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Las fuentes de desinformación

publicado
DURACIÓN LECTURA: 9min.

Vicios y manías del periodismo
Cuando los medios de comunicación están sometidos al poder, son instrumentos de propaganda. Pero que la prensa sea libre no basta para que informe bien. También en el periodismo actual hay presupuestos ideológicos y tics profesionales con efectos desinformativos. GabrielGaldón, profesor de Documentación periodística, los examina en su último libro (1).

La desinformación analizada en el libro no es la que practicaba el Directorio A del KGB, sino la que a diario da la prensa libre. No se debe pensar demasiado en conspiraciones, aunque no faltan intereses inconfesados. Sobre todo hay una ideología a veces inconsciente, trivialidad, malos hábitos, pereza para documentarse.

La realidad de que el periodismo de antes era peor es un alivio, pero no debe ser pretexto para la autocomplacencia. Hoy la prensa, más que mentiras burdas y manipulaciones escandalosas, ofrece ingente cantidad de datos sin interés o que no explica, mientras a menudo hurta al público el análisis de lo más importante. Quien se dedique a archivar recortes sobre algún tema verá, al cabo del tiempo, que muchos no aportan nada y no habría valido la pena leerlos. Y desanima encontrar errores en las informaciones sobre temas que uno conoce bien. La culpa de estas lacras es el objetivismo, manía periodística que Galdón estudia con detalle.

Mero altavoz

El periodismo objetivista tiene por lema «los hechos son sagrados, las opiniones son libres». Es un modelo muy arraigado, considerado el ideal para dar la información sin adornos ni aditivos, a fin de que el público pueda juzgar libremente a partir de los datos puros. Pero en realidad es una deformación ideológica que parte de postulados positivistas.

El primero es la separación drástica entre hechos y juicios de valor. En consecuencia, el objetivista, como se proclama neutral, asegura no dar en los géneros informativos más que de lo primero y reservar lo otro para los de opinión. Pero la realidad está compuesta también de valores, de suerte que tal principio es el camino para colar algunos sin que se note.

También es positivista el desprecio por la tradición. En el periodismo, esto se traduce en un presentismo para el que sólo es noticia la novedad. Que es una manera de no llegar al fondo de los asuntos.

Se piensa, además, que el método garantiza la objetividad científica. De ahí se siguen técnicas como el recurso compulsivo a fuentes ajenas, causa de la actual proliferación de declaraciones y «opinadores» profesionales, además de procedimiento formidable para decir lo que uno quiera salvando la apariencia de neutralidad.

Consignados los principios, Galdón dedica un sabroso capítulo a desgranar los efectos desinformativos del objetivismo.

Más cantidad que calidad

En primer lugar, la superficialidad. Los adoradores de los hechos se limitan a los aspectos visibles de la realidad (según el positivismo, no hay otros: todo lo demás es poesía o vaporosa metafísica), con lo que se pierde la parte sumergida del iceberg. Se omite lo esencial: causas y antecedentes, el contexto, los desarrollos a largo plazo, consecuencias previsibles… Y, por supuesto, las mayorías silenciosas: las personas y grupos sociales que carecen de poder -o de gabinetes de prensa- no suelen aparecer. En cambio, unos cuantos amigos pueden montar una «coordinadora» (mejor, con k) y llenar una página o un minuto de telediario.

Otra consecuencia, inseparable, es la acumulación de hechos: en la información, la calidad se sustituye por la cantidad. Esto crea en el público la ilusión de estar muy informado; pero la plétora oculta la selección. Los diarios no dan todo (no cabe, pues los teletipos escupen hasta el más remoto accidente ferroviario), sino lo que quieren escoger. Aparte de omisiones misteriosas, esto supone homogeneizar la realidad: un crimen pasional o el mercado de la droga, un congreso político o un sínodo de obispos; todo se trata con el mismo método y tiende a aparecer en el mismo nivel. El resultado es una colección de datos trivializados que componen un cuadro fragmentario y difícilmente inteligible.

El culto a la actualidad produce una visión artificial de la realidad. La sed de novedades hace que, a falta del interés propio del conocimiento profundo, las informaciones tengan que atraer al público con el cebo de la curiosidad. Así, los medios van en busca de lo anormal, extravagante o emotivo, y promueven el conflicto y la polémica artificial.

Por lo mismo, se produce el «efecto Guadiana»: temas que acaparan la atención un momento y después desaparecen. Como se cree que ha de ocurrir algo para dar una información, nos perdemos lo que no es acontecimiento, que a veces es más importante. Así, cuando hay un nuevo suceso tras un largo silencio de los medios, no comprendemos bien qué ha pasado. Por ejemplo, los medios dedican gran espacio, con profusión de detalles -anecdóticos, en buena parte-, a los accidentes aéreos. Del archivo extraen una lista de las catástrofes más sonadas de los últimos años. Provocan cierta inquietud en el público; pero la investigación del siniestro es lenta y no llama la atención, y las conclusiones sólo merecerán un escueto suelto o nada. Con lo que la gente se queda sin saber si los accidentes fueron fortuitos o se debieron a fallos de seguridad.

El reino de las comillas

Así se llega a uno de los peores vicios del periodismo objetivista, el que probablemente origina la mayor parte de las manipulaciones. Vetado por el objetivismo para hacer juicios personales, el periodista cree que puede decir cualquier cosa, con tal que pueda atribuirlo a una fuente. Esto, consagrado como garantía de imparcialidad, funciona en realidad como máscara de la tergiversación.

Primero, el reino de las comillas lleva a la proliferación de citas. Asombra comprobar en qué gran parte los periódicos se llenan no con hechos, sino con dichos. Se pide una declaración a un político; a continuación se extrae una réplica a otro del partido rival; la contraréplica no tardará en llegar. En suma, no ha pasado nada, es decir, nada que no haya sido provocado por los propios medios: el supuesto espejo es lo que crea los objetos reflejados.

Naturalmente, muchos no pierden ocasión de declarar. Aparece el «opinador», sempiterno invitado a tribunas y debates. Pues el periodista, en vez de estudiar el tema «candente», se dedica a pedir opiniones y manejar sondeos. Pero la diversidad de pareceres ni siquiera asegura que la información sea equilibrada. El público no recibe los datos necesarios para valorar la autoridad de las fuentes: bajo el rótulo de «expertos» conviven en la noticia el científico y el charlatán. Hay, además, un agravante: los charlatanes hablan mucho más que los científicos. Por otra parte, el objetivista avezado sabe bien a quién llamar para que le diga lo que él espera.

Así, nunca se alcanza el fondo. Se publicarán todos los comunicados de teólogos favorables al sacerdocio femenino; pero no aparecerán las razones escriturísticas y teológicas de la postura contraria. Los debates se reducen a la polémica, porque se da más peso al conflicto en sí que a los argumentos.

El quinto poder

No terminan aquí los efectos desinformativos de la obsesión por la cita. Así como muchas noticias no son hechos, sino dichos, buena parte de los hechos son ceremonias. Los medios siguen infectados de pseudo-acontecimientos, pese a que Daniel Boorstin denunció la epidemia hace 33 años. Pseudo-acontecimiento es, no lo que se publica porque ocurre, sino lo que ocurre para que se publique. Tales fenómenos se originan en los gabinetes de prensa y constituyen el instrumento empleado por organizaciones y grupos para transmitir sus mensajes al público por el cauce de los medios.

El cómplice es el periodista que acude, sin documentarse, a simposios, presentaciones de estudios y otros ritos. En su desconocimiento del tema, necesita pescar frases que entrecomillar: se las facilita la entidad organizadora, que añade a las notas de prensa alguna dosis de información sobre sí misma. De este modo, los medios son a menudo portavoces gratuitos de emisores interesados, que obtienen publicidad disfrazada de información. De ahí procede buena parte de los datos rotundo -como el número de niños que mueren de hambre o de esposas maltratadas- que se proponen en apoyo de diversas tesis, los medios difunden y la gente difícilmente puede comprobar.

Este modo de proceder priva al público de conocimiento veraz también de los acontecimientos auténticos y los temas importantes. Por ejemplo, no es fácil informar sobre población y desarrollo: eso requiere estudiar unos cuantos libros y artículos científicos. Pero cualquiera puede presentarse en El Cairo y escribir crónicas con lo que ve, los comunicados oficiales, las ruedas de prensa y algunas entrevistas a gente dispuesta a hablar, que nunca falta. Incluso puede elaborar artículos complementarios sobre las cuestiones de fondo gracias a los dossiers que reparten los organizadores. Resultado: informaciones basadas en documentación facilitada por fuentes con intereses en el asunto y no verificada de modo independiente.

Así pues, la transparencia informativa no es tanta como parece. Por obra de la ideología positivista y los hábitos periodísticos, muchas veces el «cuarto poder» esconde un quinto que aspira a moldear la opinión pública.

Por un periodismo de análisis

Galdón no se limita al diagnóstico, sino que dedica la mayor parte del libro a proponer remedios. Sería prolijo enumerarlos aquí. De todas formas, un punto en que el autor insiste a los periodistas -la necesidad de documentarse- vale también para el público.

De los defectos corrientes del periodismo actual -no todo, por supuesto- se deduce que no basta con los medios convencionales para estar bien informado. Conviene no ceder a la curiosidad, para prestar menos atención a las novedades y más a las cuestiones profundas que plantea la actualidad. Enterarse rápidamente de lo que pasa sirve de poco si faltan el análisis y la reflexión necesarios para comprenderlo.

Por eso, hay publicaciones mucho más interesantes que la mayoría de los periódicos, revistas y telediarios. Y no se debe olvidar que, en numerosos casos, las claves del presente se encuentran en libros, incluidos algunos bastante antiguos.

Rafael Serrano_________________________(1) Gabriel Galdón López. Desinformación. Método, aspectos y soluciones. EUNSA. Pamplona (1994). 255 págs. 2.500 ptas.

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