La madurez, ¿punto de partida o meta?

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Nulidades matrimoniales por inmadurez afectiva
¿Quién está maduro para casarse? La frecuencia con que los tribunales eclesiásticos dictan sentencias de nulidad por inmadurez afectiva invita a preguntarse si no llega a la boda demasiada gente sin la preparación imprescindible. Tal vez la cultura actual, ambigua o desfavorable con respecto al matrimonio, incapacita a muchas personas para asumir un compromiso pleno y de por vida. Esta fue la cuestión estudiada en un reciente simposio celebrado en la Universidad de Navarra (1).

Las sentencias de nulidad matrimonial por inmadurez afectiva se basan en el canon 1.095 del Código de Derecho Canónico. Allí se estipula que son incapaces de contraer matrimonio «quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los deberes y derechos esenciales del matrimonio» y «quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica».

Una confusión

Como dijo el Prof. Juan Ignacio Bañares (Universidad de Navarra), presidente del simposio, la multiplicación de nulidades por inmadurez afectiva, una deficiencia psíquica, se presenta a primera vista como paradójica. El notable número de personas en las que se descubre que «eran incapaces en el momento de casarse» no concuerda bien con el principio, universalmente sostenido, de que «todo el mundo tiene derecho inderogable al matrimonio». Parece necesario reafirmar lo que dicta el sentido común: «Existe un grado mínimo de capacidad suficiente en todas las personas normales».

Por eso, el Prof. Bañares propuso reflexionar sobre «el hecho de que la madurez es punto de llegada, no de partida: en el terreno de la madurez, siempre estamos todos en «números rojos», al menos en algún aspecto». No se puede pedir más para contraer matrimonio, aunque ciertamente la deficiente maduración personal -como todas las imperfecciones humanas- es un obstáculo mayor o menor para el buen éxito de la empresa. Pero este, precisó el Prof. Bañares, es un problema distinto, que muestra la necesidad de «mejorar la formación de los novios, para que sepan a qué se comprometen y sean conscientes de que es lógico que existan dificultades en el cumplimiento de su empeño».

Dos discursos de Juan Pablo II a la Rota Romana, en 1987 y 1988, dieron la guía para la reflexión. El Papa previno contra el equívoco de «confundir una madurez psíquica que sería el punto de llegada del desarrollo humano, con la madurez canónica, que es en cambio el punto mínimo de partida para la validez del matrimonio»; «sólo la «incapacidad», no la «dificultad», para dar el consentimiento y realizar una verdadera comunidad de vida y de amor, hace nulo el matrimonio» (discurso de 5-02-1987).

El compromiso es natural

Como son varias las dimensiones implicadas en el estudio de la madurez, los organizadores de este simposio para especialistas en derecho canónico invitaron a profesores de otras disciplinas a ilustrar el asunto desde sus respectivas áreas de competencia.

Uno de ellos fue el filósofo José Ignacio Murillo (Instituto de Antropología y Ética, Universidad de Navarra), que examinó las condiciones para asumir un compromiso estable. La capacidad y tendencia a los compromisos, así como la necesidad de adquirirlos, son -dijo- típicas de la existencia humana. La libertad no es una simple independencia: se distingue sobre todo por la «autoría» sobre los propios actos. Y poner la «firma» personal en la propia vida implica asumir la responsabilidad sobre ella. Así, mi libertad sólo es efectiva en relación con los demás, que reconocen mi responsabilidad, y se expresa en los compromisos. La libertad entonces no sólo es compatible con la existencia de vínculos, sino que los reclama para poder realizarse.

Por eso hay que huir de maximalismos con respecto a las condiciones para adquirir un compromiso, como el matrimonial: «Lo oportuno es exigir aquellos mínimos que lo convierten en expresión de la libertad». ¿Es la madurez afectiva uno de ellos? «Se puede hablar de madurez en el sentido de que existe un mínimo de libertad respecto de la afectividad, que no condiciona irreflexivamente el propio comportamiento. Pero, por la misma razón que el hombre puede siempre crecer o decrecer y mejorar o empeorar, a despecho de la curva de crecimiento biológico, la afectividad también puede crecer o decrecer a lo largo de la vida».

La madurez es difícil de medir

Después de la filosofía, era necesario dar la palabra a la psicología. Juan Pablo II advierte al respecto: «Es conocida la dificultad que, en el campo de las ciencias psicológicas y psiquiátricas, los mismos expertos encuentran para definir, de forma satisfactoria para todos, el concepto de normalidad. En todo caso, cualquiera que sea la definición dada por las ciencias psicológicas y psiquiátricas, la misma debe ser siempre verificada a la luz de los conceptos de la antropología cristiana que subyacen a la ciencia canónica» (discurso de 25-01-1988). El catedrático de psiquiatría Salvador Cervera, director de la Unidad de Terapia Familiar de la Clínica Universitaria de Navarra (ver servicio 138/04), confirmó esa apreciación del Papa.

La doctrina científica, advirtió el Dr. Cervera, no es unánime con respecto a la noción de madurez. Los especialistas oscilan entre una idea «estática», que identifica la madurez con la «posesión de determinadas características psicológicas, máxima expresión del desarrollo de la personalidad», y otra «dinámica», según la cual nunca hay madurez de una vez por todas, sino un «proceso de maduración psicológica continuamente en movimiento y hacia una dirección determinada». No se ha impuesto ninguna de las dos perspectivas: «La postura más aceptada actualmente es la de que el desarrollo y manifestación de la madurez representaría un proceso continuo a la vez que un proceso final en el ciclo vital».

En todo caso, la madurez afectiva se ha de entender como ingrediente de la madurez personal, que presenta tres dimensiones principales: biológica, psicológica y relacional. Supuesta la primera, la madurez psicológica integra las acciones, sentimientos y pensamientos de modo que la trayectoria personal adquiere una dirección estable hacia fines libremente elegidos. La madurez relacional capacita a la persona para la adaptación efectiva en las relaciones con los otros; se caracteriza por la confianza en uno mismo, la iniciativa para tomar decisiones, la responsabilidad social, la habilidad para comunicarse…

Las tres dimensiones intervienen en el proceso amoroso. Si hay inmadurez afectiva, las emociones no están armonizadas con las demás energías de la persona, y resultan dañadas las dimensiones psicológica y relacional de la madurez. Tal inmadurez reduce por lo menos la aptitud para la vida conyugal, pero -en ausencia de formas seriamente patológicas- la psicología por sí sola no puede sentenciar si la anula.

Sólo los trastornos graves incapacitan

Al final, los canonistas tienen que abordar el problema con sus propias armas. Entre otras razones, señaló el Prof. Giuseppe Versaldi (Pontificia Universidad Gregoriana, Roma), porque a menudo los psicólogos defienden el mito de la «neutralidad» de su disciplina. Es un mito porque «cada escuela psicológica parte de premisas que no son resultado de descubrimientos», sino presupuestos antropológicos, no empíricos. De ahí que los canonistas hayan de juzgar las aportaciones de la ciencia psicológica con el criterio de la antropología cristiana.

Versaldi concluye que sólo los trastornos psíquicos serios invalidan el consentimiento matrimonial. La inmadurez psíquica, por la que la persona no está en condiciones de valorar todas las componentes de sus emociones, reduce pero no anula su libertad de entender y de querer. La libertad mínima necesaria para contraer matrimonio admite la inmadurez afectiva y también las formas no graves de anomalía psíquica.

Con informaciones de Marta Ferrer Navarro desde Pamplona.La madurez exigible

En su ponencia, el Prof. Carlos J. Errázuriz (Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma) propuso unas tesis que pueden servir de referencia para discernir la inmadurez afectiva como causa de nulidad.

Por lo general, se identifica la inmadurez afectiva por una serie de rasgos de «infantilismo», que delatan un insuficiente desarrollo de la personalidad en esa esfera: inestabilidad emocional, dependencia afectiva respecto a los padres, egocentrismo, inseguridad, falta de realismo en los juicios sobre la propia vida y en la valoración de las dificultades, falta de responsabilidad, etc. Luego se examina cómo esas deficiencias pueden dar lugar a una grave falta de discreción, que incapacitaría para contraer matrimonio. En suma, «la persona afectivamente inmadura -dijo el Prof. Errázuriz-, aun siendo capaz de entender y de querer el matrimonio, podría ser incapaz de asumir las obligaciones matrimoniales, en el caso de que por su egocentrismo no pudiera donarse a la otra parte, o no pudiera vivir esas obligaciones por no poseer el adecuado control de la esfera afectiva». El problema es que ese modo de plantear la cuestión deja excesivo margen a la discrecionalidad.

La afectividad es sólo un aspecto

Para buscar unos criterios adecuados de valoración, Errázuriz propone esta primera tesis: «La madurez afectiva es un aspecto o dimensión de la madurez personal global». «La afectividad, aislada de la persona, no es madura o inmadura; lo es sólo en cuanto se inserta en el conjunto de la persona, y esto tiene siempre lugar mediante la conexión con las facultades propiamente espirituales del hombre, es decir la inteligencia y la voluntad». La afectividad desde luego influye en los actos humanos; pero discernir si su deficiente desarrollo hace nulo el consentimiento matrimonial exige calibrar su repercusión en la inteligencia y la voluntad: solo así se puede concluir si hubo falta de juicio o de libertad al casarse.

Otra tesis: «La madurez para casarse tiene como punto de referencia esencial la capacidad para el pacto conyugal y para consumarlo». Esto ayuda a valorar en qué medida la inmadurez personal puede producir incapacidad para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio, que es una causa de nulidad. Pues, a juicio de Errázuriz, «el hecho de ser capaz de contraer matrimonio es la única vía que permite verificar si las personas en el momento del pacto estaban en condiciones mínimas de vivir su unión». Pedir una capacidad que vaya más allá de la necesaria para el consentimiento equivaldría a exigir una aptitud -para la buena realización existencial como pareja- que no depende sólo de la voluntad de los contrayentes.

Errores prácticos

Esto no significa que el fracaso en la vida conyugal sea siempre sobrevenido, independiente de la capacidad de los esposos en el momento de casarse. Con una visión integral de los actos humanos, Errázuriz precisa: «La madurez para el matrimonio se relaciona no sólo con la capacidad para casarse, sino también con cuanto se requiere para que los contrayentes descubran la esencia de la realidad matrimonial natural mediante su intelecto práctico y la acojan mediante su libre voluntad». El conocimiento de la naturaleza real del matrimonio no es un asunto teórico, sino práctico. Así, «es posible estar más o menos informado sobre la doctrina católica acerca del matrimonio, pero considerarla una teoría casi irrealizable, y en cualquier caso no aplicable concretamente a la propia relación con la otra parte». Semejante error «depende sobre todo de factores educativos y culturales: las personas que han carecido de modelos verdaderamente matrimoniales en la propia familia de origen o entre sus conocidos más inmediatos, o que se hallan profundamente influidos por modelos opuestos al matrimonio y a la familia, se encuentran en una situación de particular dificultad para darse cuenta del bien de la unión conyugal y de la real posibilidad de ponerla en práctica».

Detrás de ese error práctico puede haber una inmadurez afectiva que impide entender y querer el verdadero compromiso matrimonial y, por tanto, prestar consentimiento válido. Pero no se deben confundir «dos situaciones muy disímiles: aquellas en que hay un problema psíquico que hace imposible el consentimiento, y aquellas en las que una persona psíquicamente normal no quiere dar el consentimiento al matrimonio porque éste no cae dentro de su horizonte práctico». Sólo el problema psíquico sería causa de nulidad. En cambio, el otro caso «no se trata de una incapacidad, ya que la persona continúa siendo capaz de descubrir y hacer suya esa inclinación, a pesar de las más o menos graves dificultades personales debidas a problemas culturales, morales, espirituales, etc.».

___________________(1) «Consentimiento matrimonial e inmadurez afectiva», VI Simposio Internacional del Instituto Martín de Azpilcueta, Universidad de Navarra, Pamplona, 3-5 noviembre 2004.

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