Cómo valorar la violencia y el sexo en el cine

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El caso Dole vs. Hollywood ha puesto de manifiesto la necesidad de una reflexión ponderada -libre de prejuicios políticos- sobre las implicaciones éticas y sociales de la representación audiovisual de la violencia y el sexo. Se trata de una necesidad urgente, pues, a pesar del giro positivo que se detecta desde hace años en el cine, sobre todo en el norteamericano (ver servicio 73/95), sigue habiendo un buen número de películas que recurren todavía a la violencia irracional o a una visión animalizada de la sexualidad humana. A través de ellas, se hace llegar al gran público, también a los niños y a los jóvenes, un enfoque muy deformado del ser humano, que otorga estatuto de normalidad, y hasta de ejemplaridad, a actitudes muy equivocadas, cuando no aberrantes.

Ciertamente, el cine no es el único culpable de todos los males de la sociedad actual, pero su influencia es cada vez más grande. En su carta pastoral al mundo del cine, de 1992, el cardenal Mahony, arzobispo de Los Ángeles, señalaba: «En esta sociedad, en esta época, sólo la propia familia humana aventaja a los medios visuales en su capacidad de comunicar valores, formar conciencias, proporcionar modelos de conducta y motivar el comportamiento humano» (1). De modo que es lógica la creciente inquietud por la posible relación entre la violencia y el sexo que presentan ciertas películas y la proliferación de determinadas conductas delictivas en las sociedades occidentales.

Con la perspectiva del tiempo, parecen bastante acertadas las reflexiones sobre este tema que hizo en 1989 el Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, en una amplia respuesta pastoral (2). En este documento se indicaba cómo ciertas representaciones del sexo y la violencia -en especial las que no respetan o no dejan clara la dignidad del ser humano- «pueden pervertir las relaciones humanas, inspirar actitudes antisociales y debilitar la fibra moral de la sociedad», sobre todo al convertir las personas en cosas, suprimir la ternura y la compasión, y dejar espacio sólo para la indiferencia, si no la brutalidad.

Delimitar conceptos

Quizá lo que más cuesta aceptar a algunos es la profunda vinculación que existe entre la pornografía y la violencia sádica de ciertas películas. El citado documento del Consejo Pontificio señala cómo cierta representación visual del sexo es ya de por sí abiertamente violenta en su contenido y expresión. Y, en cualquier caso, sitúa ambos fenómenos en un mismo punto de origen: «la propagación de una moral permisiva, basada en la satisfacción individual a cualquier coste», y a la que se añade con frecuencia «un nihilismo moral de la desesperación, que acaba haciendo del placer la sola felicidad accesible a la persona humana». Esto puede explicar el hecho de que casi todas las películas que ofrecen una visión irracional de la violencia caen también en el retrato deshumanizado del sexo.

Este certero documento afronta también una cuestión fundamental para sentar las bases de un debate sereno sobre el tema: delimitar a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de «violencia y sexo en el cine». Porque, claro, hay violencia y violencia, y sexo y sexo. Y es evidente que ambos son componentes de la vida humana que el cine, como arte y medio de expresión que es, no puede dejar de tratar.

El documento define la pornografía como «una violación del derecho a la privacidad del cuerpo humano en su naturaleza masculina y femenina, que reduce la persona humana y el cuerpo humano a un objeto anónimo destinado a una mala utilización con la intención de obtener una gratificación concupiscente». Y la violencia, como «la presentación destinada a excitar instintos humanos fundamentales hacia actos contrarios a la dignidad de la persona, y que describe una fuerza física intensa ejercida de manera profundamente ofensiva y a menudo pasional».

De estas definiciones se deduce que el problema no reside en la pura presentación en la pantalla de la violencia y el sexo, sino más bien en el cómo y en el para qué de esa presentación, es decir, en su concreta resolución formal y en su intencionalidad. En el fondo, se trata de afrontar de nuevo la vieja cuestión del arte y la moral, y en concreto de la representación estética del mal. Es un tema difícil, en el que hay que superar la permisiva mentalidad del todo vale que ha extendido cierto hiperrealismo moderno. Como señaló hace unos años la periodista Flora Lewis en el semanario francés L’Express, «hay un límite a partir del cual el realismo ya no es arte ni diversión, sino asunto para mirones sadomasoquistas».

Enseñar a ver cine

Esta idea destaca la necesidad de que los principales implicados en el debate tengan más en cuenta algunas características específicas de la sociedad actual y del propio lenguaje cinematográfico.

Un primer dato es que, a causa de una deficiente formación humana y cultural, hay mucha gente que no controla racionalmente sus instintos primarios, sus reacciones pasionales. Este fenómeno, favorecido quizá por la desorientación moral de las últimas décadas, tal vez explica la proliferación en todo el mundo de grupos, muchos de ellos juveniles, con una marcada tendencia hacia la exaltación de la violencia gratuita y del sexo desenfrenado.

Por otro lado, y a pesar de vivir en una sociedad dominada por la imagen, mucha gente desconoce el propio lenguaje cinematográfico, y se enfrenta casi indefensa con sus poderosos mecanismos orales, visuales y sonoros. Esto se debe, entre otras razones, a que la mayoría de los sistemas educativos no desarrollan la enseñanza de la imagen como lenguaje para acercarse a la realidad.

Estas dos circunstancias agravan ciertas limitaciones de los medios audiovisuales como canales de difusión de ideas. Quizá la principal de estas carencias es que el cine, por su propia naturaleza, apunta más a la sensibilidad que a la inteligencia del espectador, incita más sus reacciones emotivas que sus reflexiones. De ahí también esa cierta tendencia del cine a convertir la violencia y el sexo en puro espectáculo, sin más pretensión que aprovechar las pasiones primarias del espectador. Es el principal reproche que cabría hacer a películas muy comerciales y sin mucho contenido, del estilo de El especialista, El color de la noche o Mentiras arriesgadas.

Referentes morales

Por otro lado, y a diferencia de otras épocas, en buena parte del cine actual se aprecia una notable falta de claridad a la hora de ofrecer referentes morales, necesarios para matizar los contenidos violentos y eróticos de las películas. Esto quizá se deba a la escasez de buenos guionistas, que sepan dosificar y estilizar las situaciones, y profundizar en las motivaciones de los personajes.

A veces, esta falta de referentes morales es casi total, como en películas del estilo de Corazón salvaje, de David Lynch, o Asesinos natos, de Oliver Stone, que acaban ofreciendo -queriendo o no- una visión bastante exaltante de la violencia demencial y del permisivismo sexual de sus protagonistas. Respecto a esto último, la ausencia de referentes morales también se aprecia en las últimas películas de Robert Altman: Vidas cruzadas y Prêt-à-porter.

Otras veces, las referencias morales son ambiguas, como en Sin perdón o en Un mundo perfecto, ambas de Clint Eastwood. Y también hay películas que ofrecen una clara reflexión moral contra la cultura de la violencia irracional y del sexo deshumanizado, pero oculta en una resolución formalmente muy cinematográfica, quizá de difícil acceso para el gran público. Es el caso de títulos como Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, o Historias del Kronen, del español Montxo Armendáriz.

El gran riesgo de todas estas películas es que provoquen fascinación en vez de repulsa hacia las conductas inmorales que condenan, que pueden llegar a ser consideradas como normales, aceptables y dignas de ser imitadas por ciertos espectadores jóvenes, inmaduros o impresionables. Esto no es tan exagerado como puede parecer, porque esta reacción a contrario se ha producido con películas mucho más contundentes y claras en su reflexión moral, como Lobos universitarios, de David S. Ward.

Todos estos elementos de juicio, necesariamente incompletos y matizables, deberían ser tenidos en cuenta por los implicados para afrontar el tema con responsabilidad y ponderación. Por los productores, para llevar a cabo o no un proyecto cinematográfico y para plantear su promoción de un modo honesto. Por los poderes públicos, para otorgar a cada película la calificación por edades que merezca. Por los exhibidores, para que apliquen esta calificación con rigor. Por los críticos, para que incluyan en sus trabajos análisis claros y profundos sobre los contenidos violentos y sexuales de cada film. Y por el público, para actuar con espíritu crítico antes, durante y después de ver una película, y para hacer funcionar o no ese mecanismo tan importante para el éxito de un film que es su difusión de espectador a espectador.

Jerónimo José Martín________________________(1) Cardenal Roger Michael Mahony, Cineastas, espectadores: sus retos y oportunidades (IX-92). El cardenal Mahony ofrece en esta carta pastoral unos útiles elencos de preguntas que sirven como criterios concretos de valoración ética de la presentación en pantalla de la violencia y del sexo. Este documento está publicado en castellano, junto al Discurso a la gente de Hollywood de Juan Pablo II (1987), en el folleto Espectáculos y comunicación (Palabra, Folletos MC, Madrid 1993, 54 págs.).(2) Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales. Pornografía y violencia en las comunicaciones sociales: una respuesta pastoral. Ciudad del Vaticano (1989).

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