La conciencia ante la inmigración

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Políticas de integración frente a los discursos antiinmigratorios que explotan el miedo
Ajdin Kamber/Shutterstock

Si hay un asunto serio y grave para Europa, y más en particular para España, es el de la inmigración, sobre todo la procedente de África. Los datos básicos son bien conocidos: invierno demográfico en Europa, plétora de nacimientos en el continente africano, en medio de precarias y con frecuencia míseras condiciones de vida. Por las redes sociales, los jóvenes africanos se ilusionan con el “paraíso europeo”. Las mujeres también, pero en no pocos países africanos, ellas son el sustento de la economía familiar y casi exclusivamente del cuidado de los hijos pequeños.

Un joven africano, pongamos de Senegal, que tiene un salario mínimo del equivalente de 53 euros mensuales, se entera de que en España es de 1.134, con tendencia a crecer. En otros países, como Mauritania, se llega a 73 euros, pero, salvo unas pocas excepciones, el salario mínimo no supera los 200 euros al mes. Se explica que el joven africano ahorre, hasta poder pagar la emigración, en condiciones deplorables, al albur muchas veces de organizaciones mafiosas.

Por otro lado, en España faltan trabajadores, aunque el paro sea el más alto de Europa, lo que significa que muchos no quieren trabajar o bien porque reciben subsidios del Estado o porque están en la economía sumergida, que representa, en España, según el estudio más reciente, el 20% del PIB. Otros no encuentran trabajo que se corresponda con su nivel de capacidad o quizá son mayores de cincuenta años y no es fácil que les contraten.

Combinando todo esto se deduce que la inmigración es necesaria, sobre todo en España, para que los puestos de trabajo se ocupen y haya un buen producto nacional.

¿Qué tiene que ver todo esto con la conciencia? El 28 de agosto, el papa Francisco, en la habitual audiencia de los miércoles, dijo: “Hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los emigrantes. Y esto, cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave”. Dejo a los moralistas las precisiones necesarias sobre esas palabras. Y paso por alto el que esa advertencia cae casi en saco roto en una sociedad en la que ha disminuido la conciencia de pecado, hasta el punto, por ejemplo, de que el aborto provocado sea incluso considerado un derecho. Análogamente a lo que ha dicho Francisco sobre rechazar al inmigrante se ha de decir del rechazar a ese inmigrante a la vida, que es el concebido en espera de nacer.

Volviendo a las palabras del papa. Sin ser teólogo, se me alcanza que algo tiene que ver con quizá las palabras más duras del Evangelio, la condena de quienes se dice: Tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis” (Mateo 25, 41-42).

Hay que añadir que esa necesaria inmigración ha de estar regulada y ordenada, separando bien el trigo de la paja, discriminando positivamente a quienes vienen a trabajar y a ayudar a sus familias y devolviendo a su país de origen a quienes llegan con malas intenciones.

Es ahí donde entra la política, y si los políticos no saben encontrar soluciones, por arduas y difíciles que sean, tendríamos una demostración más de su probada ineptitud. Una ineptitud que roza la mala fe cuando se hace de la inmigración un asunto de propaganda electoral, en unos casos casi transmitiendo odio hacia el extranjero y en otros dejando que todo siga de manera convulsa, mirando para otra parte.

La inmigración es un asunto de Estado, sí, pero, antes, una cuestión de conciencia.

Por volver al Evangelio, el mejor libro jamás escrito, la situación puede compararse con la parábola del rico y el pobre Lázaro: “Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas” (Lucas, 16, 19-20). Europa es el rico, por más que en ella, sobre todo en algunos países, haya gente en el umbral de la pobreza. No es humano decir que, hasta que no se solucione la pobreza interior, no hay que afrontar la del forastero. Ni en justicia ni en caridad se entiende esa dilación. Allí donde hay necesidad hay que acudir con los remedios, si se admite, como parece, que cualquier persona humana tiene la misma dignidad.

Y sí, la inmigración, la atención a los que emigran, es un problema también de conciencia. Pero no se olvide que no existe una “conciencia nacional” o “colectiva”. La conciencia es siempre personal, como lo es la responsabilidad. No afecta solo a quienes gobiernan sino a cada persona adulta, especialmente si es cristiana.

Quizá, y lo digo como hipótesis, la descristianización de muchos en la sociedad española tiene algo que ver con la ausencia de sensibilidad para no ver en los inmigrantes a personas a las que hay que amar como a uno mismo, si es que se toma en serio el Evangelio.

2 Comentarios

  1. Muy acertado lo del rechazo del pequeño emigrante a la vida. Antes apoyábamos económicamente, rezábamos y enviábamos lo mejor de nuestros numerosos hijos a misiones para el desarrollo cultural, social y religioso de aquellos países. Ahora les despojamos de sus mejores fuerzas humanas y los desarraigamos para mantener el egoísmo mortal de no tener hijos propios. Conciencia coja podría llamarse, como poco.

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