Falacias sobre la asignatura de religión

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Jesús P. Zamora Bonilla, profesor de Filosofía en un instituto, escribe en El País (Madrid, 24-IX-96) sobre la enseñanza de religión en las escuelas públicas. Según él, los que se oponen a ella suelen incurrir en tres falacias:

1. «En un Estado laico, la formación religiosa no debe ser incluida en la enseñanza pública». El carácter laico del Estado sólo significa de por sí que éste no puede obligar a nadie a practicar o profesar ninguna religión. Empero, si el Estado es democrático, todos los ciudadanos tienen derecho a pedir los servicios públicos que les parezcan oportunos -con el único límite del respeto al derecho de los demás-, entre otras cosas, porque dichos servicios son financiados con sus impuestos. Los padres que desean que sus hijos reciban una formación religiosa en el colegio tienen exactamente el mismo derecho a ser atendidos que los que, por ejemplo, piden un polideportivo para los suyos, o más clases de francés (servicios que no todos desearán).

2. «La asignatura de Religión no puede ser evaluable». Quien afirma esto parece estar pensando algo así como que, en los exámenes de religión, lo que se debe valorar es la «fe» del alumno. Esto es claramente incorrecto. En primer lugar, porque la asignatura intenta transmitir conocimientos sobre la religión católica, y la adquisición de estos conocimientos se puede evaluar como la de cualesquiera otros.

En segundo lugar, porque la propia «reforma» nos ha adoctrinado en la idea de que los profesores debemos evaluar en todas la asignaturas una entelequia denominada «contenidos actitudinales», que, a mí al menos, no me parecen más fáciles de evaluar objetivamente que la simple «fe».

En tercer lugar, porque si lo que se pretende decir es que está mal, desde el punto de vista ético, «evaluar la fe», no veo por qué sí estaría bien, moralmente hablando, evaluar, por ejemplo, el «interés y gusto por la lectura de textos literarios…» (currículo oficial de la asignatura de lengua y literatura); o todas las actitudes son evaluables o ninguna lo es. En cuarto y último lugar, porque si los creyentes desean ser evaluados en el conocimiento de su propia religión, no parecen ser los no creyentes los más autorizados para negárselo.

3. «El derecho de unos alumnos a estudiar la asignatura de Religión crearía una obligación para los demás». Esto sería verdad si la religión fuese ofrecida simplemente como una «prótesis» del currículo, que debiera llevar aparejada otra «prótesis» alternativa con la que hacer que todos los alumnos tuviesen una carga lectiva igual. Ahora bien, si se razona al contrario, la falacia desaparece: dígase primero qué carga de horas lectivas deben tener todos los alumnos, y permítase luego que, los que lo deseen, cubran algunas de esas horas con la asignatura de Religión. Dicho de otro modo, hay que desactivar el cliché de que la religión tiene una sola alternativa «natural» (la «moral laica», o algo así): todas las asignaturas no troncales deberían poder ser alternativas a la religión tanto como alternativas entre sí (y, de paso, el menú de opciones para el alumno debería incrementarse). Seguir pensando en términos del clásico binomio «religión-alternativa» sólo demuestra una escandalosa carencia de imaginación.

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