Kenia: si el Estado no nos pone escuela, nosotros montamos una

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Nairobi. Stara School, construida con maderas y barro -como todas las casas de Kibera, el barrio de chabolas más grande de África-, se levanta en un terraplén, a unos diez metros de la vía del ferrocarril a Uganda. Cuando sopla viento, centenares de bolsas de plástico vuelan por todas partes, y la escuela tiembla cada vez que pasa un tren. Algunos alumnos son huérfanos o tienen sida. La directora tiene en su despacho una foto de Harry Belafonte, que hace dos o tres años hizo una visita a la escuela.

Stara es una escuela informal, que no pertenece a la red pública. La pusieron en marcha los propios vecinos; ellos mismos se encargan, como pueden, de mantenerla y vigilan la calidad de la enseñanza. Los padres pagan a los profesores, que en su mayoría no tienen formación específica. El sueldo de un profesor no pasa, en muchos casos, del equivalente de 20 dólares mensuales, cantidad de la que un tercio se va en el alquiler de una chabola de una sola habitación.

Dos tercios de los tres millones y medio de habitantes de Nairobi viven en chabolas, edificadas en terreno público. Por lo general, sus moradores no tienen título de propiedad, y el gobierno podría demolerlas si quisiera.

En las zonas más acomodadas de la ciudad se ha implantado una red de escuelas primarias; pero no es suficiente para acoger a todos los niños en edad escolar. Así que en los años noventa surgieron las escuelas informales, a iniciativa de la gente común, con la ayuda de organizaciones religiosas -católicas las más veces- o líderes del lugar. Solo en Nairobi hay registradas 1.025 de estas escuelas, con unos 350-400 alumnos cada una. En otras ciudades hay registradas unas 200. Según cálculos de George Mikwa, presidente de la Asociación de Escuelas Informales, hay 800 más que funcionan sin estar registradas.

Gratuidad sin recursos

En enero de 2003, Kenia decretó la gratuidad de la enseñanza primaria (ver Aceprensa 8/03). De inmediato, cientos de miles de niños de todas las edades -incluso algunos adultos- que no habían podido estudiar por falta de dinero u otras razones, se agolparon a las puertas de las escuelas. Entonces algunas familias con hijos en escuelas informales los trasladaron a los colegios públicos próximos, para no tener que pagar. Pero el gobierno declaró la gratuidad sin asignar los recursos necesarios, de suerte que las escuelas estatales siguen teniendo el mismo espacio, el mismo número de profesores y libros de texto, las mismas zonas de recreo y los mismos cuartos de baño que antes para atender el alud de alumnos que les vino encima. Para poder sobrevivir, empezaron a cobrar por toda clase de conceptos. Ahora, pues, el flujo de alumnos va en sentido contrario. En las zonas fronterizas entre la ciudad y las barriadas de chabolas, muchos niños se pasan a las escuelas informales, y las familias acomodadas llevan a los suyos a «academias» privadas con muy buenas instalaciones y pocos alumnos por aula.

No es extraño. En la red estatal, los grupos pasaron de 50 a 100 niños; escuelas para 900 alumnos ahora cuentan casi 1.900; muchos chicos tienen que sentarse en el suelo. Así pues, las familias pobres prefieren llevar a sus hijos a escuelas informales, aunque las aulas sean más rudimentarias, los profesores tengan poca o ninguna formación oficial y las instalaciones sean modestas. Pero al menos los grupos son más pequeños, los niños reciben más atención y les corrigen los ejercicios; al final, sacarán mejor nota en el examen de ingreso en la secundaria.

Lo confirma un estudio que el año pasado hizo la Universidad británica de Newcastle. La conclusión, en suma, es que las escuelas informales dan mejores resultados porque familias, profesores y alumnos están mucho más motivados. Por un lado, los padres o tutores pagan las matrículas con no pequeño sacrificio, y naturalmente esperan ver frutos. Por otro lado, los niños están motivados a estudiar porque es su oportunidad de escapar de la pobreza. Además, las escuelas funcionan bien porque padres, profesores y alumnos colaboran. Si uno va a una escuela pública un día lectivo, difícilmente encontrará algún padre o madre. En una escuela informal siempre hay alguno que ha ido a hablar con el director, normalmente para consultar algún problema.

Llega el apoyo oficial

Hasta hace poco, estas escuelas eran ilegales, y las únicas personalidades que se dignaban visitarlas eran extranjeros, para quienes abrirse paso entre la basura y respirar el aire hediondo de los estrechos callejones era una aventura y una llamada a ayudar buscando donaciones o de otras maneras. Ahora el ministro de Educación y otros altos cargos empiezan a visitar estas escuelas de vez en cuando, por ejemplo para inaugurar unas nuevas instalaciones junto con el embajador del país que las ha pagado, gracias a las gestiones de un director con iniciativa. Así, por fin el gobierno empieza a hacer algo por estas escuelas, aunque con la proverbial lentitud de la burocracia. Las escuelas informales cuentan ya con un departamento especial dentro del Ministerio de Educación que se ocupa de ellas.

El año pasado, el Banco Mundial repartió una donación de 388.000 dólares para material escolar entre un grupo de escuelas primarias informales, escogidas al azar: poca cosa, pero por algo se empieza. Este año, de momento, no se esperan donaciones, ni siquiera para comidas escolares. Y esto es preocupante, porque para muchos niños el plato de «githeri» (maíz y alubias cocidas) puede ser la única comida del día. El año pasado, el Programa Mundial de Alimentos, de la ONU, y la ONG Feed the Children contribuyeron a cubrir estas necesidades; en este curso, los directores de escuela están lógicamente inquietos.

Los kenianos, como los africanos en general, se toman muy en serio la educación. Están dispuestos a hacer grandes sacrificios para que sus hijos puedan estudiar, más aún para que entren en una buena escuela o universidad (cfr. Aceprensa 20/04). En Kenia, las escuelas informales son muestra del dinamismo, la inventiva y la generosidad de muchos ciudadanos que hacen cuanto está en su mano para combatir la pobreza, la ignorancia y el desempleo.

Martyn Drakard

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