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En el país de Cormac McCarthy

publicado
DURACIÓN LECTURA: 12min.
Cormac McCarthy

(Versión actualizada del artículo publicado originalmente el 2-04-2014)

 

La literatura de Cormac McCarthy (1933-2023), como se ha demostrado tras su muerte, ha logrado un eco y aceptación crecientes en Estados Unidos y en el resto del mundo, gracias a la reiteración de un estilo, unos temas y unas ambientaciones que le han hecho popular. Después de su fallecimiento se han destacado especialmente las aportaciones literarias de sus novelas más conocidas y difundidas, como la Trilogía de la frontera junto con No es país para viejos, La carretera y El Sunset Limited, que le han reservado ya un importante y merecido lugar en la historia de la literatura.

Sus últimas obras, tras dieciséis años sin publicar nada, han sido dos novelas reunidas en un solo volumen, El pasajero y Stella Maris, que aunque abordan algunos de los temas que más preocupaban a McCarthy, poco han aportado en general al conjunto de su literatura.

Hacia el sur
Cormac McCarthy nació en Providence (Rhode Island) en 1933. En 1937 su familia se trasladó a Knoxville (Tennessee). Fue educado en la fe católica. No acabó sus estudios. Contrajo matrimonio en 1961, y tuvo un hijo, pero se separó poco después. Publicó su primera novela en 1965. Albert Erskine, de Random House, que había sido el editor de William Faulkner, fue también el suyo durante los siguientes veinte años. Se volvió a casar en 1966 y su nuevo matrimonio duró hasta 1976. Más tarde se trasladó a vivir a El Paso (Texas). En esos territorios se ambientó su siguiente novela, Meridiano de sangre, a la que pudo dedicarse gracias a una nueva beca.

Cuando Albert Erskine se jubiló, McCarthy dejó Random House y se pasó a la editorial Alfred A. Knopf. Su aceptación popular llegó en 1992 con Todos los hermosos caballos, el primer libro de la Trilogía de la frontera. Solo concedió dos largas entrevistas en su vida: una con motivo del lanzamiento de Todos los hermosos caballos y otra, televisiva, con posterioridad a la concesión del premio Pulitzer a La carretera. Los últimos años de su vida McCarthy vivió en Tesuque (Nuevo México), cerca de Santa Fe, y trabajó en el Santa Fe Institute, una institución fundada en 1984 para el estudio interdisciplinar de teorías científicas sobre sistemas complejos, temas que aparecen novelados en sus dos últimas obras publicadas.

En las obras de McCarthy no hay pesimismo ni escepticismo radical pero tampoco soluciones netas

Tres etapas en su producción literaria

En las obras de McCarthy, dejando a un lado sus dos últimas novelas, hay tres etapas, cronológicamente claras, que vienen marcadas por la importancia del lugar y de los escenarios. Su tono cambia un poco, de menos a más esperanzador; y su estilo pasa de ser faulkneriano y barroco en sus primeras obras, a ser hemingwayano y conciso en las finales, salvo en las dos últimas, donde McCarthy hace gala de un estilo prolijo y abstracto, con el que aborda cuestiones científicas de calado.

Las cuatro primeras novelas –El guardián del vergel, La oscuridad exterior, Hijo de Dios, Suttree– pueden calificarse de sureñas. Tres se desarrollan en ambientes rurales y montañosos de estado de Tennessee, en las regiones de los Apalaches. Suttree tiene lugar ya en la ciudad de Knoxville y es distinta pues, aparte de su mayor longitud, es urbana y sigue a un único personaje. Ninguna tuvo gran acogida, porque no son “agradables” y porque algunos experimentalismos literarios tampoco facilitan las cosas al lector.

Una segunda etapa la forman las cuatro siguientes: todas pueden adscribirse al género del Oeste. La primera, Meridiano de sangre, la escribió McCarthy cuando se trasladó a vivir a El Paso: la crítica fue favorable pero tuvo escaso eco, pues su extrema violencia y sus escenas de salvajismo repelen. Las tres siguientes –Todos los hermosos caballos, En la frontera, Ciudades de la llanura– componen La Trilogía de la frontera, y tienen lugar en los mismos escenarios, pero son diferentes por su construcción y por su claro cambio de acentos. La primera en especial, una novela centrada en un protagonista joven de grandes cualidades, tuvo un gran éxito de público y arrastró las ventas de las siguientes.

La penúltima etapa no tiene igual unidad de ambiente, aunque las preocupaciones del autor y los temas de sus historias sean los mismos. En este grupo están No es país para viejos, que podría calificarse de thriller policial; La carretera, un relato de ciencia-ficción en un escenario postnuclear que obtuvo en 2007 el premio Pulitzer, y The Sunset Limited, una obra teatral con dos únicos actores. Son más cortas, no tienen rasgos constructivos que dificulten la lectura, y hay en ellas más contención, como si lo descriptivo le importara menos al autor.

Estos últimos rasgos los abandona, sin embargo, en El pasajero y Stella Maris. Aunque el estilo es reconocible y en ambas aparecen temas que interesan al autor, las podrán juzgar quienes ya lo conozcan y estén interesados en sus enfoques particulares, aunque muchos lectores encontrarán difíciles, incluso insufribles, demasiadas páginas.

Una textura propia

En general, en la prosa de McCarthy se detectan acentos bíblicos, homéricos, shakespearianos y dantescos. Para él son importantes referencias literarias: Melville, Dostoievski, Faulkner y Hemingway. Las formas narrativas y los contenidos de sus tramas son deudores de novelas norteamericanas anteriores: de las que hablan de un mundo de frontera, como las de Twain; de las más reflexivas o filosóficas, como las de Hawthorne; de las que presentan conflictos sociales, como las de Upton Sinclair; de los relatos pertenecientes a la tradición sureña.

Pero, aunque para comprenderlo mejor haya que situarlo en el contexto de su historia literaria, la voz de McCarthy es propia y ni la textura ni el poso de sus novelas pueden comprenderse como una suma de factores tomados de distintos orígenes. Desde luego, reformula las tradiciones literarias de las que es heredero al introducir en sus obras las preocupaciones propias de unas generaciones que han sentido los temores y visto los efectos de guerras mundiales, explosiones nucleares, genocidios, etc.

Parece claro –pero solo el autor habría podido confirmarlo, y no tengo noticias de que lo hiciera– que determinadas películas tuvieron gran peso en sus obras. Podríamos pensar que un protagonista como el de Hijo de Dios se parece un tanto al de Psicosis (1960); que sus novelas del Oeste son novelas de paisajes en las que los encuadres son tan significativos como en las películas de John Ford. Del mismo modo, al leer Meridiano de sangre y algunos momentos de la Trilogía de la frontera, es difícil que no vengan a la cabeza La muerte tenía un precio (1965), de Sergio Leone, o, más aún, Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah.

Además, McCarthy tenía muchos intereses –científicos, filosóficos, sociales–, que fueron en aumento desde su vinculación al Santa Fe Institute, como se puede apreciar en sus últimas novelas, donde introduce estas inquietudes de manera profusa, con largos tramos que, aun siendo desanimantes para muchos lectores, acaban señalando la insuficiencia de los conocimientos y los métodos científicos para dar cuenta de la realidad.

Una cualidad sobresaliente de las obras de McCarthy es la potencia que tienen los diálogos

Dificultades de McCarthy
Las tramas de sus novelas no son complejas. La mayoría son como vagabundeos o paseos largos en los que van ocurriendo cosas sucesivamente. Son más fáciles de leer, en principio, que los relatos de Faulkner, donde los abundantes pasajes retrospectivos o las anticipaciones obligan al lector a un esfuerzo adicional de atención hasta comprender bien los entrecruzamientos y vaivenes de las vidas de los personajes.

Sin embargo, las dificultades que presenta McCarthy, dejando de lado sus tres primeras novelas, que no son narrativamente claras, proceden de que a veces emplea un lenguaje inusualmente rico o, si se quiere, que parece rebuscado; de las ausencias de marcas que aclaren algunos cambios de puntos de vista o que delimiten cuándo habla el narrador y cuándo el personaje; de que intercala secuencias en las que los sueños se confunden con la realidad, también para que los lectores se pregunten por la consistencia del mundo en el que vivimos; de que, algunas ocasiones, hay incisos o epílogos aparentemente impenetrables.

Sus descripciones de la naturaleza, incluso en medio de acciones humanas repugnantes, intentan hacer consciente al lector de su belleza y su misterio inalterables. Las descripciones de los oficios de sus personajes también suelen descender a un nivel asombroso de detalle. El uso que a veces hace de palabras infrecuentes, pero siempre precisas, contribuye a crear unos efectos de extrañeza que, por un lado, agudizan el interés y, por otro, elevan el nivel de reflexión del lector. La narración es a menudo muy cinematográfica, pero como los contenidos de las historias y las reflexiones que van haciendo los personajes o el narrador tienen mucha densidad, esos momentos de fuerte intensidad visual no suenan a hueco, como si fueran meros ejercicios de virtuosismo estético.

En las obras de McCarthy no hay pesimismo ni escepticismo radical pero tampoco soluciones netas

Realismo poderoso
Otra cualidad sobresaliente es la potencia que tienen los diálogos. Algunos de sus protagonistas son poco habladores y vienen definidos solo por sus acciones: en esos casos la impresión es de gran verosimilitud, de que las conversaciones podrían ser exactamente así. Otros, gente que los héroes encuentran en sus viajes, o también sus antagonistas, son tipos enigmáticos y sabios, que cuentan historias o monologan, a veces de un modo un tanto intrincado, y que son punteados por observaciones de otros. Estos últimos tipos humanos no suenan muy realistas, pero del trenzado de las conversaciones entre personajes de ambos grupos sale una buena parte de la textura de las mejores novelas de McCarthy.

Como en las grandes novelas de Dostoievski, para presentar las cuestiones últimas de la vida humana, los narradores van poniendo sobre la mesa todas las cartas que se nos han repartido para el juego de la vida y van desplegando los argumentos de unos y otros con toda la fuerza posible. Además, McCarthy puede reivindicar, igual que hacía el autor ruso, que cultiva un realismo más poderoso que otros, pues sus obras llegan a mostrar profundidades espirituales inaccesibles de otro modo. Replicando un comentario que hace Luigi Pareyson acerca de las novelas de Dostoievski, las obras de McCarthy hablan de que, en nuestra época, “Dios debe ser objeto de una auténtica recuperación: es necesario saberlo descubrir en el corazón mismo de la negación”.

Otro rasgo que sobresale en sus novelas es su particular hiperrealismo a la hora de mostrar la violencia, especialmente en sus novelas ambientadas en el Oeste. Para justificar esta desmesurada violencia en sus obras se podrían usar las mismas razones que daba Flannery O’Connor para justificar esa presencia en las suyas: “La violencia tiene la extraña capacidad de devolver a mis personajes a la realidad, y de prepararlos para aceptar su momento de gracia. Tienen la cabeza tan dura que esto es casi lo único que funciona”. Pero seguramente no solo a los personajes: también a los lectores. Aunque ojalá McCarthy hubiese imitado siempre la forma explosiva pero implícita con que trata la violencia O’Connor.

Una necesaria sabiduría básica
Los problemas que aborda el autor son los propios de la narrativa de su entorno, por supuesto, pues tal como McCarthy explica en una entrevista, la literatura no puede dejar de hablar de lo mismo que ha tratado la literatura anterior y no se puede desmarcar de ella.

Uno de esos problemas es la preocupación por el deterioro, que parece imparable, de la naturaleza y de las formas de vida. Esto se refleja por medio de unos malvados extraordinariamente depravados y poderosos: en especial el trío de La oscuridad exterior, el juez Holden de Meridiano de sangre, y Anton Chigurh de No es país para viejos. Además, siempre parecen salir vencedores, con el interesante matiz de que cuando hay otros personajes menores que intentan oponerse a ellos yendo a su terreno, es decir, realizando a su vez pequeñas maldades, se ven totalmente laminados por su poder destructor. Cabría comparar esta complicidad en el mal de gente “normal”, de gente como nosotros mismos, con la que planteó y desarrolló Dostoievski en Los demonios.

Ante las maldades que ven o sufren, los protagonistas de las novelas de McCarthy se preguntan una y otra vez por el papel de Dios en los destinos humanos y, al modo de Job, acaban siendo conscientes de las limitaciones que los hombres tenemos para comprender las cosas y quedan siempre como a la espera de una explicación mejor. Además, en todo momento sus personajes hablan de la necesidad profunda que tenemos de Dios: Negro, en The Sunset Limited, dice, de su paso por Alcohólicos Anónimos, que “me di cuenta de que el rollo Dios no es que le gustara mucho a casi nadie, pero tampoco me hizo falta estar allí mucho rato para entender que el rollo Dios era el único que contaba. Lo malo no era que hubiese demasiado Dios en AA, sino que no había suficiente”.

Las obras de McCarthy, con todo, siempre quedan abiertas: en ellas no hay pesimismo ni escepticismo radical pero tampoco soluciones netas. Sus personajes pueden no estar del todo seguros acerca de algunas cuestiones, pero manifiestan una confianza básica en que hay una providencia bondadosa y en que los hombres tenemos la capacidad de reconocer sus designios, incluso en las circunstancias más duras. Sus narradores aluden mucho al misterio del mal, al misterio del sufrimiento de tanta gente buena que acaba siendo pisoteada, o, en definitiva, a que los hombres somos un misterio. En definitiva, y con palabras de Gómez Dávila, nos enseñan que “la sabiduría se reduce a no enseñarle a Dios cómo se deben hacer las cosas”.

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El texto anterior resume, con adaptaciones incluidas tras la muerte de McCarthy, la introducción a El secreto de la belleza, libro de Luis Daniel González editado en Amazon en marzo de 2013.

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