Los chicos necesitan modelos masculinos

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Del machismo a la crisis de identidad del varón
Después de dos décadas hablando de la discriminación de las niñas en la escuela y de la necesidad de combatir los estereotipos sexistas, ahora resulta que son los niños los «marginados». Al menos, eso dicen muchos pedagogos, psicólogos y orientadores familiares, que en los últimos tiempos vienen alertando contra señales de retroceso en los chicos. Una causa principal, dicen, es que no se atiende bien a las necesidades específicas de los chicos, con lo que no se les ayuda a desarrollar la identidad específica de su sexo. Es como si la lucha contra el machismo hubiera ocasionado, de rebote, la pérdida de modelos masculinos.

El retablo de las maravillas de la coeducación no acaba de verse. En principio, niños y niñas reciben en muchísimos lugares del mundo una enseñanza sin diferencias que asegura la igualdad de oportunidades. Y parece que van desapareciendo los «fallos del sistema educativo» y la «presión social» que provocaba que las niñas no acabaran de despuntar. Se han reducido considerablemente las diferencias con los chicos y aumenta la presencia de chicas en asignaturas -y más tarde, en carreras universitarias- que siempre habían sido un coto masculino.

Pero ahora son los chicos los que tienen problemas, y problemas diferentes de los que tenían las chicas. Lo que ha hecho saltar la alarma es el porcentaje cada vez más alto de niños en los capítulos negativos de las estadísticas: fracaso escolar, dificultades de aprendizaje, problemas afectivos, aislamiento, violencia.

Los investigadores ya han puesto sus manos sobre el asunto y, a diferencia de otros debates, hay cierta unanimidad en el diagnóstico: los chicos también son distintos y, por tanto, requieren una educación diferenciada, no sólo en el colegio, sino ya desde los primeros años de vida.

Los otros tópicos sexistas

Las características naturales de los chicos durante la infancia han solido resumirse en estereotipos más o menos tranquilizadores: en general, son malos y traviesos, «pero ya cambiarán cuando crezcan». Los niños son así.

Además, la cultura popular se ha encargado de glosar el tópico. Geoffrey Canada, autor de Reaching Up for Manhood: Transforming the Lives of Boys in America, piensa que la mitificación de las características masculinas ha perjudicado la idea de hombre: la fortaleza se ha confundido con la violencia; la virilidad con la promiscuidad; la valentía con la imprudencia; y la imagen del hombre inteligente se ha confundido con la del hombre arrogante, sexista y racista (cfr. International Herald Tribune, 27-III-98).

El concepto de hombre parece estar en crisis. Un rápido paseo por Internet muestra un paisaje repleto de organizaciones, estadounidenses en su mayoría, deseosas de definir y defender la masculinidad (ver servicio 174/ 96).

Este desconocimiento de la psicología masculina está afectando a la manera de educar a los chicos. Y es aquí donde los especialistas avisan: si la forma de ser masculina no se desarrolla convenientemente, los niños no serán capaces de comportarse de acuerdo con su género cuando lleguen a la adolescencia y a la juventud.

Los chicos son distintos

Diana Halpern, profesora de psicología de la Universidad de California, ha estudiado las diferencias entre la inteligencia masculina y la femenina. Y son notables: en síntesis, las mujeres utilizan más el hemisferio izquierdo del cerebro, mientras que los hombres están más orientados hacia el derecho. Es sabido que en cada hemisferio se alojan unas determinadas habilidades.

Bastará un ejemplo. En el hemisferio izquierdo residen la aptitudes para el lenguaje. Lo primero que se hace en el colegio es aprender a leer. Y los niños tienen más dificultades que las niñas, en esos primeros años, para la lectura, la articulación verbal y la capacidad lingüística en general.

La preocupación de este hecho puede provocar alarmas exageradas. Se acude a especialistas. Se diagnostican problemas de aprendizaje (seis veces más a los niños que a las niñas). Y comienzan los tratamientos (en Estados Unidos, millones de chicos toman medicamentos para paliar deficiencias de la atención). Remedios casi inútiles contra problemas que se explican por las diferencias entre el modo masculino y el femenino de aprender.

Pero aunque esas diferencias no tengan por qué causar alarma, señalan la urgencia de profundizar en la psicología masculina. Según el estudio de Halpern, los chicos destacan en memoria visual, fluidez de razonamiento, matemáticas, ciencias y geografía. Y utilizan más el lado derecho del cerebro: el centro físico y espacial. Sin embargo, añade, padres y educadores no tienen en cuenta, prácticamente, esas peculiaridades.

Por otro lado están las tradicionales «virtudes naturales» del varón: fortaleza, valentía, afán de emulación, determinación, competitividad. Una inadecuada orientación de esta manera de ser puede degenerar en conductas antisociales. Pero más interesante es que se puede desarrollar positivamente si se sabe hacia dónde hay que ir.

Eso es lo que ahora parece no estar claro. En los decenios pasados florecieron cátedras universitarias y centros dedicados a estudios sobre la mujer. Un índice de que hoy preocupa el otro sexo es que han surgido iniciativas como el llamado Proyecto sobre Psicología Femenina, Desarrollo de los Chicos y Cultura de la Masculinidad, de la Universidad Harvard. Según uno de sus miembros, el Prof. Barney Brawer, con el paso del tiempo nos ha quedado claro qué queremos de las chicas, pero no lo que queremos de los chicos. Ellos están siendo víctimas de estereotipos, como en su día lo fueron las niñas, dice Brawer en International Herald Tribune (27-III-98).

Superados los tópicos, «tan sólo» resta profundizar en la identidad del varón y educar los sentimientos de los niños, para que puedan aprovecharlos y no queden a merced de sus impulsos. Los chicos no tienen la misma afectividad que las chicas. Son más dominantes e impacientes, pero a la vez más inseguros que las chicas. La revista Time (20-VII-98) señala las conclusiones de Michael Gurian, autor de A Fine Young Man, y de William Pollack, profesor de psiquiatría de la Universidad Harvard y autor de Real Boys, después de estudiar estas diferencias. Gurian sugiere que los adultos, especialmente las mujeres, necesitan saber «qué es un niño» de manera que puedan ayudar a sus hijos a desarrollar esas cualidades de manera ventajosa.

Lo que las madres deben saber

¿Por qué «especialmente las mujeres»? Por un lado, porque lo son, es decir, porque conocen la afectividad y la manera de ser femenina pero quizás menos la masculina. Y, por otro, porque, según Gurian, el niño, durante su infancia y primera adolescencia, está especialmente necesitado de una sólida relación con su madre.

Los estudios de William Pollack muestran que los chicos más inseguros y con más tendencia al aislamiento son los que han sufrido prematuramente una separación afectiva de la madre. Y de aquí se ha extraído otra enseñanza: los niños pueden aparentar ser más fuertes y resistentes que las niñas, pero las consecuencias de la ruptura en la relación con la madre demuestran que son mucho más frágiles de lo que parece.

El autor advierte que esa separación no tiene por qué ser consecuencia de una ruptura familiar. Muchas madres, afirma Pollack, dan menos cariño a sus hijos porque piensan que no lo necesitan tanto como las hijas o por miedo a la popular «mamitis»; pero la falta de atención repercute en el desarrollo de los niños.

Esto no significa que haya que estar continuamente preocupados por ellos. Tanto Gurian como Pollack piensan que es todo un arte conversar de sentimientos con los chicos. Los niños rehúyen casi automáticamente el planteamiento directo. Por eso aconsejan aprovechar las ocasiones que conduzcan de forma natural a orientarles.

Otro error frecuente entre madres y profesoras -las que pasan más tiempo con los chicos- es pensar que la clave para evitar que los niños se conviertan en adultos violentos es no permitirles los juegos que «ellas consideran violentos». La observación procede de la Prof. Barb Wilder-Smith, quien, después de estudiar durante un año la conducta de los niños en un colegio, concluye que lo que parece violento a las mujeres puede ser «una herramienta valiosa para el niño, su manera de hacer frente al miedo y la forma de caer en la cuenta de su pequeñez dentro del universo» (International Herald Tribune, 27- III-98). Otra cosa es no vigilarles mientras juegan: sencillamente, una imprudencia.

Modelos masculinos

Gurian advierte que, además del cariño de la madre durante la infancia, entre los 6 y los 13 años el niño busca modelos masculinos de conducta. La ausencia del padre -que, al igual que en el caso de la madre, no tiene por qué ser física- puede confundir al niño e impedirle saber comportarse como varón. Hay una sólida relación estadística entre los niños conflictivos y los niños sin padre (ver servicio 107/98).

En efecto, cada vez son más frecuentes las familias monoparentales. En Europa, según Eurostat, 9 millones de hogares constan de un único progenitor, y en el 85% de los casos las madres son las cabezas de familia.

También en la escuela escasean los modelos masculinos. En la enseñanza predominan las profesoras, especialmente en los primeros cursos de enseñanza primaria (ver servicios 138/95 y 99/98).

Así pues, se difunde el mensaje de que es preciso estar en guardia frente al machismo, pero a la vez se ofrecen a los chicos menos modelos masculinos positivos. ¿Quién no ha oído hablar de los fallos del sistema educativo que perjudican a las niñas; de la falta de estimulación de los padres; del acoso de los chicos; de los roles tradicionalistas que la sociedad impone a las niñas? En cambio, como señala Donna Laframboise en The Globe & Mail (7-III-98), en el caso de los chicos, se les echa la culpa a ellos de su propio descalabro, no a las circunstancias.

Algunos explican la mala conducta de los niños y adolescentes varones en el colegio o en la sociedad por las malas influencias de la televisión, de la afición al fútbol mal entendida, de las revistas y especialmente de los juegos violentos.

Brawer afirma, en cambio, que mientras los niños pasan muchas horas ociosos, en casa, delante del televisor, dedican poco tiempo a salir de excursión, a jugar a la guerra, a construir fortalezas, a inventar nuevos entretenimientos, etc. Y esto, «que puede estar bien para un adulto, no es bueno para los niños».

Crisis de autoridad

Por su parte, Janet Daley, columnista de The Daily Telegraph, afirma que no es necesario buscar influencias negativas. Sólo hace falta observar las diferencias entre niños y niñas para apreciar que los niños necesitan más disciplina y autoridad.

«Mientras las chicas parecen tener más recursos personales de automotivación y autodisciplina desde que son pequeñas, los chicos necesitan un regimiento de adultos en contacto con ellos -padres, vecinos, profesores, policías, gente que les regañe por la calle- antes de aprender a controlar por sí mismos sus propios impulsos. El colapso de la disciplina y la falta de autoridad en el colegio y en el hogar ha sido desastroso para los chicos y no para las niñas, que tienen sus propias ‘vacunas'», comenta Daley.

En el mismo sentido, Ted Wragg, de la Universidad de Exeter, piensa que, además de la falta de autoridad, se echan de menos en la escuela metas que puedan estimular a los chicos. El chico tiene que palpar los avances, necesita competir, acumular información, etc. Objetivos que se han abandonado en muchos programas escolares de todo el mundo.

Al revisar todos esos diagnósticos sobre los problemas de los chicos, a veces se tiene la impresión de que los expertos generalizan o inventan la pólvora. En todo caso, recuerdan algo fundamental. Es importante ayudar a los chicos a coordinar sus dos hemisferios cerebrales y adaptar la formación que reciben a su peculiar psicología; pero interesa más darles una familia completa, en la que no falte el padre, que ha de ser su principal modelo masculino.

Ignacio F. ZabalaLos adolescentes no son tan terribles«L a juventud de hoy está corrompida hasta el corazón, es mala, atea y perezosa. Jamás será lo que la juventud ha de ser, ni será capaz de preservar nuestra cultura». Estas palabras, grabadas en una tablilla babilónica hace más de tres mil años, podrían haber sido escritas hoy. La adolescencia es el periodo de la vida en el que se concentra el mayor número de cambios, tanto físicos como psicológicos, lo que en ocasiones deriva en un periodo crítico y convulsivo.

También hoy existe una preocupación general por los adolescentes. Los actos delictivos cometidos por jóvenes, el aumento de la violencia escolar y las enfermedades y problemas derivados de la «revolución sexual» han amplificado los motivos de inquietud. Además, los padres tienden a exagerar, y en ocasiones no están preparados para comprender que su hijo ya no es un niño, con todo lo que esto supone de cambios en su mentalidad y en su escala de valores.

En Guía práctica de la salud y psicología del adolescente (1), los doctores Paulino Castells y Tomás J. Silber, expertos en la materia, la enfocan con un talante bastante más positivo. Castells desarrolla su actividad profesional en Barcelona en el campo de la psiquiatría infantil y juvenil, mientras que Silber es profesor de Pediatría en la Universidad George Washington. La adolescencia, dicen, no es un problema sino un proceso. Los autores no admiten la mayoría de las acusaciones que circulan sobre los adolescentes, a menudo aceptadas sin apenas sentido crítico. Al contrario, advierten que la adolescencia puede acabar convirtiéndose en una época de turbulencias, precisamente porque no se ha sabido tratar a los adolescentes como necesitan en esa etapa fundamental de la vida.

Ni alarmismos ni dejación

Los dos autores manejan, sin avasallar, la amplia literatura médica que se ha escrito sobre los adolescentes, tanto chicos como chicas. Presentan los cambios físicos y psicológicos más relevantes de una manera didáctica, y, cuando emplean tecnicismos, los explican.

El libro es un excelente muestrario de las cuestiones que más interesa saber sobre los adolescentes. En los temas más polémicos siempre se aportan reflexiones ponderadas, en algunos casos, a contracorriente de las ideas más extendidas en la sociedad. Por ejemplo, en el capítulo dedicado a la conciencia moral y la formación espiritual, los autores subrayan que el descuido de este aspecto es «una de las mayores carencias que afectan al ser humano en los últimos años». Por eso, «se impone un auténtico rearme moral de las conductas personales y sociales, y dar oportunidades a nuestra juventud para que pueda enriquecerse espiritualmente».

Otro tema interesante es la educación sexual. Los autores abordan esta cuestión explicando la dimensión antropológica de la sexualidad, que poco tiene que ver con esa visión que reduce todo a la mera genitalidad. Tampoco los autores comparten la manera como, en general, se está abordando la sexualidad en las aulas, ni la obsesiva presencia del sexo en tantas manifestaciones culturales o artísticas. La visión deformada que los adolescentes tienen del sexo es la que han recibido de la sociedad. Al final, para muchos de ellos, el sexo se reduce sólo a una manifestación biológica que puede provocar, como así ocurre, actitudes de riesgo, muchos problemas y también muchas frustraciones, que se analizan en este libro.

Adolescencia prolongada

La Guía aborda otros temas difíciles en el campo de la sexualidad sobre los que Castells y Silber -católico, el primero; no creyente, el segundo-, discrepan y así lo dicen. En estos casos la información es útil para todos, mientras que la valoración ética dependerá del lector. Así ocurre con el uso de anticonceptivos o la conducta homosexual. Sobre la homosexualidad los autores realizan una reflexión aséptica en la que exponen las conclusiones de las últimas investigaciones, aunque también citan unas palabras clarificadoras de Juan Pablo II: «La actividad homosexual, que no es lo mismo que la orientación homosexual, es algo moralmente malo».

Para Castells y para Silber, «cuanto más compleja es una sociedad, más conflictiva y larga es la adolescencia». A los problemas derivados de los cambios fisiológicos y psicológicos hay que sumar hoy que las sociedades modernas no han sabido, a menudo, «facilitar al adolescente su inserción en el mundo adulto. Por el contrario, están prolongando la duración de la adolescencia mucho más allá de la madurez sexual que fisiológicamente le confiere un status adulto». Esta situación provoca desorientación y ambigüedad, y este contexto debe ser conocido por padres y profesores, para no dramatizar más de la cuenta. Adolfo Torrecilla.

_________________________(1) Paulino Castells y Tomás J. Silber. Guía práctica de la salud y psicología del adolescente. Planeta. Barcelona (1998). 380 págs. 2.500 ptas.

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