Conciencia de Ucrania

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Conciencia de Ucrania
Los presidentes de Ucrania, Volodímir Zelensky, y de EE.UU., Joe Buiden, en su rueda de prensa conjunta en Washington el 12 de diciembre (CC The White House)

Faltan dos meses para cumplir el segundo año de guerra en Ucrania –y sin tregua en el horizonte–. Se palpa un cambio en la opinión pública.

La temida “fatiga” de la que advertían los líderes europeos, la Casa Blanca, y el mismo presidente Zelenski se materializa. Incluso antes de la noticia –en noviembre– de la fatídica llamada de bromistas rusos a la primera ministra italiana en la que hablaba de “mucha fatiga […] por todos lados”, había indicios de grietas en lo que se suponía un apoyo “inquebrantable”: el anuncio en septiembre por Varsovia –quien se ha contado entre los defensores más firmes de Kyiv desde el estallido de la guerra– de que dejaría de enviar armas a su vecino (en respuesta a una inundación de grano ucraniano barato que perjudicó a sus granjeros) fue notable. La elección a la cabeza del gobierno del prorruso Robert Fico en Eslovaquia, también; más recientemente, el bloqueo por el primer ministro húngaro de los 50 mil millones que busca aprobar la Unión Europea en financiación adicional para el país asediado. Sin olvidar la promesa de varios aspirantes republicanos en Estados Unidos de que cerrarían el grifo a Kyiv.

Así, la semana pasada un Zelenski exhausto visitaba Washington por tercera vez desde que comenzó el bombardeo del Donbás. Exhausto, por las exigencias del conflicto armado y los esfuerzos invertidos en convencer –seguir convenciendo– a los aliados Occidentales de lo imprescindible de su ayuda. Le preocupa haber dejado de ser el centro de atención –especialmente ante los recientes acontecimientos en Gaza y la influencia del lobby israelí en el país–. Y con razón: las palabras del líder ucraniano no calan del mismo modo. En la rueda de prensa conjunta, el presidente Biden no pudo ofrecer garantías: “Estamos negociando para conseguir los fondos que necesitamos. No prometo nada, pero tengo la esperanza de llegar”. Su famoso compromiso de mantener el apoyo “el tiempo que sea necesario” se reemplazó por un tibio pronunciamiento de “lo más que podamos”.

La evolución de retórica ha sido gradual, progresiva, aunque indiscutible. Y juega a favor del presidente ruso, quien en todo momento ha apostado por el desfallecimiento occidental mientras han mantenido sus ambiciones a rajatabla: la semana pasada, en su primera rueda de prensa de fin de año desde febrero 2022, recalcó que solo habría paz en el país vecino cuando Rusia consiga sus objetivos, asegurando que siguen siendo los mismos. También subrayó que la ayuda a Ucrania “aparentemente se está acabando poco a poco”.

Ciertamente, sobre Kyiv se ciernen incógnitas y amenazas que afectan a la determinación proclamada. El primero y más apremiante de ellos ha sido la apertura de un nuevo frente de batalla en Oriente Medio, que –inevitablemente– distrae atención y recursos. También preocupante es la merma de firmeza de Washington, hasta ahora el principal galvanizador de respaldo a Zelenski. Cruzando el Atlántico, crece la reticencia de ciertos países con respecto a la adhesión de Ucrania a la Unión Europea –por no hablar de Viktor Orbán y sus repetidos bloqueos de ayuda– y la ampliación en términos generales. Juntos, ponen en peligro el futuro del país. Y sitúan al Orden Liberal Internacional contra las cuerdas.

Los ataques iniciados por Hamás en octubre, y la respuesta del primer ministro israelí, han vuelto a colocar a Oriente Medio en el punto de mira. Ahora, como bien ha indicado Zelenski, se presenta el “riesgo de que la atención internacional se desvíe de Ucrania” –a pesar de sus giras mundiales buscando mantener el interés de dirigentes–, y las consecuencias que el abandono conllevaría: principalmente, económicas y militares. Incluso antes del estallido del conflicto en Gaza, ya se hablaba de una falta de munición en los países de la Alianza Atlántica: al principio de octubre, altos funcionarios de la OTAN advertían que “ya se [veía] el fondo del barril”. Con recursos limitados, habrá que tomar decisiones difíciles; ya se están tomando. No obstante las afirmaciones de Washington de que habría poco solapamiento entre la ayuda a Israel y a Ucrania, la Casa Blanca se ha visto compelida a elegir entre su aliado histórico –existe un fuerte lobby israelí y una significativa presencia de esta demografía en el país (más del 2%), muy a tener en cuenta ante las elecciones presidenciales de 2024– y su amigo en el este. A finales de octubre, el Departamento de Defensa reveló que decenas de miles de proyectiles de artillería –que Kyiv lleva meses reclamando– se entregarían a Netanyahu, en lugar de a Zelenski. En paralelo, Putin ha aprovechado la distracción de Occidente para aumentar sus ataques sobre Ucrania, bombardeando su infraestructura energética y del agua en Jersón y Donetsk.

Sin duda, mantener el apoyo –el interés– de EEUU es prioritario para Ucrania, al ser el principal pilar militar. Y aunque Biden ha asegurado, hombro a hombro con Zelenski el día 12, que su compromiso con Kyiv no se ha debilitado, las cifras no acompañan: en octubre, según una encuesta de Reuters/Ipsos, solo el 41% de los estadounidenses están a favor de enviar armas al país en guerra, comparado con el 65% en junio. El bloqueo en el Congreso refleja este cambio. Desde que se aprobó la ley de presupuesto –temporal– en noviembre sin incluir ayuda adicional para Ucrania, Biden no ha sido capaz de conseguir el respaldo de los republicanos, en términos generales más reticentes a seguir financiando al gobierno de Zelenski. Un sondeo de Pew Research Center de principios de diciembre indica que casi el 50% de este segmento opina que la Casa Blanca provee “demasiado” apoyo. En consonancia, a principios de diciembre se rechazó en el Senado la ley de financiación de emergencia: unos 50.000 millones de dólares para Ucrania, más 14.000 millones de dólares para Israel. En otras palabras, cae en saco roto la estratégica de Biden de ligar el apoyo a Israel –que está respaldado por las facciones más conservadoras del partido republicano– con el apoyo a Ucrania.

Las dificultades de Zelenski para mantener el apoyo estadounidense podrían verse multiplicadas con las elecciones de 2024 –y la posible vuelta al poder de Donald Trump que sobrevuela–. El candidato republicano líder amenaza con suspender el apoyo militar, económico y humanitario. Trump no lo considera necesario: ha asegurado que es capaz de resolver el conflicto rusoucraniano “en 24 horas”. En paralelo, se perfila una corriente de opinión crítica, cuyo fin es desacreditar al líder ucraniano. Así, en lugar de la valentía de los soldados ucranianos, se subraya la creciente demanda de tropas y las dificultades de reclutamiento, con una participación ciudadana de capa caída, todo sumado al problema endémico de la corrupción en el país.

El argumento de la corrupción lo retoma Viktor Orbán, quien lo usa como baza para cerrarse en banda a la adhesión de Kyiv a la Unión: siete días antes de la última reunión del Consejo Europeo –centrada en la ampliación de la UE–, el presidente húngaro señalaba a Ucrania como “[conocida] por ser uno de los países más corruptos del mundo”. Aunque muchos han descartado la oposición del primer ministro húngaro como estratagema política, se presentan obstáculos serios a la gran expansión que se plantea –que incluiría, en su concepción más amplia, también a los Balcanes Occidentales y Moldavia; y eventualmente al nuevo aspirante, Georgia–. Empezando por el esfuerzo económico sin precedentes que requeriría: el PIB per cápita de los países candidatos queda muy por debajo de la media de la Unión, entre el 15-30% (aunque España también se quedaba algo atrás respecto a su quinta; su PIB rondaba el 70%). Una nota interna del Consejo en octubre sobre estimaciones del coste de este ejercicio, concluía que todos los socios comunitarios se verían obligados a “pagar más y recibir menos” fondos europeos y “muchos Estados miembros que actualmente son receptores netos se [convertirían] en contribuyentes netos”. Si bien el respaldo a que Kyiv se una al proyecto europeo “en los próximos años” apenas ha sufrido variaciones entre los ciudadanos europeos desde el comienzo de la guerra (según una encuesta de la Fundación Bertelsmann, estaba en el 63% en septiembre, comparado con el 69% en marzo de 2022), la solidaridad tiene un límite: solo la mitad de los europeos están a favor de apoyar económicamente a Ucrania en su reconstrucción.

Como telón de fondo aparece, además de las consideraciones económicas, el polémico tema de las reformas necesarias para el funcionamiento comunitario, que frecuentemente se liga a la planteada expansión: sin un cambio comprensivo, dicen muchos, una Unión a 36 no sería operativa. Pero es una apreciación equivocada. El proyecto europeo no es operativo ya hoy, a 27; urge una remodelación, independientemente de cualquier otra operación. No obstante, no existe consenso sobre el formato que deba asumir esta transformación; ni siquiera sobre la necesidad de la misma. Así, se pone en peligro no solo la posible adhesión de Kyiv, sino la viabilidad de la empresa común en su totalidad.

Ante una guerra que no parece tener fin próximo, es más importante que nunca el continuado apoyo a Ucrania –que, no podemos olvidar, está luchando en nuestro nombre en una batalla existencial para Occidente, defendiendo los principios basilares de nuestras sociedades–. Pero este respaldo se está fracturando, debilitado por los obstáculos que se van presentando. Obstáculos que requieren de nuestra atención, ciertamente, y que tenemos que encontrar la forma de superar. Tenemos que ser conscientes de lo que se juega en Ucrania. Y actuar en consecuencia.

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