Caminar por Budapest es, en cierto modo, volver a mi niñez. No: jamás hasta ahora había puesto un pie en la ciudad. Sucede que las películas y dibujos animados húngaros –y soviéticos, checos, búlgaros, etc.– eran el entretenimiento que mis compatriotas cubanos y yo, nacidos en plena Guerra Fría en el lado de los “buenos”, encontrábamos al encender la tele en cuanto llegábamos del cole. Quizás a ningún lector le diga nada el nombre de Aladár Mezgá, pero nuestras precarias “nociones de húngaro” vienen de ese personaje. Por eso, cuando, sentado en la Plaza de la Libertad (Szabadság Tér), escucho hablar a unos muchachos que saltan con sus patinetes, los siento curiosamente familiares, aunque no entienda ni jota.
Entre los tilos y robles de esta plaza brotan, por cierto, algunos otros motivos que le chasquean los dedos a mi memoria de niño instruido con textos de orientación soviética. Uno, el monumento a los miles de soldados del Ejército Rojo muertos en 1945 durante la liberación de la ciudad. Caídos en el sangriento acto de arrebatarle la urbe a Hitler… para entregársela a Stalin. El monolito que los honra, coronado por una estrella dorada, muestra a mitad de altura el escudo de la hoz y el martillo, y una inscripción: “Dicsoseg a Felszabaditó Szoviet Hósoknek”, a saber: “Gloria a los héroes libertadores soviéticos” (¡gracias, Google!).
Es de las pocas creaciones escultóricas que aún evocan al antiguo régimen, pues la mayor parte de ellas fueron recluidas a perpetuidad en el Memento Park, a 15 kilómetros del centro. Si algún otro recuerdo queda por la zona, con seguridad está despojado de su antigua sacralidad comunista, como ese Lenin de yeso que hace unos minutos, en la vidriera de un establecimiento comercial y ataviado con un collar de flores hawaiano, nos ha mirado a través de unas gafas de sol.
En la plaza, el contraste de los símbolos es aun más fuerte: apenas a unos 20 metros de la mole estalinista camina eternamente un señor de bronce: Ronald Reagan, que, cuando era carne, dosificaba su feroz anticomunismo entre balas de humor –sus chistes sobre la rigidez de los soviéticos son un clásico– y un ingente programa armamentístico destinado a debilitar al bloque socialista. Cuando los dirigentes del Kremlin intentaron seguirle el paso, lo único que lograron fue que el país se despeñara en la ruina económica, se desintegrara y se les abriera a los rusos esa pequeña ventana de democracia que tan pronto se les cerró.
Aunque nací en el ocaso de Nixon, Reagan fue el presidente de mi niñez y de mi adolescencia temprana; el primero del que tomé conciencia de que –según nos decían– estaría encantado de lanzarnos una bomba atómica. Un tipo malo, malísimo, que había bombardeado Trípoli para intentar sacar de circulación a ese despeinado pionero del terrorismo que era Gadafi, o que sostenía a la guerrilla antisandinista en Nicaragua para hacer caer a esa flor de demócratas que resultó ser Daniel Ortega. Era cuestión de tiempo que los marines desembarcaran en La Habana, por lo que el Gobierno “exhortaba” a muchos de nuestros mayores a que, en sus días libres, agujerearan el país para construir refugios, y a todos, niños y adultos, a que nos ejercitáramos en simulacros de protección ante los ya inminentes ataques aéreos.
“Cuando suene la sirena –era nuestro manual–, colóquese lejos de las ventanas, péguese a la pared, apague las luces para que los pilotos enemigos no vean; no prenda cigarros, no hable” (se ve que la capacidad de escucha desde un F-16 es de fábula), y así. La pantomima era noche sí, noche no, por épocas, según el tipo de chistes que iba haciendo el ex actor desde su estrado en la Press Room de la Casa Blanca. De lo que no había dudas era, según la propaganda oficial, de que el republicano terminaría lanzándonos sus misiles y sus paracaidistas, y que de estos últimos no quedaría uno solo con la dentadura sana. “Si se tiran, ¡quedan!”, garantizaban los voceros, y aún lo aseguran esos veteranos milicianos octogenarios que periódicamente se visten de azul, se colocan una boina verde oliva y quedan para hacer preparación combativa con fusiles de calamina “por lo que pueda pasar”. Al final, siempre alguno lleva un termo con café Bustelo o La Llave, del que le envían los nietos desde Miami, para compartir con los compañeros y reponer fuerzas.
Reagan, por cierto, finalmente jamás pasó a tomarse el café y dejó al personal con las vetustas antiaéreas made in USSR listas para el ¿combate? Tuvo que ser su sucesor, George Bush (también con estatua en la Szabadság Tér budapestina), quien, tras el bombardeo que destruyó un “fortificado” refugio en Bagdad en 1991, convenciera indirectamente a los dirigentes cubanos del escaso valor de apagar la luz, pegarse a la pared o dejar el país como un queso gruyer si el Pentágono lo incluía seriamente entre sus dianas.
En adelante, algunos prefirieron ser más cautos, máxime en tiempos de Bush Jr., cuando el secretario de Defensa Rumsfeld, preguntado por si Cuba sería el siguiente objetivo tras la caída del régimen de Sadam en 2003, se limitó a responder: “Todavía no”. Solo así se entiende que, en la primavera siguiente, cuando Reagan falleció en su casa en Los Angeles y un “avispado” periodista oficialista publicó el ocurrente titular “Murió quien nunca debió haber nacido”, alguien al más alto nivel ordenara retirar, a la velocidad de la luz, la singular amonestación mortuoria. La Historia había demostrado que, cuando nuestros vecinos del norte se enfadaban de verdad, no había agujeros lo suficientemente profundos.
De donde se ve que el viejo Reagan, congelado frente a mí con la ligera sonrisa de quien recuerda de pronto un chiste y se dispone a contarlo, no llegó a tomarnos demasiado en serio.