Hoy día, el mayor negocio ya no está en la industria o en el petróleo, sino en la explotación de los datos que cedemos a las grandes empresas tecnológicas. El auge de las redes y servicios digitales ha hecho surgir un nuevo modelo económico, el capitalismo de la vigilancia, que tiene una gran influencia en nuestras vidas.
Se podría decir que 2015 fue el año de la sostenibilidad y que 2020 será el año del capitalismo de la vigilancia. Sin duda, la pandemia de covid-19 que vivimos desde marzo va a influir decisivamente, aunque de forma todavía impredecible, en el peso futuro que tendrá tanto la una como el otro. Por un lado, el aislamiento físico al que nos vemos obligados para atajar la pandemia ha incrementado exponencialmente la colonización de la realidad por el universo digital. Sin embargo, la pandemia también nos ha alertado sobre la insostenibilidad de un modelo de desarrollo que podría estar en el origen de aquella, y que se ha mostrado extraordinariamente vulnerable para darle respuesta.
En 2015, la crisis económica de 2008 ya había remitido y el mundo se sentía capaz de afrontar los retos colectivos de largo alcance, principalmente dos. El primero, conseguir un modelo social que no deprede los recursos naturales necesarios (en particular, las condiciones climáticas y la biodiversidad) para que los futuros seres humanos puedan vivir. El segundo, combatir la desigualdad y exclusión social, que bloquea las posibilidades de una vida digna de buena parte de la humanidad. En ese año de 2015, la ONU aprobó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, se firmó el Acuerdo de París contra el cambio climático y el Papa Francisco publicó la encíclica Laudato si’, dedicada monográficamente a la cuestión ecológica y social. Las tres acciones convergían en el mismo propósito de alcanzar un modelo social inclusivo y sostenible.
Tres acontecimientos
A lo largo de 2020, en un ambiente de creciente crispación política y social en casi todas las regiones del mundo, muy distinto al de cinco años antes, han tenido lugar tres acontecimientos aparentemente menores que, sin embargo, están sirviendo para llamar la atención de la opinión pública mundial sobre lo que se viene llamando capitalismo digital, de los datos o de la vigilancia.
El mayor problema que plantean las grandes tecnológicas no está en sus malas prácticas, sino en el modelo de capitalismo que han creado
Primero, la comisión anti-trust de la Cámara de Representantes de EE.UU. ha investigado a las grandes compañías tecnológicas (Google, Amazon, Facebook y Apple, conocidas por el acrónimo GAFA), ha concluido que abusan de su posición dominante en el mercado y, por ello, pide que se refuerce la legislación antimonopolio e incluso que se reestructuren estas empresas en pro de la competencia.
Netflix, por su parte, ha estrenado un documental, El dilema de las redes, que alerta sobre el grado de invasividad de las redes sociales en nuestras vidas, que está teniendo un gran éxito de audiencia y sembrando no poca inquietud entre la opinión pública de medio mundo.
Finalmente, la profesora de Sociología de la Universidad de Harvard Shoshana Zuboff publicó a finales del año pasado, y se está traduciendo a un buen número de lenguas, entre ellas el castellano, su libro La era del capitalismo de la vigilancia (Paidós), en el que advierte de la irrupción de esta nueva forma de capitalismo, a la que imputa unos potenciales efectos letales para la naturaleza humana.
En 2015 se llamaba a la movilización general para evitar la amenaza de un cambio climático catastrófico; en 2020, aunque de forma todavía tímida, se insta a reorientar la tecnología digital para que, en lugar de consolidar el capitalismo de la vigilancia, dé lugar a una economía verdaderamente colaborativa y a unas relaciones sociales sostenidas en el acceso universal a la información, la comunicación y la participación social. Y, por supuesto, sin tener que enajenar la propia intimidad ni sufrir la manipulación. Ahora bien, ¿en qué consiste el capitalismo de la vigilancia?
El mal está en el sistema
Desde hace algunos años, las empresas más grandes del mundo por su capitalización bursátil son las tecnológicas: Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft (GAFAM). Son también las que tienen una presencia más constante en nuestra vida cotidiana. Además, y a pesar de las crecientes críticas de las que son objeto, gozan de una consideración social que ya querrían para sí tanto las instituciones sociales como las empresas más convencionales. Nos proveen de servicios de comunicación, información, ocio, compra online y relaciones sociales que nos parecen imprescindibles. Y lo hacen, además, de forma gratuita en la mayor parte de los casos, con gran eficiencia y con un alto nivel de personalización del servicio: todo ello nos produce un gran confort y, en correspondencia, atribuimos un gran valor a esas marcas. ¿Cómo se explica, entonces, que su actividad sea objeto ahora de una crítica total por parte de una profesora de la Escuela de Negocios de Harvard?
El capitalismo de la vigilancia se sostiene sobre dos imperativos: extraer datos y predecir el comportamiento
Zuboff no da una nueva vuelta de tuerca a las muchas acciones reprobables que llevan a cabo las llamadas Big-Tech. Por supuesto, deplora que constituyan monopolios, que muchas de sus acciones tengan como objeto anular la competencia, que aprovechen los agujeros fiscales para pagar menos impuestos, que generen trabajos precarios y mal retribuidos semejantes a los del taylorismo, que difundan noticias falsas y manipulen a los votantes ante unas elecciones políticas, o que obtengan de manera casi fraudulenta el consentimiento de sus clientes para guardar y explotar sus datos personales. Todos estos modos de proceder erosionan la libertad de mercado, incrementan la desigualdad social, atacan a la democracia y violan la intimidad de las personas. Pero se podrían contener con mejores leyes y una mayor coordinación entre los Estados. El Reglamento de la UE sobre protección de datos personales es un buen ejemplo de una importante acción dirigida a proteger la intimidad.
Para Zuboff, el problema principal que plantean las Big-Tech no está en sus eventuales malas prácticas, por muy graves que lleguen a ser, sino en el modelo de capitalismo que han creado y que, en muy pocos años, se ha hecho hegemónico.
La nueva plusvalía
Zuboff consagra el término capitalismo de la vigilancia para referirse a la forma de organización económica que explota no la plusvalía generada por el trabajo de los empleados, sino la obtenida de recopilar las experiencias de las personas. Es importante destacar que su análisis no es el simplista de considerar los datos recopilados como el producto que vende GAFAM para obtener su rentabilidad. Ella no comparte la expresión tantas veces repetida “Cuando el producto es gratis, el producto eres tú”. El individuo no es el producto, sino el cadáver abandonado del que se obtiene su excedente conductual.
El capitalismo de la vigilancia se sostiene sobre dos imperativos: extraer datos y predecir el comportamiento. La materia prima son los datos que obtiene a partir de la vigilancia del comportamiento de las personas. Luego transforma esos datos en pronósticos sobre cómo actuarán en el futuro. A continuación, estos pronósticos son puestos a la venta en una modalidad nueva de mercado.
Zuboff considera que la “civilización de la información” de principios del siglo XXI no estaba inevitablemente abocada a este destino. Puesto que la tecnología no es neutral, sino que está diseñada con una carga valorativa específica que la orienta en una u otra dirección, se pudo elegir entre una variedad de modelos de definición de la tecnología digital orientada a la actividad económica. Zuboff compara dos: el capitalismo orientado a la ayuda y el capitalismo de la vigilancia. Ambos se diferencian tanto por el fin (servir al consumidor o aprovecharse de él) como por los métodos (recabar datos con permiso y con límites en el acceso, o recabarlos sin límite y sin restricción en el acceso). El capitalismo orientado a la ayuda también ejerce cierta vigilancia sobre los datos, pero con una finalidad limitada a lo que Zuboff denomina la reinversión conductual, es decir, a conseguir un mejor producto o servicio para el consumidor. Desafortunadamente se impuso el segundo modelo.
Automatizar la conducta
Zuboff vaticina que lo peor está por llegar: cuando los gigantes tecnológicos dejen de predecir el comportamiento y pasen a diseñarlo. Ya no bastará, entonces, con automatizar los flujos de información sobre nosotros, sino que el objetivo será automatizarnos a nosotros. Así como el capitalismo gerencial de la producción en cadena persiguió y automatizó el cuerpo, el capitalismo de la vigilancia caza y automatiza la mente. Con su incansable acumulación de datos, las plataformas digitales llegan a conocer nuestras preferencias mejor que nosotros, y pueden darnos un pequeño empujón para que nos comportemos de una forma que produzcamos aún más valor. Por eso, Zuboff no tiene empacho en afirmar que, así como el capitalismo industrial afectó negativa y peligrosamente a la naturaleza, el capitalismo de la vigilancia causará estragos en la propia condición humana.
Las plataformas digitales conocen nuestras preferencias y pueden darnos un pequeño empujón para que nos comportemos de forma que produzcamos aún más valor
Para colmo, Zuboff constata cómo, en pocas décadas, se ha producido una inquietante transformación social, que facilita la consolidación del capitalismo de la vigilancia. Del secular y unánime rechazo ciudadano de las técnicas de modificación masiva de la conducta como amenazas inadmisibles para la autonomía individual y el orden democrático, se ha pasado a aceptar su aplicación generalizada con escasa oposición. Los ciudadanos parecen haber perdido la diferencia entre obtener un servicio personalizado y ver condicionada su conducta futura.
El capitalismo de la vigilancia nos engaña por partida doble. En primer lugar, cuando hacemos entrega de nuestros datos (es decir, nuestra intimidad) a cambio de unos servicios relativamente triviales y, en segundo lugar, cuando esos datos son utilizados para estructurar nuestro mundo futuro de una manera que no es transparente ni deseable. El ser humano pierde así cualquier atisbo de soberanía personal.
El libro de Zuboff es, ante todo, una crítica implacable de un modelo de capitalismo que diseña la tecnología digital para apropiarse del ser humano. No obstante, apunta también algunas acciones dirigidas a contener esa fuerza de alienación humana que parece imparable. Concretamente, propone el reconocimiento de dos derechos: el derecho al tiempo futuro, “que comprende la capacidad del individuo de imaginar, pretender, prometer y construir un futuro”; y el derecho al asilo y al refugio, como garantías de un espacio de amparo inviolable.
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