Un falso justo medio

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La postura de Ronald Dworkin sobre el aborto y la eutanasia

Teniendo presente el enconado debate que se desarrolla en torno al aborto, especialmente en Estados Unidos, el profesor norteamericano Ronald Dworkin trata en El dominio de la vida (1) de ofrecer una reflexión serena sobre el tratamiento jurídico de la vida. Pretende afrontar la cuestión desde la neutralidad ideológica, situándose en un justo medio. En realidad, el libro es un esfuerzo por justificar una postura, previa y bien definida, contraria a la protección integral de la vida humana.

Dworkin sostiene que hay dos fundamentos posibles para la tesis de que el aborto es inmoral en todos los casos. Uno, que el aborto es un atentado contra la vida -que es siempre sagrada-, pero no una injusticia contra el interés de nadie en particular. El otro, que el embrión tiene desde la concepción derecho a vivir, como toda persona. Ambos argumentos, precisa, aunque pueden llevar a la misma consecuencia -el rechazo, sin excepciones, del aborto-, son completamente distintos e independientes.

Dworkin descarta el último -lamentando que la Iglesia católica, al parecer, haya pasado, en su doctrina oficial, del primero al segundo- porque es absurdo suponer que un ser tenga derechos «a no ser que tenga o haya tenido alguna forma de conciencia». Y el feto no puede encontrarse en este caso mientras no haya desarrollado mínimamente su sistema nervioso, quizá hasta las 26 semanas de gestación.

Dos componentes de la vida

En cambio, la otra tesis podría servir de base a un arreglo. Pues prácticamente todo el mundo la sostiene, incluidos Dworkin y -según él- la mayoría de los abortistas. Pero discrepan sobre cómo debe interpretarse. En una vida humana, señala el autor, se distingue el componente «natural» -el hecho mismo de vivir- y el aporte «humano» -lo que uno pone en su vivir-, que viene a ser la «calidad de vida». De modo que, aunque -en virtud de lo primero- nadie vive más que otro, en una vida -por lo segundo- puede darse la frustración. Así, caben diversas interpretaciones del mismo principio del valor sagrado de la vida, según se dé mayor peso a uno u otro elemento.

Concretamente, sin abdicar de la creencia en la santidad de la vida, puede admitirse que «al menos en ciertos casos, elegir la muerte prematura [del no nacido, en previsión de la calidad de su vida posterior] minimiza la frustración de la vida» y, por tanto, tal opción «respeta de la mejor manera ese principio». Algo análogo sirve a Dworkin para defender la eutanasia.

Es digno de notar cómo antes Dworkin rebate un argumento a favor de que el no nacido es titular de derechos. Se puede afirmar: si mi madre me hubiera abortado, yo no tendría hoy la vida y los bienes anejos; yo habría sufrido, pues, un perjuicio, de modo que abortarme habría sido una injusticia. Dworkin replica desde el supuesto de que, antes de cierto plazo, no existe sujeto de derechos, por lo que abortar perjudicaría a un sujeto hipotético, o sea, a nadie. Pero entonces, por lo mismo tampoco hay nadie con vida dotada de aporte «humano», de quien se pueda colegir que sufrirá frustración si se deja que prosiga su vida «natural».

Calidad o santidad de la vida

En realidad, anteponer la calidad de vida o cualquier otra consideración al respeto del vivir mismo, es lo que siempre se ha entendido como lo contrario al principio de la santidad de la vida. Para defender una versión reductiva de esta premisa pretendiendo que no la destruye, Dworkin propone una tesis con la que su planteamiento pierde la deseada originalidad. La interpretación que condena en todo caso la supresión voluntaria de una vida, dice, implica pensar que la vida tiene un valor objetivo, trascendente a toda estimación que de ella haga cualquier sujeto; y esto es «una creencia religiosa, incluso cuando es sostenida por individuos que no creen en Dios».

Dworkin explica tan curiosa idea argumentando que, para sostener el valor objetivo de la vida, se ha de suponer que es así de sagrada porque proviene de «algo» superior: un Dios personal o lo que sea. Lo cierto es que la tradición filosófica ha sentado aquel principio sin necesidad de recurrir a la teología. Por lo menos desde los estoicos, se ha distinguido el precio -el valor con relación a algún fin- y la dignidad -el valor absoluto, independiente de cualquier finalidad-, afirmando que esta última es el valor que posee el ser humano como tal. Así, unas condiciones de vida espantosas rebajan el precio de un hombre, pero no menoscaban en nada su dignidad (por eso se dice que hay vidas indignas de una persona, o sea, contrarias a su dignidad, que jamás se pierde). Según esto, toda vida humana tiene valor incondicionado; suprimirla es ponerle mero precio, sin atender a su dignidad: tomar al hombre sólo como medio, en vez de como fin, diría el agnóstico Kant.

Así se entiende también que aquellos dos fundamentos teóricos de la santidad de la vida humana no son tan dispares como los pinta Dworkin. Porque el hombre es fin en sí mismo, su vida es sagrada: él no precisa de ninguna otra justificación para existir. Y al no poder ser propiedad de nadie, su vida le corresponde como un derecho ante los demás, para quienes respetarla es un deber. De modo que no cabe tener una vida sagrada y no ser titular de derechos.

¿Creencia religiosa?

En fin, con la incursión en el proceloso mar de los credos, Dworkin llega adonde se veía que quería llegar. El valor absoluto de la vida humana es una creencia religiosa; pero estamos en una sociedad pluralista, y uno no puede imponer sus creencias -respetabilísimas, desde luego- a los demás. Así que dejemos que la embarazada resuelva si el feto ha de vivir o no, pues ella es la persona «cuya conciencia está más directamente conectada con la decisión y que es titular de los intereses en juego más importantes» (siempre dando por supuesto que el no nacido carece de intereses). El argumento es sustancialmente el mismo para la eutanasia.

Con esto, poco de nuevo aporta Dworkin. Como muchos abortistas, el profesor de Oxford parece creer, en su deseo de ser ecuánime, que las leyes permisivas del aborto, dejando la decisión a la mujer, ocupan un sensato término medio. Así sería si la polémica fuera entre la prohibición del aborto y el aborto obligatorio. Pero la discusión se plantea entre la permisión del aborto y su rechazo, que -como enseña la lógica- son posturas contradictorias, y no cabe entre ellas una intermedia. Así que el pretendido compromiso no es otra cosa que uno de los extremos.

El libro concluye sin llegar al fondo de la cuestión sobre el derecho a la vida y su tratamiento jurídico. Es cierto que resulta muy difícil determinar un momento en que el embrión adquiera todas las características fundamentales que en los nacidos sirven para reconocer inequívocamente a un titular de derechos. Pero, por eso mismo, ha de respetarse su vida, al menos por cautela. El criterio definitivo para saber quién es sujeto de derechos, es la pertenencia a nuestra especie. La tesis de Ronald Dworkin, que se ha documentado poco sobre el desarrollo embrionario, equivale en último término a postular un cambio de especie en el embrión, después de la fusión de los cromosomas provenientes de los gametos. Esto es un milagro biológico que no admitirán fácilmente ni aun personas más religiosas que Dworkin. Y quizá comporta el peligro de imponer la propia metafísica a los demás.

Juan Domínguez_________________________(1) Ronald Dworkin. El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual. Ariel. Barcelona (1994). 359 págs. 2.850 ptas. (Life’s Dominion, Knopf, Nueva York, 1993).

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