El fin de la “Pax Americana”

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El fin de la “Pax Americana”
El presidente Joe Biden durante su discurso del Estado de la Nación (7-03-2024) / White House

El pasado 7 de marzo, en un cargado ambiente electoral, Joe Biden dio su State of the Union (“Estado de la Nación”) –entre los discursos más encendidos que ha pronunciado hasta el momento (intentando refutar, sin duda, las crecientes inquietudes sobre su edad)–. Lógicamente, aprovechó una de sus últimas comparecencias estrella antes de las elecciones a la Casa Blanca en noviembre para marcar las diferencias con su “predecesor” (a quien referenció 13 veces, aunque nunca de nombre) en un amplio rango de asuntos, del aborto a los impuestos, pasando por el tema candente de la inmigración. Punto central fue la situación precaria del sistema –“Desde el presidente Lincoln y la Guerra Civil, la libertad y la democracia no han estado bajo asedio en nuestro país como lo están hoy”– y la necesidad de defenderla, concretamente del peligro de su oponente y su difusión de desinformación relacionada con la votación de 2020. Y volvió a insistir en la importancia de la libertad –con 15 menciones–, que se ha convertido en idea basilar de su lucha por renovar mandato.

Nada de esto fue especialmente notable, ni sorprendente: los presidentes tienen, en este discurso anual, una oportunidad única ante un Congreso “cautivo” para exaltar sus logros y presentar –cuando en campaña electoral– su plataforma política, en un diálogo unidireccional y no disputado con el público americano.

En cambio, es de destacar el énfasis de Biden en la política exterior de Washington, en una alocución normalmente enfocada a asuntos cotidianos que preocupan al ciudadano (y, muy particularmente, a la economía): el líder estadounidense abrió haciendo un paralelismo provocador con el mismo acto de Franklin D. Roosevelt en 1941, cuando tenía el objetivo de “despertar al Congreso y alertar al pueblo americano que no era un momento cualquiera”, ante la amenaza de Hitler y la guerra que sacudía a Europa. El momento actual, aseguraba, es igualmente excepcional: “[…] la libertad y la democracia están bajo asedio tanto en nuestro país como en el extranjero a la vez”.

Así, dedicó una gran parte de su tiempo en el podio a hablar de la situación internacional: desde la brutal guerra de desgaste que libra Rusia contra su vecino y la importancia de la OTAN –“la alianza militar más poderosa que el mundo haya visto jamás”–, hasta el desafío que representa el auge de Pekín –afirmó que EEUU “está en una posición más sólida para ganar el conflicto del siglo XXI contra China que cualquier otro”–, pasando por la confrontación entre Israel y Hamás, que cumplía, el mismo día del discurso, 5 meses. Anunció una misión (dirigida por Washington) con el fin de construir un muelle temporal en la costa de Gaza que pueda facilitar la entrega de ayuda y provisiones básicas a los palestinos en la Franja.

El telón de fondo de este balance planetario era la cuestión del liderazgo global de EEUU; un intento de subrayar que los asuntos exteriores impactan dentro de las fronteras nacionales; un esfuerzo por hacerles entender a los ciudadanos estadounidenses que los problemas del mundo son suyos. Todo esto, para contrarrestar un sentimiento aislacionista que va cogiendo fuelle.

Lo cierto es que Washington se caracteriza por un largo historial de buscar su provecho en un trenzado incesante de magnanimidad Wilsoniana y el más crudo egoísmo del registro Realpolitik; una permanente pugna interna manifestada temprano: en la negativa a entrar en la Liga de Naciones de la que fueron los inspiradores y promotores. Sin perjuicio de ambigüedades o contradicciones, el “Amigo Americano” ha sido, durante las últimas siete décadas, pieza clave de la arquitectura jurídica que nos protege. En palabras de la difunta secretaria de Estado del país, Madeleine Albright, la “nación indispensable”.

Los eventos recientes demuestran que el título lo sigue ostentando, a pesar de las previsiones –¿profecías?– de declive (notablemente, aunque Europa sí experimenta un descenso demográfico-económico-militar, nuestro vecino transatlántico, no): Washington ha sido muñidor del apoyo multilateral a las tropas de Zelenski –que las ha mantenido en pie hasta ahora–; la coalición que enfrenta los ataques de los hutíes en el Mar Rojo fue iniciativa de la Casa Blanca; y si Xi Jinping no ha movido ficha para reunificar a la isla de Taiwán con el continente por la fuerza, es gracias –en gran medida– a la estrategia de disuasión fortalecida por el presidente Biden.

A la visión americana le debemos –muy mucho– el impulso, diseño y construcción del Orden Liberal Internacional, basado en normas e instituciones, que es, todavía hoy, corazón del multilateralismo. Los principios fundamentales de este orden los fijó la Carta del Atlántico ideada y proclamada a bordo del SS Augusta por Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt el 14 de agosto de 1941 –esto es, cuando el final de la guerra aún era incierto–. Con sus carencias y disfunciones, con sus desviaciones incluso, se ha materializado la ambiciosa proyección de una sociedad de naciones “que garantice a todos los hombres de todas las tierras una existencia libre de miedo [seguridad] y necesidades (freedom from fear and want)”.

Sin perjuicio de lo anterior, este paradigma base de las relaciones internacionales ha entrado en barrena. La hegemonía estadounidense –tal como la hemos conocido– se desvanece: la Pax Americana que ha traído consigo la expansión de la democracia representativa, que ha cuadruplicado el Producto Interior Bruto global, que propició la Cultura de Bienestar y cimentó la cuarta revolución industrial.

La quiebra de la unipolaridad ha permitido que otros actores –antes secundarios– emerjan en el orden internacional: estamos ante la “Gran Fractura” –en palabras del secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, en la apertura de la Asamblea General en 2020–, con un peso cada vez mayor de China, por supuesto, pero también de Rusia o Irán; con el reclamo de protagonismo de los BRICS y, más ampliamente, del denominado “Sur Global”.

Es complicado identificar el inicio del fin de esta época; más bien, su decadencia ha sido el resultado de un conjunto de factores que se remontan al cambio de siglo. A partir de 2001, entramos en un periodo de desorientación en el que Washington no solo se embarca en contiendas bélicas –con un elevado coste humano y económico que se refleja en el agotamiento social que hoy aflora–, sino que comete errores de repercusión profunda. De los más notables: abrirle las puertas de la Organización Mundial del Comercio a China –y recibirle con los brazos abiertos–, esperando que su incorporación al entramado mundial traería prosperidad para la población (así ha sido), y que la prosperidad traería apertura del régimen, pluralismo, y un “actor responsable” (“responsible stakeholder”) con las mismas reglas (hoy, en estos aspectos, se produce exactamente lo contrario).

En esta deriva, y, en particular, a partir de la crisis económica que se inicia en 2008, el modelo no solo pierde fuerza, sino que se deshilacha: en iniciativas de emergencia –entre las que desataca el auge de los G y de estructuras paralelas como el Banco Asiático de Inversión e Infraestructuras–; en el abandono del Derecho Internacional Público y la progresiva desformalización (es el caso del Acuerdo de París de 2015, compendio de “contribuciones determinadas a nivel nacional”); o en el surgimiento del “derecho blando” –la soft law–.

La asunción en 2016 de Donald Trump y su postergación del Orden Basado en Reglas ha dejado una marca indeleble en la historia de la democracia estadounidense: desacreditó la Presidencia de los Estados Unidos, piedra angular del sistema. Todavía repercute su romo America First –sinónimo de America Alone– y su ninguneo del multilateralismo. Con Biden, algo hemos mejorado (aunque la desastrosa y caótica salida de Afganistán –sin concierto con el resto de miembros de la Alianza– dejó huella en nuestros subconscientes). Pero el daño persiste. Y cualquier intento de mayor implicación en los asuntos internacionales se tendrá que hacer sobre las arenas movedizas de una sociedad dividida, profundamente polarizada, que difícilmente ve más allá de consideraciones domésticas.

Este cisma ha llevado al estancamiento cuestiones cruciales; sobresalen la ayuda diligente a Kyiv –bloqueada en el Congreso desde finales de 2023– o las tensiones en el seno de las élites estadounidenses por el fuerte lobby israelí. Esta imposibilidad de avanzar pone en tela de juicio la autoridad de EEUU y su capacidad de movilizar a sus aliados. Por ello, fue tan importante la retórica de Biden en su Estado de la Unión: trata de demostrar a su público –de hacerles entender– que los conflictos exteriores les conciernen.

Los enfrentamientos y el estallido de tensiones –en Ucrania y Gaza, así como en el Mar del Sur de China– confirman el desgaste de esta estructura unipolar; la época de la Pax Americana está gravemente cuestionada. Al tiempo, nadie más que EEUU puede (¿y quiere?) proveer el liderazgo que hoy precisamos: despojado de supremacía, realista, adaptado. Reformando el Orden Liberal Internacional, adaptándolo a la realidad del momento actual, pero manteniendo su esencia. En un mundo en mutación, la dirección estadounidense sigue siendo una necesidad imperiosa.

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