Putin ya tiene su Maine (y su Hearst)

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Putin y Margarita Simonián, directora de RT, en 2015 (foto: kremlin.ru)

Una viñeta de un ilustrador estadounidense, de los primeros meses de 2003, mostraba al Tío Sam interrogando a Sadam Husein. “¡Que no tengo armas de destrucción masiva!”, le insistía el iraquí, y el americano: “¡Pruébalo!”. Al lado, el norcoreano Kim Yong-il le decía: “Oye, que yo sí tengo”, a lo que el simbólico personaje respondía: “¡Pruébalo!”.

La cuestión no eran las armas, sino a quién deseaba creer Washington. La prioridad del entonces presidente George W. Bush no era descabezar a un régimen como el norcoreano, que, en efecto, estaba avanzando en su programa armamentístico nuclear, pero cuyo país era un frío pedazo de roca cercano a Siberia, sin atractivo económico que animara a zumbarle un par de cohetes.

Irak era otra cosa. Allí no había armas apocalípticas –había habido, y Sadam las había usado con sanguinaria dedicación contra iraníes y kurdos–, pero sí hidrocarburos. Bruce Riedel, entonces asesor de Seguridad Nacional, atestiguó días después del 11-S cómo el presidente, en sendas conversaciones con el primer ministro británico Tony Blair y con el embajador saudí, intentó vincular al tirano de Bagdad con esos atentados, lo que a aquellos les pareció un despropósito. Quizás, en buena medida, porque los indicios apuntaban a Al Qaeda, y porque sabían que Sadam y Osama Bin Laden, aunque criminales de pro, no eran de la misma pandilla y se pedían la cabeza. ¿Fin del cuento? Que sí, que hubo guerra, pero no pudo justificarse con el 11-S.

Por cierto, antes de que esta comenzara, el presidente ruso Vladímir Putin –sí, hace 20 años ya cortaba el bacalao– intentó persuadir a Bush de que el verdadero peligro para EE.UU. no procedía de Irak, sino de “algún lugar de la frontera entre Afganistán y Pakistán”. En otras palabras, que el tipo malo del momento era Bin Laden, no Sadam, y que no había que mezclar churras con merinas. Pero el de la Casa Banca era un señor de ideas fijas, y venga a lanzar bombas contra el barrio de Hammurabi.

Hoy, curiosamente, es el aconsejador de antaño el que mete en la batidora churras, merinas, islamistas de Algunlugaristán, “neonazis” ucranianos y espías occidentales. ¿Quién asesinó a 140 personas en el teatro Crocus de Moscú, el 22 de marzo? Hay un autor confeso: el Estado Islámico de Jorasán, que está a punto de llorar de impotencia porque ya no sabe qué otra prueba mostrar para que le reconozcan el copyright de la masacre.

La directora de RT, Margarita Simonián, fiel apoyo del Kremlin en su guerra contra Ucrania, culpó rápidamente a Kiev de ser responsable intelectual del crimen

El Kremlin lo admite: fueron ellos, pero insiste en que “con certeza” es Kiev quien los ha animado y quien les paga. El jefe del FSB ha asegurado que las primeras informaciones que han dado los terroristas arrestados confirman la “pista ucraniana”. Por ello, dice, “afinaremos aun más la información que debería mostrarnos si la presencia y participación de la parte ucraniana es real o no”. Sabido que un militar ruso le cortó la oreja a uno de los extremistas capturados e intentó que se la merendara, es fácil adivinar que la “afinación” consistirá en guisarle la restante, a menos que el desorejable jure que fue Volodímir Zelenski en persona quien le entregó el fusil, le dio la dirección del teatro y le metió un sobre en el bolsillo.

Y está, se sabe, la prensa. Si el gobernante se mueve en el “sí, pero bueno…”, entonces un medio con la suficiente pegada puede terminar dándole el empujón para que dispare. Lo hizo W. R. Hearst en 1898, cuando desde las páginas del Morning Journal azuzó a Washington contra Madrid por la voladura del acorazado Maine en el puerto de La Habana –meses más tarde la armada americana despedazó a los buques españoles en Santiago de Cuba–. Lo hicieron los presentadores de la Fox, que sintonizaron rápidamente con la Casa Blanca en que Sadam estaba a un tris de adelantar la hora del apocalipsis…

Lo hace ahora la directora de RT, el libelo antes llamado Russia Today. Menos de 24 horas después del ataque en el teatro moscovita, Margarita Hearst Simonián ya no necesitaba pruebas: “Esto no tiene nada que ver con el EI. Han sido los ucranianos”. Los ucranianos y, por supuesto, los servicios de inteligencia occidentales, pues “los ejecutores fueron seleccionados de tal modo que pudiera convencerse a la estúpida comunidad mundial de que había sido el EI”.

Sí: “estúpida comunidad mundial”, porque a Simonián no se le dan bien los eufemismos y, de paso, tampoco la piedad. Fue ella misma quien alguna vez pidió a las tropas rusas matar niños ucranianos, y quien el 24 de febrero de 2022, día de inicio de la invasión, preguntó en la redacción de RT por qué no había champán frío para celebrar.

¿Ha terminado calando en la población rusa esta estafa mediática de que, de un ¡zas!, el pueblo que vive al otro lado de la frontera occidental se ha vuelto una suerte de IV Reich eslavo que quiere la ruina de la madrecita Rusia, y que por tanto, es capaz de todo (incluso de reclutar a yihadistas para que maten a sus propios primos en una sala de conciertos)?

Es imposible saberlo. Si en los meses posteriores al estallido del Maine las exageraciones del Morning Journal consiguieron que los estadounidenses convulsionaran de indignación solo con oír la palabra España, y si idéntico efecto lograron los de la Fox en su público con solo mencionar al dictador iraquí, también la mayoría de los rusos dice estar a favor de esta guerra: en noviembre, eran el 74% frente al 18%. Específicamente respecto a los asesinatos en el Crocus, un sondeo de Open Minds recién salido del horno constata el patrón de respaldo a la postura oficial: para el 4%, es el Kremlin el que está detrás; para el 27%, el EI, y para el 50%…, ¡Ucrania!

A ver, una pausa: ni los norteamericanos de 1898 ni los de 2003 manifestaban sus opiniones con una navaja cercana a la yugular. Los rusos actuales, los mismos que arden de patriotismo ante los micrófonos, han oído hablar del Polonio-210, del Novichok y de otros aderezos con que el Kremlin obsequia a sus ciudadanos más inquietos. El opositor Alexéi Navalny, uno de los últimos comensales de este selecto menú, hoy hace la digestión bajo tierra.

¿Acaso hay alguien a la mesa –a esta enorme mesa– que no crea que Ucrania es la autora del crimen…? ¿Nadie? Pues eso. “¡A seguir descabezando neonazis!”.

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