La institución con más solera

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Gregorio Luri - familia

Primera parte

Al tomar el Palacio de Invierno, los bolcheviques estaban convencidos de que, como profetizaba Trotsky, el hombre nuevo que surgiría de la revolución “se hará incomparablemente más fuerte, más sabio y más sutil. Su cuerpo será más armonioso, sus movimientos más rítmicos, su voz más melodiosa. Será como un Aristóteles, un Goethe o un Marx”. En 1918, para preparar su llegada, se aprobó en Moscú una declaración sobre los derechos de la infancia que defendía que todo niño tiene derecho a elegir sus educadores, a abandonar a sus padres a cualquier edad, a no ser obligado a asistir a la escuela, a tener las mismas libertades y derechos que los adultos y a no ser castigado. Al mismo tiempo, el Congreso Panruso de Educación propugnaba una escuela concebida como “comunidad de niños libres” de cualquier imposición. Los dirigentes de las juventudes comunistas se mostraban partidarios de la desaparición de la escuela junto con la familia, el Estado y el resto de instituciones del antiguo régimen.

Pero Lenin, aun estando de acuerdo con alcanzar estos fines a largo término, era consciente de que la escuela necesitaba métodos nuevos, modernos, como los puestos en marcha en los Estados Unidos por John Dewey (“learning by doing”) o William Kilpatrick (el trabajo por proyectos).

En 1928, Dewey visitó la Unión Soviética. A su regreso a Estados Unidos aseguró que estaba positivamente impactado por los esfuerzos de los educadores rusos por superar los límites de la familia tradicional y crear formas de socialización alternativas. Siguiendo sus directrices se redujo el conocimiento académico ajeno a «la vida real», comenzando por la gramática, y se introdujeron actividades relacionadas con las ocupaciones fundamentales de la humanidad: cocinar, trabajar el campo, bailar, hacer teatro, construir una casa, tejer, cocinar, coser… El trabajo escolar tenía que ser en grupo, alegre, creativo y libre de toda constricción.

Cuando Stalin se hizo con el poder, revisó el idealismo pedagógico revolucionario y suplió la carencia de recursos con la exuberancia propagandística. Por ejemplo, tras los famosos juicios de Moscú se podían leer en la prensa noticias como esta: “Los niños de ocho años dan las gracias a Stalin, por haber fusilado a esos perros rabiosos que fueron los antiguos compañeros de Lenin”.

Como los informes que le hicieron llegar mostraban la caída de la disciplina y de los conocimientos, mandó recuperar los libros de texto, las materias tradicionales, la instrucción dirigida, los objetivos claros, la disciplina, las notas, los exámenes, los uniformes… y, sobre todo, impuso la “emulación socialista” que, a su parecer, era “el método comunista” de “construcción socialista”. ¿No había dicho Lenin que la victoria decisiva del socialismo dependía de su productividad?

A Dewey lo acusó de “desviación pequeño-burguesa”. Por último, una resolución del Comité Central de septiembre de 1931 prohibió “terminantemente la experimentación en la escuela primaria”. El sistema educativo se centró en la formación de especialistas altamente calificados. En 1936, otra directiva del Comité Central calificó la «pedalogía» (que sería la forma burguesa de la pedagogía) de «pseudociencia reaccionaria».

La propaganda aseguraba que ningún niño ruso estaba abandonado, porque en la sociedad comunista no había niños que no fueran de nadie, pero el número de menores que malvivían por las calles era enorme. Victor Serge asegura en sus memorias que en un encuentro con Gorki y otros intelectuales, consideraron la “necesidad de aplicar la pena de muerte a los niños y la creación de colonias de niños criminales en el Norte».

La situación era tal que Stalin restauró la dignidad de la familia. El Partido comunista francés le hizo caso inmediatamente y, en 1936, inundó el país con un cartel electoral en el que, con los colores de la bandera francesa, mostraba la imagen de una familia idílica formada por un padre, una madre y un niño, tan sanos y bien nutridos como pulcramente vestidos. El padre presentaba los rasgos de Maurice Thorez, secretario general del Partido, y, la madre, los de su mujer. La composición estaba en consonancia con las imágenes de la feliz familia comunista rusa de los medios soviéticos: una familia de 5 miembros, padre, madre, dos niños y abuelo, todos dignísimamente vestidos, se sentaban alrededor de una mesa repleta de alimentos a la sombra de un retrato de Stalin.

Segunda parte

El 4 de octubre de 1957 los americanos descubrieron con perplejidad que la Unión Soviética había puesto un satélite en órbita y se sintieron doblemente en peligro. Primero porque la amenaza ahora pendía del cielo y, segundo, porque era inevitable preguntarse si los comunistas eran capaces de desarrollar las capacidades intelectuales de sus gentes mejor que la democracia. ¿Qué estaban haciendo mal las escuelas?

Dwight D. Eisenhower respondió esta pregunta en las páginas de Life, animando a “educadores, padres y alumnos” a abandonar “el camino que la educación nacional ha estado siguiendo, a ciegas, a consecuencia de las enseñanzas de John Dewey”.

Al mismo tiempo se creó en la década de los 50 el gran mito de la familia estándar de América, formada por un padre que ganaba el sustento, una madre que mantenía la casa impoluta y los niños bien alimentados. La tasa de divorcios descendió y la importancia del matrimonio y la familia se resaltaba en todos los medios. Todos cenaban y salían juntos, los padres mandaban, los hijos obedecían, las niñas permanecían en casa hasta su boda, etc. Hemos visto esta imagen cientos de veces en las películas.

En este mito los hijos eran más unos bienes emocionales que económicos. No se pensaba en ellos como fuentes de ingreso, sino como el centro sentimental de la familia y aquí, de manera casi imperceptible, se abrió una herida, pues los padres decidieron que tenían que aprender a tratar a sus hijos para proporcionarles “tiempo de calidad”, y comenzaron a consumir literatura que trataba del desarrollo infantil y de los pasos que había que seguir para que llegaran a ser adultos exitosos. Muchos libros centrados en estos temas fueron enormes éxitos de venta. La infancia pasó a ser un tema de estudio justo cuando explotó el fenómeno de la cultura adolescente, en cuyo seno los jóvenes buscaban modelos a imitar que fueran más creíbles que los que les proporcionaban sus padres.

No era nada raro encontrarse con imágenes de madres felices cocinando con zapatos de tacones altos, impecablemente peinadas y con collares de perlas, que aseguraban que el momento más feliz del día era cuando el cabeza de familia regresaba del trabajo. Pero en las páginas de las revistas más populares (Reader’s Digest) aparecían cada vez más artículos sobre las madres sobreprotectoras (“asfixiantes”).

Tercera parte

Mientras Stalin se empeñaba en hacer publicidad de la familia comunista, en España los anarquistas defendían la necesidad de que el Estado se incautase de los niños recién nacidos, y no se los devolviese a sus padres hasta pasados quince años. Es una idea que sigue viva, no con esta rotundidez, pero sí de manera latente entre muchas personas de izquierda. La encontramos, por ejemplo, en las palabras de una ministra de Educación española cuando declaró que los niños no son de sus padres, aunque cuando cerró las escuelas a causa de la COVID, mandó a los niños a sus casas. No andaba muy desencaminado Donoso cuando, en 1851, decía que “los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la familiar».

Los kibutz nos proporcionan un ejemplo muy claro de esta ideología. En estas granjas agrícolas colectivizadas todos los bienes eran comunes, hasta –en algunos casos– la ropa interior. Los niños eran acogidos para su crianza y educación en “la casa de los niños”, con el supuesto de que si se los trataba como hermanos, desarrollarían un fuerte sentimiento de fraternidad con la comunidad y desaparecería el individualismo y el egoísmo. Los padres sólo podían relacionarse con sus hijos tres horas diarias, al atardecer, después de concluir las tareas colectivas. Sin embargo, las madres sufrían al separarse de sus bebés y los hijos sufrían al separarse de sus madres. Necesitaban ser abrazados y abrazar. En conclusión: al alcanzar la mayoría de edad la mayoría de los jóvenes criados en la “la casa de los niños” abandonaban el kibutz y buscaban una vida más independiente en las ciudades. Querían disponer de más control sobre su propia vida. De esta manera, “la casa de los niños” se fue vaciando al mismo ritmo que la vida familiar se fue fortaleciendo. En la actualidad, todos los niños de los kibutz viven con sus padres.

¿Cómo no estar de acuerdo con Armando Palacio Valdés cuando leemos en su Testamento literario, que la familia es “el regazo en que caemos al nacer”? Necesitamos el calor de este regazo para mantenernos cálidos a lo largo de nuestra vida. Tanto es así que aquel a quien el hado le ha deparado “un nido helado, nunca podrá echar de sus huesos el frío”.

La recientemente fallecida Hélène Carrère d’Encausse estaba convencida de que el declive de la URSS comenzó el mismo día en que los pisos comunales en los que vivían sin intimidad varias familias, fueron sustituidos por pisos unifamiliares. En las cocinas de estas casas comenzó a hablarse sin miedo a ser delatados.

Cuarta parte

No estoy en condiciones de afirmar que los métodos pedagógicos y las concepciones de la familia vayan en paralelo. Pero tampoco me atrevo a negar que una cierta afinidad hay entre ellos.

En nuestra sociedad, a la que alguna vez he caracterizado como “psicosocialista”, se ha extendido la convicción de que la familia no puede atender a sus obligaciones sin ayuda externa, así que muchos padres recurren a esa ayuda para librarse de la sospecha de que las faltas que ven en sus hijos son debidas a su incapacidad para proporcionarles la educación que se merecen. Basta prestar un poco de atención para constatar hasta qué punto un vocabulario psicológico o psiquiátrico desarticulado, ambiguo y confuso, se ha instalado en el lenguaje familiar. Las familias no pueden aceptar que el ideal de una paternidad perfecta milita contra el sentido común. La familia perfecta no se encuentra en la experiencia familiar real, sino en algunos libros de autoayuda. Los esfuerzos para encajar la vida familiar vivida en la vida familiar pensada acaban destrozando la confianza de los padres en sí mismos.

Para evitar la confrontación sobre cuestiones de principios, los padres acuden a terceros para que ejerzan de figuras de autoridad, mientras ellos se reservan la figura de consejeros. Estas figuras de autoridad poseen títulos (médicos, psiquiatras, psicólogos, maestros) sobre los que volcar la responsabilidad paterna y así se pretende eludir todo sentimiento de culpa. Nunca han dispuesto los niños de más autoridades extrafamiliares dispuestos a ayudarles, pero muchos desconocen la autoridad de sus padres.

En el psicosocialismo, lo que se desea de verdad, en las familias, en las calles, en las escuelas y en las empresas, es ser obedecidos sin necesidad de mandar. Sin embargo, los padres normales y corrientes siguen siendo, sin discusión, los mayores expertos del mundo sobre sus hijos, aunque disten de conocerlos por completo.

El cónsul Servilio Gémino fue a comer un día a casa del mejor pintor de Roma, Lucio Maillo. Al ver que sus hijos no eran muy agraciados, preguntó al anfitrión: “¿Cómo haces a tus hijos tan mal, pintando tan bien?” Maillo respondió́: “Porque los hice de noche, pero pinto de día.”

No podemos conquistar la ciencia de la perfecta educación de los hijos, ni en casa ni en la escuela, pero tampoco puede hacerse con ella ningún supuesto experto. Bajemos un tanto nuestro nivel de exigencia para situarlo justo a la altura que nos permite ver a nuestros hijos como lo que realmente son: un don, y no un encargo.

Al fin y al cabo la Biblia comienza con un gravísimo problema familiar. Adán y Eva tuvieron dos hijos, y les salieron como les salieron, a pesar de no tener pantallas, vivir en plena naturaleza y comer de la manera más saludable.  Pero la familia ha llegado hasta aquí. ¿Qué otra institución humana tiene más solera?

Quizás la escuela, pues el primer padre fue el primer maestro.

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