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Si quitamos el crucifijo de la escuela, ¿qué damos a cambio?

publicado
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Roma. Ofena, un pueblo de quinientos habitantes de la región italiana de Los Abruzos, ha centrado la atención de periódicos y telediarios durante más de una semana. Un juez, acogiendo la petición de un conocido activista musulmán, ordenó por vía de urgencia la retirada del crucifijo de las aulas de la escuela municipal. La reacción contraria de los padres no se hizo esperar, y a ella se sumó la de toda la clase política, con muy pocas excepciones. También las asociaciones musulmanas se distanciaron del promotor de la iniciativa, a quien consideran poco representativo y acusan de buscar el protagonismo a través de la provocación (ver servicio 167/01).

Numerosas intervenciones han criticado, en el fondo y la forma, la decisión del juez. Se ha subrayado que para el ordenamiento jurídico italiano, el crucifijo no es solo el signo distintivo de un determinado credo religioso, sino un «símbolo de los valores que están en la base de nuestra identidad». En algunos casos, la defensa procedía de personas que se declaraban ateas o agnósticas. En Italia, como afirmó el presidente de la República, citando al filósofo Benedetto Croce, «no podemos no decirnos católicos». Al final, la medida fue anulada y seguirá el curso ordinario en los tribunales. Sea cual sea la resolución final, de lo que no cabe duda es que el incidente ha entorpecido el clima de integración.

En realidad, buena parte de la polémica tuvo tonos crispados, mezclados con la instrumentalización política. Por una parte, algunos partidos utilizaron el episodio como arma para el enfrentamiento con una magistratura a la que acusan de querer sustituir al Parlamento. Y por otra, fue ocasión de controversia en el seno de la coalición de centro-derecha que gobierna Italia, a propósito del debate sobre el derecho de voto a los inmigrantes: «¿a gente así queréis conceder el voto?», acusaban los contrarios.

Pero entre tanta palabrería, no faltaron voces que han mostrado -en concreto- lo que significa el crucifijo colgado en las paredes de un aula en un momento en el que es palpable la falta de puntos de referencia. Una de esas voces fue la del maestro Marcello D’Orta, famoso por haber editado hace años el best seller Io speriamo che me la cavo, que recogía fragmentos de redacciones escritas por niños y niñas de barriadas difíciles, donde ha enseñado durante veinte años.

«Con frecuencia -escribe D’Orta a propósito de la polémica-, me he encontrado en clase a hijos, sobrinos o nietos de camorristas [la mafia napolitana] que creían en la violencia no solo como arma sino, sobre todo, como código de honor. En las redacciones sobre el tema ‘¿Qué quieres ser de mayor?’ escribían con todas las letras: ‘camorrista, boss, porque solo un camorrista es un hombre’. ¿Qué hacer ante esos casos? ¿Qué aportación moral podían dar materias como la aritmética, las ciencias, la geografía? Ninguna. Había solo una figura -que se confundía a veces con los mapas de geografía, con los dibujos de los alumnos e incluso con los cromos de Maradona pegados a la pared-, de la que traer la enseñanza de las enseñanzas: el amor. Fue gracias a la constante referencia a este símbolo de dolor, pero también de salvación y de esperanza, que más de uno de mis muchachos -y no solo de los míos, claro está- se salvó: de esto estoy seguro. Quitad los crucifijos de las escuelas y habréis hecho algo más que ofender a un pueblo: lo habréis privado de muchas conciencias».

Juan Pablo II: reconocer la específica tradición religiosa

Juan Pablo II se refirió indirectamente a estos problemas, al recibir el pasado viernes a participantes en la Conferencia de Ministros de Interior de la Unión Europea sobre el diálogo interreligioso, celebrada en Roma.

El Papa aludió a que Europa «ve hoy cómo crece en su seno, a causa de la inmigración, la presencia de diferentes tradiciones culturales y religiosas». «No faltan experiencias de fructuosa colaboración y los esfuerzos actuales a favor de un diálogo intercultural e interreligioso dejan entrever una perspectiva de unidad en la diversidad que permite esperar en el futuro», subrayó.

«Esto no excluye -aclaró- un adecuado reconocimiento, incluso legislativo, de las específicas tradiciones religiosas en las que se arraiga todo pueblo, y con las que con frecuencia se identifica de manera peculiar».

«El reconocimiento del patrimonio específico religioso de una sociedad exige el reconocimiento de los símbolos que lo cualifican». «Si, en nombre de una incorrecta interpretación del principio de igualdad, se renunciara a expresar esta tradición religiosa y los valores culturales ligados, la fragmentación de las sociedades multiétnicas y multiculturales actuales podría transformarse fácilmente en un factor de inestabilidad y, por tanto, de conflicto», advirtió el Papa.

«La cohesión social y la paz no pueden alcanzarse cancelando las peculiaridades religiosas de todo pueblo: además de ser un propósito inútil, sería poco democrático, pues iría en contra del alma de las naciones y de los sentimientos de la mayoría de sus poblaciones», concluyó.

Diego Contreras

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