”

Al mismo tiempo, sin embargo, no han faltado grandes pensadores que han sostenido con firmeza que llamar a esos bienes humanos básicos “derechos”, lejos de encuadrarse armoniosamente en la tradición iusnaturalista clásica, encierra una peligrosa confusión. Entre ellos destaca, sin duda, la figura del gran filósofo del Derecho francés Michel Villey. Otra incisiva crítica la debemos a Alasdair MacIntyre, uno de los pensadores morales más importantes del último medio siglo. Con matices distintos, Pierre Manent ha denunciado el desplazamiento de la doctrina clásica de la ley natural por una doctrina contemporánea de los derechos humanos sumamente individualista. Entre los autores españoles, una de las críticas más poderosas la formula hoy, probablemente, Alfredo Cruz Prados. La lista de impugnadores, desde luego, podría ampliarse mucho más.

Se comparta o no la visión de estos autores, parece difícil negar que el lenguaje de los derechos humanos se ha desbocado, hasta el punto de ser utilizado hoy para defender todo tipo de deseos y pretensiones: desde el aborto al suicidio, pasando por los vientres de alquiler, el incesto o el cambio de sexo. Así lo venimos sosteniendo, desde hace varios años, muchos de los que nos hemos ocupado con cierto detenimiento de este discurso –por citar a alguien que se enmarca en una tradición distinta de la mía, me remito al reciente ensayo de mi colega y amigo Pablo de Lora: Los derechos en broma (Deusto, 2023)–. La cuestión crucial es si nos encontramos, sin más, ante un mero conflicto de interpretaciones. El interrogante que hemos de hacernos es si el discurso de los derechos, loable en sí mismo, tan sólo se habría extraviado por una interpretación defectuosa o una relectura falaz.  De ser así, bastaría con reencauzarlo a su recto entendimiento porque, a fin de cuentas, el abuso de las categorías no priva a su recto empleo de legitimidad: abusus non tollit usum.

El espíritu de indagación intelectual, sin embargo, no puede renunciar a examinar a fondo las posiciones de los críticos del discurso de los derechos humanos; y, sin recurrir a subterfugios, preguntarse honesta y sinceramente si, dado el cariz de las objeciones, no será que nos encontramos ante un modo de hablar equívoco en sí mismo, ante un lenguaje que encierra una ambigüedad semántica o incluso algún tipo de trampa o impropiedad. No podemos olvidar que la crítica del discurso de los derechos humanos –o de los “derechos naturales” de las revoluciones liberales– es muy antigua, y que ha sido formulada por autores que no podríamos tachar de escépticos o relativistas morales sin sonrojarnos –empezando por Edmund Burke en sus Reflections on the Revolution in France, de 1790–.

Más que derechos, bienes

En este breve ensayo no me es posible abordar a fondo los conflictos que se han planteado en las discusiones académicas sobre los derechos. Quisiera llamar la atención del lector, sin embargo, sobre una equivocidad manifiesta en este discurso, lo cual le servirá, según creo, para hacerse cargo de la seriedad del problema. Como primera autoridad recurriré, paradójicamente, al mayor apologista contemporáneo del lenguaje de los derechos. En su célebre obra, Taking Rights Seriously, Ronald Dworkin definió –y defendió con entusiasmo– los derechos como “triunfos” (rights as trumps) esgrimidos en un juego de cartas, esto es, como aserciones apodícticas capaces de vencer frente a cualquier argumento que se le oponga. Un ciudadano quema la bandera nacional en público y es castigado; se inicia una discusión sobre si es legítimo o no castigarle, hasta que en la discusión se cuela, de manera enfática, la exclamación: “¡tengo derecho a la libertad de expresión!”

Lejos de tratarse del simple abuso de un lenguaje en sí mismo inocuo, pienso que este modo de recurrir a los derechos viene favorecido por su misma formulación. Para mantener tan genéricos “derechos” dentro de límites razonables, se hace necesario delimitar su contenido haciéndolo compatible con los requerimientos de la vida social. Parece obvio que el derecho a la libertad de expresión no debe incluir un derecho a vejar a alguien sin ninguna razón, ni un derecho a engañar a quien tiene derecho a que se le diga la verdad. Uno no tiene derecho a expresarse de cualquier modo, pero el caso es que las parcas declaraciones de derechos no dicen absolutamente nada acerca de cuál es, aquí y ahora, la medida de mi legítima libertad de expresión. Ahora bien, si un derecho está formulado sin medida alguna, ¿en qué medida puede calificarse como un derecho?

Proclamar derechos sin una medida clara se presta, a mi juicio, a notable confusión, dado que el concepto de derecho indica algo atribuido de manera auténtica, algo que, en justicia, le corresponde a alguien real y concretamente. No sucede así, sin embargo, con la mayoría de las aserciones de derechos humanos. Como ha admitido John Finnis, éstas “necesitan ser sometidas a un proceso racional de especificación, evaluación y cualificación de un modo que hasta cierto punto impide ver el sonido concluyente y perentorio de ‘…tener derecho a…’”. Calificar como “derecho” lo que en puridad es un bien, un valor genérico o una aspiración de partida cuyos contornos están pendientes de definir, no está exento de problemas, dado que el calificativo de “derecho” sugiere algo asignado claramente y con medida.

Los bienes humanos recogidos en los catálogos de derechos (vida, expresión, privacidad, etc.) no pueden ser más que simples premisas para la deliberación sobre lo justo; pero, al ser denominados “derechos”, se presentan como algo más que eso, porque un derecho es, en sentido estricto, la conclusión de la deliberación sobre lo justo. Cuando invoco genéricamente mi libertad como un derecho, estoy apuntando a un simple bien humano, pero lo hago como si se tratase de algo que me corresponde definitivamente, antes incluso, pues, de definir la medida en que me corresponde realmente. Justamente por ello, pienso que acierta plenamente Nigel Biggar al señalar que, en su “tendencia a sacar del tablero todas las demás consideraciones morales”, el discurso de los derechos “se adelanta y cierra toda deliberación” mediante “una aserción inicial de lo que es propiamente una conclusión”. Resulta irónico que, en esta crítica del discurso de los derechos, Biggar no haga más que reiterar algo que se desprende, como un corolario, de la definición que de ellos hacía su mayor apologista, Ronald Dworkin: triunfos que se imponen a toda deliberación. Tal vez, pues, esta caracterización sea algo más que una lectura espuria, y responda realmente a la naturaleza propia del lenguaje de los derechos.

Conclusión

A la luz de cuanto se ha expuesto, pienso que sería un signo de ligereza intelectual caricaturizar la crítica del discurso de los derechos humanos como fruto de una vuelta al positivismo, de la insensibilidad hacia lo humano o, incluso, de una especie de nostalgia atávica de tiempos autoritarios. El estado de desconcierto en que se encuentra este discurso es, cuando menos, una llamada a volver sobre las advertencias de quienes han reflexionado críticamente sobre él, desde Burke hasta nuestros días. Muchas de estas voces están bien lejos de cualquier positivismo o relativismo, y reivindican una estricta vinculación con la tradición clásica de la ley natural. Pienso que sería un error, por consiguiente, hacer oídos sordos a sus razonamientos, o despacharlos sin el riguroso examen que merecen.

La reflexión anterior no es óbice, desde luego, para admitir que el texto de los catálogos de derechos humanos o fundamentales constituye un dato de partida del jurista contemporáneo en el contexto de su profesión. A diferencia de la reflexión filosófica, el Derecho es un arte y una ciencia tópica, es decir, se basa en una serie de lugares comunes aceptados en la sociedad en que se aplica. Los juristas que defienden al nasciturus ante una corte de justicia hacen muy bien en recurrir a los artículos 3 y 6 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, porque son éstos lugares comunes reconocidos por la práctica jurídica; o, dicho de otro modo, son las cartas admitidas en los juegos de los juristas. Esta trivialidad no nos puede impedir, sin embargo, hacer una crítica más profunda de esas categorías y de ese lenguaje comúnmente aceptado, examinar las cartas por si están marcadas de tal suerte que privilegien algún tipo de trampa en el juego. A ello se refieren las reflexiones de este artículo.

Fernando Simón Yarza
Catedrático acreditado de Derecho Constitucional
Universidad de Navarra

 

Un comentario

  1. Y a cada derecho ¿no le correspondería un deber?. Se da algo con ciertos límites. Ahora bien, esta forma de razonar no parece muy adecuada al pensamiento único actual. Sería interesante discutir sobre esta base.

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