Los espejismos matrimoniales de la cultura occidental

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Entrevista con el profesor Joan Carreras
Roma.- Desde hace años, el magisterio de la Iglesia está proponiendo una explicación muy sugestiva de lo que es el matrimonio y la familia. Se trata de unos planteamientos que superan en profundidad y elevación muchos modos de expresar usados hasta ahora. Sin embargo, como en todo cambio profundo, se necesita tiempo y trabajo para que cristalice en una nueva cultura. El profesor Joan Carreras, del departamento de derecho matrimonial del Ateneo Romano de la Santa Cruz y Abogado Rotal, comenta en esta entrevista algunos aspectos de esta nueva visión.

Elaborar una nueva cultura de la familia, que haga más clara su verdad original, se presenta como una tarea indispensable de nuestra época. Basta pensar en cuántas personas de cultura religiosa media serían capaces de ofrecer una explicación de la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio que sea convincente y comprensible para buena parte de la mentalidad contemporánea. Aunque el asunto es complejo, y presenta elementos especializados, se trata al mismo tiempo de una tarea que no afecta sólo a los estudiosos. Es algo similar a lo que el cristianismo consiguió, en la teoría y en la práctica, en siglos pasados.

– Al tratar de estos temas, da la impresión de que, en general, se usa una terminología inadecuada: por ejemplo, definir el matrimonio como «contrato» dice hoy poco, y no ofrece una explicación persuasiva de su carácter indisoluble.

– Es una paradoja que hoy pueda ser extremadamente peligroso usar los instrumentos conceptuales que en su día fueron elaborados por la ciencia canónica para defender el nexo que une amor-matrimonio-familia, y que constituyeron un progreso extraordinario con respecto al mundo antiguo.

Conviene recordar que si los términos «amor» y «matrimonio» son hoy casi sinónimos, fue gracias a los teólogos y canonistas del siglo XII. Ellos emplearon precisamente la técnica del «matrimonio contrato» para tutelar la libertad y elección personal del cónyuge contra las injerencias de cualquier otra instancia social, como era la intervención de los padres. Sólo el consentimiento matrimonial crea el matrimonio y la familia. Mediante el «matrimonio contrato» se consiguió también establecer el principio de igualdad entre hombre y mujer: ambos contrayentes gozan de los mismos derechos y tienen que cumplir las mismas obligaciones.

Pues bien, esa misma técnica de origen canónico fue trasladada en bloque a los ordenamientos civiles, pero los conceptos se desarraigaron muy pronto de la tradición cultural en la que habían sido forjados, y se perdió de vista la finalidad para la que fueron pensados. El Estado moderno se ha tomado tan en serio el carácter contractual del matrimonio, que lo ha aplicado de modo drástico a todas las relaciones familiares: todo es válido (el divorcio, las uniones de homosexuales, etc.), mientras se haga libremente y sin lesionar derechos ajenos.

La paradoja estriba en que un cristiano que quiera defender la verdad del matrimonio y de la familia con ese ropaje jurídico no logra ya comunicar dicha verdad. Si el matrimonio no es más que un contrato que, además, sólo tiene valor en la medida en que el Estado (o la Iglesia) lo reconozca, habría que decir que el Estado tiene razón.

Partir de la familia

– Y si el matrimonio no es un contrato, ¿cómo se podría explicar mejor?

– Desde hace varios decenios, el magisterio de la Iglesia ha tomado como punto de referencia la familia: la exhortación Familiaris consortio, la Carta a las Familias e incluso el mensaje de Juan Pablo II con ocasión del encuentro mundial con las familias, celebrado en octubre, son una buena muestra.

Es preciso hacer una cultura que sepa reflejar que cuando un hombre y una mujer se casan no están creando simplemente un vínculo jurídico (aunque también lo hay), sino una comunión de personas que es ya familia. El matrimonio es una realidad permanente que tiene su origen en un pacto, en un acto de libertad, por el cual la persona se constituye en cónyuge (es decir, «atada al mismo yugo») o consorte («corre la misma suerte»).

El cónyuge es la persona que estará a mi lado «en la salud y en la enfermedad, en la buena y mala fortuna», porque se ha entregado a mí y yo he recibido ese don, dando mi propia vida como respuesta. Juan Pablo II afirma en la Familiaris consortio que la donación física total sería un engaño si no fuese «signo y fruto» de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal.

El pacto conyugal no es un contrato, porque los esposos no se intercambian derechos y deberes sobre prestaciones futuras, sino que más bien se entregan y aceptan mutuamente. La relación conyugal no es, por tanto, un estado puramente accidental. Es una relación que afecta a todas las dimensiones del ser personal: corpórea, afectiva y espiritual, y también a la dimensión biográfica; cubre todo el desarrollo vital de la persona: «hasta que la muerte nos separe».

La familia es una comunidad de personas fundada sobre la comunión conyugal. Las personas que componen la familia están relacionadas entresí por tres tipos de vínculos familiares: el vínculoconyugal, el de filiación y el de fraternidad. Los tres son esenciales del «ser familia». También en los supuestos de esterilidad de los esposos la unión conyugal es esencialmente familiar: el amor esponsal se extiende y vivifica la entera sociedad, y puede abrirse además a otras tareas educativas.

La soberanía de la familia

– ¿La frase «la familia está fundada sobre el matrimonio» hay que entenderla, entonces, en este sentido?

– Sólo hay familia si se construye sobre la comunión personal de los esposos, es decir, sobre el matrimonio. Lo que no debe hacerse es reflexionar sobre el matrimonio como si se tratara de una realidad jurídico-contractual, como un «tema» que sólo afecta a los dos interesados, los contrayentes. Esa idea impediría comprender que una unión entre hombre y mujer que no sea esponsal y familiar (es decir, con esas características que hemos señalado antes) no constituye la sociedad soberana de la que habla el magisterio de la Iglesia.

– ¿Qué se quiere decir exactamente con esa expresión: «familia soberana»?

– La familia es soberana porque no necesita ser reconocida por ninguna autoridad superior: su dignidad es originaria y anterior al Estado. Por el contrario, las distintas «fórmulas» de organización sexual (uniones homosexuales, uniones de hecho, etc.) necesitan para su existencia el reconocimiento estatal: no «son».

Explicar esto en profundidad requeriría un discurso más amplio, como ha hecho sugestivamente el profesor Pedro-Juan Viladrich. Basta intuir que la familia no necesita una ley estatal que reconozca sus propiedades, sino que su diversidad esencial, su «soberanía», se abra paso en la historia a través de la cultura.

– Volviendo a lo anterior, ¿cómo se articula el vínculo conyugal, el de filiación y el de fraternidad, que ha definido como esenciales del «ser familia»?

– Las relaciones familiares son personales y biográficas. Quien es hijo experimenta su filiación en todas las dimensiones de su ser personal: corpóreo, afectivo y espiritual. Y, además, su condición filial le acompaña mientras vivan sus padres e incluso, en cierto sentido, después de que mueran.

Lo mismo sucede con la relación conyugal: al haberse entregado el uno al otro, los esposos se pertenecen recíprocamente y esa relación que ellos libremente constituyen dura mientras vivan ellos y, en algunos supuestos, incluso es vivida psicológicamente hasta la muerte de ambos. «Vivir y morir juntos» es un deseo de muchos enamorados que tiene su fundamento en el carácter personal, familiar y biográfico del vínculo conyugal.

Ser cónyuge o ser padre no son excluyentes situaciones personales, funciones sociales que deben ser ejercidas por los individuos. De modo primario y fundamental ser cónyuge o ser padre consiste en «ser en relación»; en relación con el otro cónyuge, o en relación con el hijo.

Descubrir la fraternidad

– ¿Y la relación de fraternidad?

– Quizá sea la relación familiar que está sufriendo más, a pesar de que es tan necesaria y esencial para la sociedad como las otras. Algunos autores han observado que si la sociedad occidental se ha organizado democráticamente se debe al hecho de haber asumido el concepto de fraternidad: el hermano es otro igual que yo.

La fraternidad está sufriendo más que la relación paterno-filial porque el modelo familiar en boga facilita que muchas personas no sepan lo que significa tener una hermana y un hermano; tienen que consolarse con sólo uno de ellos. De otra parte, la distancia entre los nacimientos hace difícil una vivencia más intensa de la fraternidad, a través del juego. A quien no sabe vivir como un hermano le resulta objetivamente más difícil comportarse como ciudadano solidario.

– ¿Qué hay de la protección jurídica de otras formas de organización familiar no basadas en el matrimonio?

– Lo que es absolutamente necesario, de entrada, es rescatar a la familia del laberinto legislativo en el que se la quiere encerrar, y distinguirlaasí de sus sucedáneos. Una vez dicho esto, se puede reconocer que al Derecho le interesa también resolver los problemas de justicia concretos, y por tanto pueden existir situaciones no auténticamente familiares que reclamen soluciones jurídicas.

La ilicitud de una conducta no supone que el Derecho tenga que desconocer de modo absolutoesa realidad. Es algo parecido a las llamadas obligaciones naturales nacidas de contratos por causailícita. La filiación extraconyugal, por ejemplo, merece un reconocimiento, porque el hijo no tiene ninguna culpa por las acciones de sus padres. Las uniones de hecho pueden generar, en determinadas condiciones, situaciones de justicia. Lo mismo puede decirse de las consecuencias que ya se experimentan a raíz de la fecundación artificial. El Derecho no es ajeno al mundo de lo ilícito, pero es necesario, en primer lugar, discutir qué es lo lícito.

La reconquista de la boda

– Al tiempo que se pide un reconocimiento de esas formas, los datos demuestran que en muchos países, la boda tradicional, celebrada canónicamente, está en alza.

– Es un fenómeno al que, en mi opinión, se le podría sacar más partido. En la cultura actual hay dos grandes espejismos que impiden entendercorrectamente lo que significa «casarse». Del primero, el «matrimonio contrato», ya hemos hablado. Del segundo conviene hacer alguna referencia: hoy en día se piensa que toda la dimensión social del matrimonio se agota en el hecho de tener que decir el «sí» nupcial ante un funcionario estatal o ante el sacerdote.

Habría que reconquistar la idea de que la unión matrimonial es una boda, es decir, una fiesta en la que los parientes y amigos celebran el amor de los novios. En última instancia, quienes están invitados a la boda son la sociedad y la Iglesia, y no el Estado y la curia diocesana o parroquial.

Lo grave del asunto es que los juristas parecen estar otorgando más importancia a la presencia de la autoridad (que es algo frío e institucional) que a la realidad de lo que se está celebrando:la creación de una nueva familia. Hay que explicar cómo el acto de donación de los novios es un acto de amor de tal calibre que merece ser festejado por los amigos y los parientes. La boda tiene tres dimensiones esenciales: la interpersonal, la social-festiva y la litúrgico-sagrada.

– Y las llamadas uniones de hecho, ¿no se podría pensar que son otra forma auténtica de vivir el amor?

– Algunos pueden hacerlo como rechazo cultural contra el excesivo formalismo de la institución matrimonial. Pero si se entiende bien que la formación de cada familia requiere una fiesta en la que los esposos, los familiares, los amigos, la sociedad y la Iglesia están invitados, cada uno a su modo, entonces el problema del formalismo desaparece, porque una fiesta, si es auténtica, no es en absoluto un formalismo burocrático.

Cambio de mentalidad

– ¿Cómo se construye esta nueva cultura de la familia?

– Durante siglos se ha entendido que los esposos no necesitaban ninguna formación para emprender el camino matrimonial: ya la naturaleza se encargaba de enseñarles. Por contraste, para la formación de vocaciones al sacerdocio, por ejemplo, sí se han dedicado esfuerzos enormes, como lo manifiestan la creación de seminarios y universidades para su formación intelectual y espiritual.

En los últimos decenios la mentalidad ha cambiado, y se han puesto en marcha diversos institutos en los que se estudia la familia desde un punto de vista interdisciplinar. Se es más consciente de que «no lo sabemos todo», de que es preciso formarse también en este campo. Esa labor docente influirá a la larga, por ejemplo, en la calidad de los cursos de formación matrimonial. De nada servirían unos cursos que no tuvieran incidencia práctica; es necesario facilitar que la cultura sea transmitida a través de la familia.

Posiblemente, la familia sufre una crisis de crecimiento, ya que nunca hasta ahora, a pesar de todo, ha tenido una conciencia de sí misma tan viva como la que goza en nuestros días. El Papa dijo en el encuentro del pasado mes de octubre que la familias son «gaudium et spes», el gozo y la esperanza de la Iglesia y del mundo. Es una expresión que invita al optimismo.

El pacto conyugal es algo másDel libro de Joan Carreras, Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Instituto de Ciencias para la Familia, Rialp, Madrid (1994), 221 págs.:

El matrimonio-contrato es un espejismo, una doctrina parasitaria del principio consensual y de la dimensión interpersonal de la familia. Puesto que la técnica contractual ha permitido el asentamiento del principio según el cual el matrimonio es constituido por el consentimiento de las partes, la doctrina jurídica europea -ya sea canonística como civilística- ha identificado «contrato» y «consentimiento» como si fueran absolutamente sinónimos. Con otras palabras, la teoría contractual ha «funcionado» en la medida en que ha sido empleada por los juristas para resolver los casos difíciles y poder así declarar la nulidad de aquellos matrimonios en los que se presentase una clara patología. Así ha ocurrido especialmente entre los canonistas, que, conscientes de los límites de la ciencia jurídica, cuando empleaban la categoría de contrato no pretendían definir el matrimonio como realidad humana y espiritual.

Cuando los Estados contemporáneos han aplicado dicha teoría con toda la coherencia jurídica, sin prejuicios y deduciendo las consecuencias lógicas del principio contractual, entonces se ha hecho patente la inviabilidad de una teoría que produce frutos tan amargos. No es necesario poseer el don de la fe para comprobar que las consecuencias del «matrimonio-contrato» constituyen la «prueba del nueve» de la inviabilidad de dicha teoría. A primera vista la citada teoría parece acomodarse perfectamente al hecho de que también el pacto conyugal es un acto de voluntad consensual. Pero allí acaba la semejanza. Todo lo que pasa de allí no sólo no sirve para explicar la riqueza humana del matrimonio y de la familia, sino que podrá producir además el fenómeno contrario, es decir, podrá constituir una adulteración de aquellas realidades.

Afortunadamente, en la actualidad la idea del matrimonio-contrato ya no es compartida por la gran mayoría de los ciudadanos, aunque son muchísimas las personas que sufren de modo implícito las consecuencias de los planteamientos antropológicos que están en la base de aquella doctrina.

Mientras el espejismo del matrimonio-contrato conduce a una privatización absoluta de la experiencia sexual y afectiva, puesto que la reduce a puro objeto de comercio jurídico y económico, el espejismo del matrimonio-legal tiene signo contrario. La realidad privada no tendrá ningún valor jurídico si no pasa por la ventanilla de un funcionario público que levanta acta. Sólo este acto de reconocimiento tiene valor jurídico: lo demás se tiene por no existente.

Diego Contreras

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