Entre las muchas microtendencias identificadas por los analistas de TikTok este 2025, una de las que más conversación ha generado es la que señala, y ridiculiza, una supuesta forma de estar en el mundo: la de la teatralidad. El vivir para ser percibido, con una audiencia siempre en la cabeza. Esta obsesión de internet con lo “performativo” obliga a preguntarse si hay alguna forma de escapar a la inautenticidad, realmente, en la era de la constante exposición –y vigilancia– en las redes sociales.
Estos últimos meses la etiqueta “hombre performativo” (performative male) se ha hecho presente en cada uno de los rincones de internet. Se ha abierto lugar en medio de las conversaciones sobre el renacimiento de la fe en los jóvenes, las muchas discusiones sobre el “6 7” y la falta de sentido del lenguaje, así como todos los hilos sobre los “groypers” y el posible futuro antisemita de la derecha americana.
Pero no es solo un fenómeno digital: el hombre performativo existe fuera de internet. Quizás lo has visto por la calle, o en una cafetería leyendo a Sally Rooney o Sylvia Plath mientras bebe un té matcha. Lleva un tote-bag, auriculares de cable y, muchas veces, bigote. Una estética diseñada para apelar a la mirada femenina, o a lo que internet le ha dicho que a las mujeres les gusta mirar.
Desde que el concepto se viralizó en verano, se han realizado decenas de eventos en universidades o espacios públicos donde cientos de ellos se juntan para decidir quién es el que mejor personifica este nuevo arquetipo de masculinidad. Han sido objeto de burla en redes sociales y protagonistas de diferentes artículos de análisis. En Le Monde, la periodista Anne-Toscane Viudes se preguntaba a finales de octubre cuánto tenía que ver esta tendencia cultural con una deconstrucción real de la masculinidad. En el New Yorker, Brady Brickner-Wood analizaba, a principios de diciembre, su relación con el también ridiculizado concepto del “performative reading”, y el supuesto desprestigio de la lectura y la cultura en general. Ambos resaltaban lo difícil que parece definir qué es “performativo” o no en una sociedad en la que estamos acostumbrados, sea por la cámara frontal o por las redes, a vivir para ser percibidos.
La era de la teatralidad
El ser humano es social por naturaleza, y gran parte de nuestras acciones se realizan ante otras personas, en un contexto configurado por los demás. Pero incluso lo que hacemos estando solos es susceptible de ejecutarse con el otro en mente, para crear cierta imagen de uno mismo ante el otro. ¿Dónde está la línea entonces entre actuar, simplemente, y lo “performativo”?
No sorprende que la obsesión con lo performativo haya surgido en el ecosistema digital, y entre jóvenes acostumbrados a consumir la vida de los otros y a exhibir la propia
Noémie Marignier, profesora de lingüística en la Universidad de la Sorbona, señaló en declaraciones a Le Monde que la palabra “performative” tiene dos acepciones. La primera viene de la Teoría de los Actos de Habla, según la cual “decir es hacer”. La filósofa Judith Butler, aplicándola al ámbito del género, señaló que las prácticas aparentemente artificiales que realizamos todos los días, como qué vestimos o los gestos que hacemos, tienen una función social constructiva en nuestra identidad de género, que deja de ser lo que somos, para convertirse más bien en lo que hacemos. Así, se llega a la segunda acepción de la palabra, que hace referencia a la “puesta en escena” de uno mismo en el espacio público, la autorrepresentación. Es de esta forma como se está utilizando en los memes y en las redes sociales ahora, con un pequeño giro: esta proyección de la propia imagen está siempre bajo la sospecha de ser falsa.
No debería sorprender, entonces, la nueva obsesión con lo “performativo” y que esta haya nacido en el ecosistema digital. Los miembros de la generación Z, y algunos de los millenial, han crecido viendo, sin escrúpulos, el día a día de desconocidos, sus momentos más íntimos: ya fuera el primer día de colegio del niño que hacía vlogs al otro lado del atlántico, o el preciso momento en que el novio de la chica a la que seguían por sus videos de maquillaje le dio el anillo de compromiso. Las redes sociales priorizan el mantenimiento y el monitoreo de la imagen creada online, como explicaba Brady Brickner-Wood en el análisis del New Yorker: “Han creado espacios en los que la construcción de la identidad es central para la experiencia de usuario”.
Se habla mucho de los centennials, porque crecieron con este contenido, lo cual les ha configurado este tipo de mirada de una forma más efectiva. Pero lo cierto es que quien sea que se haya acostumbrado a la cámara frontal de su móvil se ha acostumbrado también a documentar su vida. Y, tal vez, le sea igual de difícil pensar en ella sin una audiencia que la vaya a consumir.
En búsqueda de la autenticidad en 2025
Pocos jóvenes escapan de una vida llevada a cabo online, necesariamente artificial, aunque también son cada vez más los que lo intentan y comunican sus esfuerzos para lograrlo. Mucho tiene que ver con ese hartazgo que trae consigo esa cámara mental, esa mirada que convierte la vida en contenido. En el mundo real, los gestos espontáneos y genuinos son posibles, así estén siendo realizados ante otros. En el digital, en cambio, todo tiende a ser curado o premeditado.
“A los extraños no les importas, y eso es una verdad fundamental que las plataformas de las redes sociales necesitan que olvidemos” (Freya India, autora del Substack Girls)
Y, sin embargo, desde los primeros días de estas plataformas han habitado en ellas los policías de la autenticidad, siempre listos para criticar cualquier acto que huela a “performance”. Lo que hace 10 años era el “virtue signaling” (declarar de forma pública ciertas opiniones para mostrarse como “moralmente superior”, sin que a esas declaraciones las acompañen acciones), ahora es el “performative male”, el “performative reading”, o el “performative” lo que sea.
Fuera de la pantalla, además, es difícil darse cuenta de esos patrones. Ver a alguien leyendo un libro en un parque, o en la terraza de una cafetería, e inmediatamente asumir que lo está haciendo únicamente para que los demás lo vean y le dé cierto estatus, es una forma muy particular de entender y percibir la realidad social. El arquetipo de la persona pretenciosa, o del hombre “sensible” que se hace “aliado feminista” solo para conseguir atención femenina, ha existido desde muchos años antes de que explosionaran las redes sociales. Pero reducir comportamientos a patrones estéticos que además ayudan a descifrar las intenciones de quienes los personifican no había tenido lugar antes de los algoritmos.
Sí, seguro que ya habías visto por la calle o en alguna terraza a ese hombre performativo. Lo más seguro es que no lo hubieras notado por más de cinco segundos. Escribía Freya India, autora del Substack Girls y colaboradora de Jonathan Haidt, que fuera de la mirada de internet a nadie le importa tu vida, no en el mismo sentido: “A los extraños no les importas, y eso es una verdad fundamental que las plataformas de las redes sociales necesitan que olvidemos”. Fuera de internet, cosas como la autorrepresentación o la autenticidad o falta de autenticidad de los actos, pierden importancia. También se relaja la vigilancia sobre lo que están haciendo los demás. Tal vez por eso es tan importante la existencia de terceros espacios, y tal vez también por eso los hombres con tote bags y té matcha están reuniéndose en parques y universidades de todo el mundo, para decidir cuál de ellos personifica mejor el meme, esa comunicación exclusiva de lo online, que los ridiculiza.