¿Biden o Trump? Algo más que un duelo de caracteres

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Biden y Trump

Las recientes Convenciones Demócrata y Republicana han expuesto un efecto colateral de la polarización: el empobrecimiento del debate político. Ninguna de las dos ha logrado presentar una visión capaz de ilusionar a los de fuera del partido. La tendencia común ha sido a personalizar y meter miedo, pese a que el momento pedía más audacia.

La producción televisiva ha tratado de mantener la espectacularidad propia de estos grandes eventos, condicionados esta vez por la pandemia. Pero el tono general ha sido de vuelo raso: los demócratas han repetido hasta la saciedad que la decencia de Joe Biden salvará a la democracia estadounidense; por su parte, los republicanos se han aferrado al mantra de que Donald Trump es el único capaz de frenar a la izquierda radical.

Una izquierda a la contra

De la Convención Nacional Demócrata, celebrada en Milwaukee (Wisconsin) del 17 al 20 de agosto, la columnista del Wall Street Journal y premio Pulitzer Peggy Noonan destaca su negatividad. “Hubo un zumbido incesante de quejas en la convención. Para mostrar su feroz sinceridad en la lucha contra las injusticias de Estados Unidos, la mayoría de los oradores pensaron que tenían que dar una paliza al país, una y otra vez. Sus pecados: racismo, sexismo, intolerancia, violencia, xenofobia, acoger mal a los inmigrantes. (…) Todo el mundo trataba de superar el hecho de haber nacido aquí”.

Noonan cree que los demócratas han errado el enfoque. Tras seis meses de pandemia, no era el momento de lanzar soflamas, sino de explicar “a favor de qué estás y qué pretendes hacer”.

En vez de eso, se ha impuesto el argumentario anti-Trump, jaleado por veteranos del partido de los que cabía esperar más altura de miras: Barack y Michelle Obama, Bill Clinton, Andrew Cuomo, Nancy Pelosy, John Kerry… Queda claro que la estrategia de la izquierda es presentar las elecciones de noviembre como un duelo de caracteres más que de ideas o de programas. 

El programa es Trump

Tan amarga fue la convención que los republicanos anunciaron un guion más constructivo para la suya, celebrada en Charlotte (Carolina del Norte) del 24 al 27 de agosto. Pero tampoco ellos han levantado el vuelo. Los grandes medios de izquierdas, como The New York Times y The Guardian, coinciden en que el discurso final de Trump fue plano y sombrío.

Es verdad que los republicanos han tratado de romper moldes, recurriendo por ejemplo a numerosos oradores afroamericanos, presentando a Trump como el valedor del little guy –una bandera típicamente demócrata–, o incluso de los extranjeros que “siguen las reglas”. Pero ninguno de los gestos desplegados por el aparato del partido compensa el que quizá sea su mayor error: concluir la convención sin un programa nuevo para estas elecciones.

Según explica el Comité Nacional Republicano, el partido ha decidido declarar inválida “cualquier moción presentada para enmendar el programa de 2016 o para adoptar uno nuevo” antes de 2024. Alega que las circunstancias excepcionales de este año han impedido la asistencia de muchos delegados, y no quiere que unos pocos decidan por el resto. De modo que, tras expresar la adhesión del partido a la agenda America first de Trump, vuelve a presentar el programa con que este republicano heterodoxo llegó a la Casa Blanca.

Ni siquiera hay un esfuerzo de adaptar las medidas de entonces a la situación actual, marcada por la crisis del coronavirus. Pero más que la desidia, da la impresión de que en esta decisión ha pesado sobre todo el miedo a encarar un debate interno sobre las esencias del Partido Republicano. Las divisiones llevan sobre la mesa al menos desde que irrumpió el Tea Party; se acentuó con la insólita victoria de Trump en las primarias republicanas de 2016 y han continuado durante su presidencia.

¿Voto de castigo?

La cuestión ha resurgido este verano, cuando varios comentaristas conservadores han debatido sobre la oportunidad o no de un voto de castigo al Partido Republicano por haber cedido a Trump el control de la formación. Mientras unos ven ese voto en contra como una pataleta que solo beneficiaría a la izquierda, otros –en clara minoría– lo presentan como “la forma legal y constitucional de expresar aprobación o desaprobación”, en palabras de Mona Charen. Su esperanza es que cuanto antes toque fondo el partido, antes empezará su reconstrucción.

Mientras los demócratas apelan a la decencia de Biden, los republicanos insisten en los logros de Trump

La oposición interna a Trump se ha hecho visible en la Convención Nacional Demócrata, cuando varios republicanos respaldaron públicamente a Biden: entre otros, el ex gobernador de Ohio John Kasich, el ex secretario de Estado Colin Powell, la ex gobernadora de Nueva Jersey Christie Todd Whitman…

Ahora bien, que los republicanos no tengan un programa actualizado no significa que estén a ciegas. En sus intervenciones públicas de los últimos meses, Trump ha dejado claras sus prioridades para un segundo mandato si resulta reelegido: promete una vacuna contra el coronavirus para final de año; crear empleo y restaurar la prosperidad económica que tenía el país hasta que llegó la pandemia; proteger a la industria manufacturera con aranceles a las importaciones; favorecer la fabricación nacional de medicinas, para rebajar sus precios y reducir la dependencia del exterior; aumentar las ayudas al cuidado familiar e impulsar un permiso familiar remunerado; salvaguardar la ley y el orden público frente al vandalismo; garantizar el derecho a llevar armas; afianzar la seguridad en la frontera con México… También ha dado muestras suficientes de que seguirá apoyando el derecho a la vida del no nacido, y la libertad religiosa y de conciencia. 

Populismo identitario

El Partido Demócrata también lleva tiempo metido en un pulso ideológico entre facciones. La cuestión se planteó con fuerza tras la derrota de Hillary Clinton frente a Trump en 2016, y se cerró en falso, al simular un consenso sin llegar a debatir sobre el fondo.

Parece que los demócratas han vuelto a repetir el mismo error, fingiendo una unidad que no existe. Las caras visibles del partido ahora son dos afines al establishment: Biden y Kamala Harris, candidata a la vicepresidencia. Ninguno de los dos se caracteriza por tener propuestas memorables: más bien, se espera que hagan lo que la cúpula del partido les diga que hagan. Y, de momento, lo que ha ordenado es que incorporen a su programa algunas propuestas del ala más a la izquierda.

El fruto más granado de esa colaboración son las recomendaciones de los conocidos como “grupos de trabajo Biden-Sanders”, plasmadas en un documento de 110 páginas que pide aumentar el gasto público en muchos ámbitos. Como resultado, el nuevo plan económico de Biden (“Build Back Better”) promete fuertes inversiones en energías verdes; proteger a la industria manufacturera y distanciarse de los tratados de libre comercio (como quieren Trump y Sanders); impulsar ayudas para el cuidado de niños y familiares dependientes; ampliar la reforma sanitaria de Obama con la opción de un seguro público para quienes no puedan pagar uno privado; rebajar la edad de 65 a 60 años para poder acceder al programa de atención médica a los mayores; promover medidas contra la desigualdad racial; desmontar la rebaja fiscal de Trump y aumentar la recaudación vía impuestos…

De esta forma, y como ya ocurrió cuando Hillary Clinton se presentó a las presidenciales de 2016, el programa demócrata ha vuelto a escorarse a la izquierda en lo económico para complacer a los partidarios de Sanders, Elizabeth Warren y la nueva generación de socialistas en el Congreso.

En lo cultural, el acuerdo entre facciones es grande. Entre otras cosas, porque –aquí sí– la cúpula demócrata dispone con puño de hierro cuáles son las posiciones correctas, y hay poco margen para el disenso. El aborto a petición, la agenda LGTB y ahora la ideología woke son asuntos innegociables; más variedad de posiciones admiten la eutanasia y el suicidio asistido, las restricciones a la libertad religiosa y de conciencia o la legalización de la marihuana, asuntos en los que el Partido Republicano suele ir en la dirección opuesta.

En la recta final de las elecciones queda en pie una paradoja: pese a que ambos partidos han insistido en la estrategia de la personalización, lo cierto es que de la aplicación de las políticas de uno y otro emergen dos visiones del mundo muy distintas. Esto es de lo que el culto al líder distrae la atención.

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