Francisco Cárdenas no abraza a su hija desde el 12 de marzo de 2009. Ese día acudió con ella –entonces de tres años y medio– a una dependencia de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA) de Cataluña. Pensaba que sería una reunión de rutina, pues al proceso de adopción que llevaban su esposa y él –la pequeña Esmeralda ya llevaba sus apellidos– solo le faltaba la ratificación de un juez. “No tiene mayor importancia –le decían–. El juzgado es lentísimo, y este no es un tema prioritario”.
Aquel día, narra a Aceprensa, “yo me presento con la nena; sin sospechar nada, porque si no, no voy. Y en cuanto entro, me la quitan: la cogen de la mano, se la llevan, y a mí me dicen que ya me puedo ir a mi casa, que ‘el tema se ha acabado’”. Según se enteró después, en el despacho contiguo a donde lo recibieron a él, había una familia esperando, a la que le entregaron a la menor.
Y nunca más. En 15 años, cualquier intento de conversar en buenos términos con esa familia ha sido infructuoso, amén de peligroso. Francisco ha recibido insultos y amenazas cuando ha intentado acercarse, y los nudillos se le gastaron de tocar a las puertas de la Administración para que corrigiera lo que él consideraba un error monumental y facilitara la vuelta de la niña a casa. Pero la DGAIA jamás lo hizo.
En 2019, su directora negaba ante TVE que la institución obrara con arbitrariedad en casos en los que retiraba la tutela de un niño sin previa notificación a los padres: “Solo hay tres casos en que pasa esto: un abandono, un abuso sexual intrafamiliar o un maltrato físico grave”.
En realidad, la discrecionalidad de los técnicos que redactan el informe sobre los “riesgos de desamparo” que justificarían la retirada es, en todo caso, bastante amplia, según la ley de modificación del sistema de protección a menores, de 2015, que establece que hay que actuar ante “cualquier otra situación gravemente perjudicial para el menor que traiga causa del incumplimiento o del imposible o inadecuado ejercicio de la patria potestad, la tutela o la guarda, cuyas consecuencias no puedan ser evitadas mientras permanezca en su entorno de convivencia” (art. 18).
En el caso de Cárdenas no concurrió ninguno de los supuestos mentados por la funcionaria –de hecho, meses antes de la retirada de la custodia “todos los informes de la Administración [sobre el cuidado de la niña] eran superpositivos”, apunta–. La DGAIA, enterada de que el matrimonio se iba a separar, obró en modo automático: “A la responsable jurídica se le cruzaron los cables –nos cuenta él–. Me dijo: ‘Tengo un problema, porque para adoptar, o sois matrimonio o sois pareja de hecho. Vosotros formalmente sois matrimonio, pero os vais a separar’. Le dije: ‘¿Y qué problema hay? Bueno, pues no nos separamos todavía. Adoptamos y luego ya veremos’”.
Pero la decisión de la DGAIA estaba tomada. Esmeralda nunca más volvió a ver a Francisco, ni regresó a su colegio, a su maestra, a sus compañeros… La normativa, en lo tocante al margen de actuación de los técnicos, se cumplió de modo inflexible.
“A la directora actual de la DGAIA –cuenta él– yo le he oído decir: ‘Prefiero equivocarme una vez, pero que no se me escape ningún caso’”. Solo que, si la equivocación daña a una familia y causa traumas de por vida a un niño, lo más común no es que el “equivocado” pague, sino que la culpa caiga sobre las espaldas de ese ente llamado “la Administración”. Que no tiene espaldas de carne y hueso.
Evaluadores, decisores y ejecutores
El sufrimiento por esta separación no ha paralizado a Francisco, que ha fundado la Asociación para la Defensa del Menor (Aprodeme) para hacer frente a excesos administrativos como el que han experimentado él, su excónyuge y la menor. Junto al abogado Enrique J. Vila ha escrito un volumen: Tutelados, donde habla de los procedimientos del sistema de protección de menores y de algunas arbitrariedades que le atribuye.
El campo de observación, en todo caso, es cada vez más vasto. Según el más reciente Boletín Estadístico de Medidas de Protección a la Infancia y la Adolescencia, del Observatorio de la Infancia, el número de tutelas asumidas por los sistemas autonómicos de protección de menores se incrementó un 2,4% entre 2021 y 2022 (hasta los 30.657 casos).
Son causas para retirar la tutela del menor su no escolarización, que haya riesgos para su salud e integridad física, mental y moral, que se le permita consumir drogas…
Los chicos retirados de sus hogares de origen han ido a parar principalmente a familias de acogida (18.177 casos, un 1,51% menos que en 2021). Cabe destacar que, aunque la mayoría de los acogimientos familiares fueron en la familia extensa del menor (tíos, abuelos, etc.), esta variante bajó un 5%, mientras que la de familia ajena creció el 4,7%. En instituciones residenciales, entretanto, si bien el total es menor, la tendencia al incremento es más fuerte: de 16.177 a 16.365 (un 5,46% más).
Las causas por las que un menor puede ser declarado en desamparo –lo que abre el camino para apartarlo de su entorno original–están tipificadas en el art. 18 de la ley 26/2015: que los padres rechacen ejercer su guardia, que se evidencien riesgos para su vida, para su salud e integridad física y mental, así como para su integridad moral; que consuma sustancias adictivas con anuencia de los adultos, que no esté escolarizado, etc.
Cómo se aplica concretamente la letra en un sistema de protección autonómico puede observarse, por ejemplo, en el informe de la Defensora del Pueblo de Cataluña “Desinstitucionalización del sistema de protección a la infancia y la adolescencia”, de 2023. Entre los motivos para que la DGAIA abra expediente y posteriormente retire la tutela a los padres, se cita a) haber observado negligencia, desatención o imprudencia en el cuidado del niño (2.091 casos; 32,6% del total), b) situaciones de drogodependencia o de enfermedad mental de los progenitores (847 casos; 13,2%), c) situaciones de riesgo graves persistentes que lo priven de elementos básicos para su desarrollo (814 casos; 12,7%). Otras causas, con menos casos, son los maltratos físicos o psíquicos, los abusos sexuales, la inducción a prácticas delictivas, a la mendicidad, etc.
El engranaje suele ponerse en funcionamiento cuando el sistema de protección recibe un aviso de posible negligencia o desamparo, que puede llegar lo mismo desde un ciudadano particular que desde el centro médico del menor o desde su colegio, a partir la observación que hace el profesor a cargo.
El problema es que lo subjetivo no coincide necesariamente siempre con la realidad, como lo demostró, en el programa de TVE al que aludíamos al principio, el caso de Fernando, un joven padre al que la Comunidad de Madrid le retiró a su hijo durante dos años.
Todo empezó con el informe de una profesora: decía que el chico, de 8 años, “olía a calle” (que dormía a la intemperie) y que el padre le pegaba con una vara de bambú. Nunca hubo un informe de lesiones; nunca un parte médico. Dieciséis policías aparecieron un día y se lo llevaron. No se plantearon siquiera dejarlo con su familia extensa. Fueron dos años en los que el padre recibió advertencias de la Administración de no ir a los tribunales, no fuera a ser que “hubiera problemas”. Dos años en un centro en el que el chico confiesa a la periodista haber visto “demasiadas cosas”. Llora. En el origen de tanto dolor hubo una simple percepción: el niño “huele a calle”.
Habla la DGAIA
La valoración inicial del estado del menor depende, por supuesto, de lo que ha ido percibiendo el observador externo a la familia, que puede valerse, en ocasiones, del apoyo de una herramienta informática, una especie de test con enunciados a marcar: si vive en un hogar monoparental con dificultades económicas, si no se queja ante un dolor, si se muestra inquieto, si acude con la ropa sucia, si su alimentación es insuficiente, si los progenitores presentan una enfermedad física o mental, etc.. Al final, el programa emite un “veredicto” con colores: si es verde, no se aprecia desprotección; si naranja, hay riesgo moderado, y si rojo, riesgo grave.
Si el observador entiende que, en efecto, hay riesgos, da el aviso y entran en acción los técnicos de la Administración, que visitan el hogar, realizan un informe sobre la conducta de los padres y realizan su propia valoración. Si es negativa, la propia Administración emite una resolución por la que lo declara en desamparo, los Servicios Sociales suspenden la tutela parental y lo sacan de su entorno. No media en esto la decisión de un juez. Solo si los adultos afectados presentan un recurso ante los tribunales un magistrado sabrá de la existencia del caso. Los padres tienen de plazo dos años para hacerlo.
A una pregunta de Aceprensa sobre si el modo en que se articula este procedimiento respeta los derechos de los padres, la directora de la DGAIA, Ester Cabanes i Vall, señala que “la Fiscalía está informada de todas las retiradas de tutela y tiene la potestad de elevar al juez cualquiera de los casos atendidos si lo considera oportuno”.
En referencia a los casos en que los padres han terminado llevando a los tribunales a la DGAIA (más de 1.200 demandas en cinco años, según datos de diciembre de 2022), la funcionaria precisa que las 794 sentencias adversas a la Administración quedaron en solo 41 “en segunda instancia”, y referidas “básicamente a [reclamaciones por] régimen de visitas”.
Sobre las retiradas de tutela y los efectos que ello ocasiona a los menores, Cabanes reconoce que “apartar a un niño de su familia es traumático”, que es una medida drástica temporal, y que solo se toma “si no hay más remedio (…) o si han fallado otras medidas previamente”. El objetivo, dice, “es que la niña o el niño vuelvan con su familia biológica, siempre que sea posible y esté garantizado el bienestar de la criatura”.
“El sistema de protección trabaja con las familias, incluso cuando se debe tomar la decisión de separar temporalmente a un niño del núcleo familiar, para que puedan recuperar a sus hijos”, concluye.
“Mira, son los niños que se llevaron…”
Una de las más obvias irregularidades del modo en que se plantea este proceso parece ser la extrema celeridad del procedimiento de retirada. La sufrieron los tres hijos de A., residente en el País Vasco (prefiere no dar su nombre, ni la localidad exacta). En 2018, pocos días después de que la abuela de los niños llevara a la más pequeña al hospital por una crisis de asma, se presentó un grupo de funcionarios en la casa familiar, en medio del cumpleaños de la niña, y se los llevaron a los tres. Se alegaba que los menores sufrían las consecuencias de un posible síndrome de Munchausen y maltrato emocional por parte de su madre, pero A. no tiene ni idea de cómo arribaron a esa conclusión, pues “han estado escolarizados; tenemos cartas de la escuela, cartas de médicos, de directores, de sitios en que he trabajado como voluntaria…”.
“No puede ser que un equipo de técnicos de la Administración sea el que investigue a la familia, tome la decisión y retire a los niños de su entorno. Esa decisión solo debe adoptarla un juez”
El rastro que ha dejado la decisión de la Administración ha sido desolador: el hijo mayor, que sufre una leve discapacidad intelectual, solo pudo salir del centro de menores al cumplir los 18 años (“lo que han hecho es retrasarlo más; lo dejaban 10 horas al día jugando con una Nintendo”). El del medio, de 17 años, se ha fugado de la institución, y la pequeña permanece en una familia de acogida (“teniendo familia extensa, no le dieron oportunidad de quedarse con ella”). En el pueblo, entretanto, “son señalados como los niños que se llevaron. El daño psicológico que se les ha infligido es tremendo”, dice la madre.
Los mecanismos de actuación, se ve, son mejorables. Según explica a Aceprensa la jurista María Elena Crespo Arce, magistrada suplente del Tribunal Superior de Justicia de La Rioja, “la deficiencia básica proviene de las bases en que está fundamentado el sistema. No puede ser que un equipo de técnicos de la Administración sea el que investigue a la familia, tome la decisión y retire a los niños de su entorno. Esa decisión solo se debe adoptar por un juez tras un juicio en el que la familia afectada tenga capacidad de defensa, y que además el desamparo sea la última opción, tras el análisis exhaustivo y acreditado de las demás posibilidades”.
En 2022, Crespo Arce, el psicólogo Fernando Pérez del Río, de la Universidad de Burgos, y el psiquiatra Iñaki Markez, director de la revista Norte de Salud Mental, publicaron en dicho medio un artículo (“¿Un nuevo sistema de robo de niños institucionalizado en España?”) en el que, tras haber revisado 40 casos, enumeraban varias deficiencias del sistema.
Elemento común a buena parte de ellos fue que la Administración había suspendido la tutela a los padres a pesar de que estos habían presentado informes psicológicos, psiquiátricos o de trabajadores sociales que validaban su aptitud para cuidar de sus hijos.
El Dr. Pérez del Río aprecia en estos casos una tendencia: “Lo que estamos observando es que la familia, los lazos familiares y la función paterna son considerados como pobres. Los padres son vistos como personas torpes e inexpertas a las que hay que vigilar y controlar, pues son sospechosas de educar mal. Estas funciones, atribuidas durante toda la historia de la humanidad a los progenitores, son suplantadas por el Estado y los técnicos del Estado, a los que se les presupone un conocimiento. Se supone que son ellos, y no la familia, los que sí saben educar”.
Los informes de la familia, en desventaja
Según los testimonios que recogieron, un representante de la Administración, acompañado o no de policías y con una resolución administrativa en mano, puede llegar abruptamente a un colegio, a un centro médico o a cualquier otro sitio, y llevarse físicamente al menor en el acto. En contraste, el procedimiento al alcance de los padres para recuperarlo es más demorado: “Exige, en muchas ocasiones, recurrir judicialmente la decisión; pero dada la lentitud que sufre la justicia en nuestro país, este proceso se suele alargar años”, un tiempo irrecuperable en términos de convivencia familiar.
Muy en relación con esto, está la limitación temporal de dos años para solicitar la revocación de la declaración de desamparo y recuperar la custodia (art. 172.2., del Código Civil). “Superado ese plazo, los padres no podrán oponerse a las medidas que adopte la Administración respecto a sus hijos”, recuerdan los autores, quienes deploran, además, que los informes aportados por la familia afectada, aunque estén elaborados por profesionales, pueden ser descartados si contrarían las afirmaciones del sistema de protección, mientras que a los de los técnicos de la Administración, aunque contengan “afirmaciones subjetivas y sin una constatación objetiva e imparcial”, se les reconoce una validez incuestionable. Ejemplo concreto de ello, en el caso de Cárdenas, fue la presentación en su contra de un informe de dos psicólogos comisionados por la DGAIA, quienes argumentaban que su hija sufría el “síndrome de hiperadaptabilidad”, un trastorno … que no aparece en ninguno de los manuales de psiquiatría autorizados.
Para más inri, la posibilidad de que los menores pasen a vivir en acogimiento con familias ajenas, no en centros de menores, se está dificultando cada vez más, según recoge el mencionado Boletín del Observatorio de la Infancia. “Las familias –nos explica Crespo Arce– suelen solicitar acogimientos de menores de corta edad. Menos de ellas se ofrecen para acogimiento de adolescentes”. En cuanto a las familias extensas, “son pocos los casos en los que la Administración analiza con detenimiento esas solicitudes de acogimiento. Quizás prefiere los centros o familias seleccionadas por la propia Administración, pues las controla con mayor exhaustividad que a la familia extensa”.
Según subraya el Dr. Pérez del Río, “todas las leyes internacionales [en la materia] recomiendan dejar a los menores con la familia extensa. Desde la psicología sería conveniente mantener las figuras de apego. Pero como hemos analizado en nuestros estudios, esto no se suele cumplir en España”.
El niño, mejor en su hogar
La batalla de Francisco Cárdenas para recuperar a Esmeralda, una batalla de años –de explicar su caso múltiples veces ante los medios, de emplazar una y otra vez a la DGAIA, de intentar convencer a la nueva familia de la menor…– se detuvo a un paso de llegar al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en Estrasburgo.
“Había sentencias en que los jueces decían: ‘Está todo mal hecho; no se han respetado los derechos fundamentales, etc., por tanto, condenamos a la Administración, pero es mejor que este niño se quede donde está, por su bien’. Es una situación horrible, kafkiana: te dan la razón, pero al mismo tiempo te están diciendo que no. Por eso yo paré”.
Su aspiración actual, respecto a su hija, es que, al haber cumplido ya los 18 años, puedan encontrarse, hablar, y él devolverle su pasado –“yo tengo fotos, vídeos, cosas del colegio al que iba; tengo un montón de recuerdos: todo esto quiero dárselo, por el bien de esta niña”–. Y aspira a más: a que el sistema de protección de menores en España cambie; a que tome nota de los procedimientos más garantistas que se aplican en otros países europeos.
Lo ilustra en Tutelados con el caso de Francia, donde los servicios sociales retiran al menor de su hogar como última instancia y únicamente tras decidirlo un juez. O el de Valonia (Bélgica), donde la Administración no puede tomar esa medida sin previo consenso con los padres o, en caso de desacuerdo, sin que un magistrado diga la última palabra. O el caso italiano, muy similar a este último. En los tres, en definitiva, se privilegia que el menor, salvo la existencia de situaciones realmente peligrosas, permanezca en su entorno familiar.
Sería esto lo deseable igualmente en los diferentes sistemas de protección autonómicos españoles. El ya citado informe de la Defensora del Pueblo de Cataluña recomienda, por ejemplo, que la Administración garantice un acompañamiento terapéutico preventivo –e intensivo– a las familias de origen, para evitar que cobren fuerza las condiciones que propician la retirada de la tutela. Asimismo, que se cree una comisión interdisciplinaria de garantías frente al procedimiento de desamparo o un sistema por el que se controle judicialmente la decisión de la Administración. Que, en caso de separación del menor, no se ponga tanto el acento en los recursos de acogimiento en otros hogares o residencias, sino en contribuir a reparar los vínculos con su familia biológica.
En resumen, y aplicándolo a cualquier territorio, que ni los sistemas de protección se comporten como Goliat, ni las familias sean empujadas a actuar como David. Porque aquí es un niño el que se lleva la pedrada.
Un comentario
En realidad es todo muy sencillo. El funcionario en cuestión evalúa a los progenitores sobre su respuesta a una acción de retirada. Si calcula que será rebelde y violenta, dejará todo como está. Si la calcula sumida, cambiará a los menores de familia. Es sólo la condición humana. Y por lo general, esa actuación viene motivada por mecanismos de proyección sicológica.